Hablar con el diablo

Josep-Lluís Carod-Rovira

Es sabido que los estados tienen el monopolio -y la justificación- de la violencia. Y no sólo de ésta, sino también del relato público de la realidad, de lo que ocurre y de lo que no, de la bondad o de la maldad de las acciones, de los gestos y de las palabras. Y también de los contactos y relaciones. Como recordaba un periodista español en un programa español de una televisión española en español: “Sí, cierto, todos los presidentes del gobierno español han hablado con sus homólogos de Rusia, incluido Putin y sus representantes. Pero es que no se puede comparar ni olvidar que España es un estado y Cataluña, no”.

De hecho, aunque nos apeteciera, si algo no podemos olvidar es que España es un Estado y Cataluña, no. Todos los gobiernos españoles han tenido embajada en Rusia y el propio J. A. Samaranch fue embajador. Y primero con la URSS, a partir de 1963 cuando se fueron reanudando también relaciones diplomáticas entre la España franquista y el estado soviético, y después con Rusia, las embajadas se han mantenido.

Los estados también hablan con las organizaciones armadas clandestinas existentes en el interior de su territorio, como el Reino Unido lo hizo con el IRA y desde Suárez todos los gobiernos españoles lo siguieron haciendo con ETA. En tanto que estados, ellos tenían también el monopolio legitimador de la palabra, lo que ellos hacían era normal, fuera en Noruega, en Argelia, en Francia o en Suiza. E incluso apelaban a menudo al sentido común y de responsabilidad para justificarlo, pero criminalizaban a cualquier otro actor que hiciera lo mismo que ellos hacían con toda impunidad: reunirse y hablar.

Sé de qué hablo porque lo sufrí cuando escuché una y otra vez que “estas cosas sólo pueden hacerlas los estados”. Incluso el máximo representante de un grupo parlamentario autodenominado “nacionalista” me espetó: “¿Usted quién se ha pensado que es?”, una forma de recordarme que no representaba a ningún Estado. Bien lo sabía…

En plena guerra de independencia de Argelia, los representantes de la República francesa y del Frente de Liberación Nacional de Argelia (FLN) se reunían para hablar, mientras unos y otros se mataban en Argelia y Francia. Incluso, ahora mismo, desde el sofá de casa podemos ver cómo rusos y ucranianos, a pesar de los dramas cotidianos en Ucrania y en los dos territorios que se separaron, se sientan y hablan, mientras las bombas de la guerra suenan como en perversa música de fondo, incesantemente.

Hablando, la gente se entiende. Y si no se entiende, se escucha. Y si no se escucha, al menos no hace algo peor. Tener relaciones diplomáticas con otros estados no implica identificarse con el régimen político vigente, ni con sus acciones, ni sus liderazgos. Que se sepa, el Reino de España no ha cerrado su embajada en Rusia, ni ha retirado el embajador, ni los otros miembros de la legación en Moscú, ni ha expulsado a los diplomáticos rusos de España.

Y esto no quiere decir que se identifique con los procedimientos de Putin, su discurso y su deriva zarista-estalinista. Hablando del camarada Stalin, a quien parece que por estas veredas todavía hay quien añora, el 23 de agosto de 1939 hizo posible el pacto germano-soviético con la Alemania de Hitler, conocido como pacto Mólotov-Ribbentrop, sus respectivos ministros de Exteriores, por el que Hitler y Stalin se comprometían a no agredirse, pacto que dejó con el trasero en alto y sin argumentos de defensa a los comunistas de todo el mundo, catalanes incluidos.

Que quien ha sido jefe del Estado español durante cuatro décadas viva ahora como ha vivido siempre (como un rey) en los Emiratos Árabes Unidos, con un jeque titular sospechoso de asesinatos selectivos, donde se aplica la pena de muerte, donde la democracia está ausente por completo y donde el rey español la hace charlando junto a un traficante de armas perseguido por la “justicia” española, con escoltas pagados entre todos, eso se ve que tenemos que verlo como normal, porque es cuestión de Estado.

Así las cosas, que haya catalanes que aspiren a que su país tenga Estado y que, para conseguirlo, se reúnan y charlen con representantes oficiales, oficiosos o cercanos a gobiernos de diferentes lugares del mundo, es también del todo normal. Lo han hecho, lo hacen y lo harán los representantes políticos de todas las naciones inmersas en un proceso de emancipación nacional como se suponía -¿se supone, todavía?- que es el proceso independentista catalán.

Vista la desproporción de medios entre España y nosotros, la fragilidad de convicciones, la mediocridad política, la falta de conocimientos históricos y la ausencia de sentido de estado de no pocos de nuestros dirigentes, no es de extrañar que pase lo que pasa y que escuchemos lo que escuchamos. Ramon Torrella, arzobispo de Tarragona entre 1983 y 1997, afirmó, en relación a posibles encuentros con la organización armada vasca, que para poner fin a la violencia «había que hablar incluso con el diablo».

Ahora hemos visto afirmaciones de criminalización y ridiculización de hipotéticos encuentros entre catalanes y rusos, con el trasfondo de la independencia catalana, sin recordar que, en 1925, F. Macià, fundador de un partido llamado ERC, hizo lo mismo, yendo él personalmente a Moscú en búsqueda de apoyo. Si la afirmación no es cierta, se trata simplemente de pura intoxicación. Pero, si es verdad, hay que denunciarlo públicamente y, además, respondiendo a un periodista de la ultraderecha nacionalista española, legitimando su medio, entonces ya no es intoxicación, sino simple delación.

Confío, espero y deseo que sea cierto, que haya catalanes que se hayan encontrado con rusos, estadounidenses, andorranos y súbditos del Vaticano, entre otros muchos, incluido el ‘sursum corda’, si conviene. Y me sentiría muy satisfecho si, con la misma convicción con que lo hayan hecho, tuvieran la firmeza y el aplomo de desmentirlo públicamente, de forma rotunda y solemne, como los diplomáticos más profesionales del mundo mundial. Un día, estoy seguro, nos dejaremos de cuentos y empezaremos a hacer política si, en serio, esto “nuestro” va de verdad, que dicen hacia oriente. ¡Y yo que lo pueda ver!

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