Guerracivilismo

La pervivencia del franquismo no es que el cadáver del dictador siga enterrado en un recinto del Patrimonio Nacional donde se celebran peregrinaciones patriótico-religiosas, ni que funcione una Fundación Francisco Franco subvencionada con dinero público, ni que muchos municipios de España tengan todavía calles dedicadas a militares facciosos y fascistas practicantes de «la dialéctica de los puños y las pistolas». Todo esto son evidencias de que, debido a las servidumbres de la mitificada Transición, nunca se dibujó una línea roja que separara del nuevo marco democrático ni los símbolos ni las personas (desde el policía Billy el Niño hasta el ministro Fraga) activamente identificados con la dictadura. Como consecuencia, los símbolos permanecieron cómodamente instalados en el espacio público,

Sin embargo, en mi opinión, el peor legado del franquismo, y el más vivo aún hoy, es otro, que no se expresa con ‘yugos y flechas’ ni con águilas imperiales, pero impregna profundamente gran parte de la cultura política española. Es la tendencia a dar a los problemas políticos respuestas -pretendidas soluciones- que, conscientemente o no, conectan de lleno con la metodología guerracivilista del franquismo, con la expeditiva forma que tenía el Caudillo de afrontar los desafíos a su poder. La crisis catalana y, últimamente, la lucha por el liderazgo del PP nos han ofrecido brillantes ejemplos de ello.

Así, cuando todavía participaba de la carrera sucesoria de Rajoy, escuchamos a María Dolores de Cospedal proponer la ilegalización de los partidos independentistas «si actúan con fines ilícitos». En democracia sólo pueden ser ilícitos ciertos procedimientos (la violencia…), por lo que sugerir una ilegalización por motivos ideológicos o programáticos, sin ningún vínculo terrorista, nos remite a la Ley de Responsabilidades Políticas de 9 de febrero de 1939, por la que Franco prohibió desde el Partido Federal hasta Unión Democrática de Cataluña.

Pablo Casado, rival de Cospedal, no se ha quedado atrás. Si ya el año pasado advirtió al presidente Puigdemont de que «quizá acabe como Companys» (una alusión desinhibida y brutal a la sangrienta represión franquista), y si recientemente inició su estancia de campaña en Barcelona visitando la Jefatura Superior de Policía de la Via Laietana -donde fueron torturados decenas de miles de demócratas a lo largo de 37 años-, el joven cachorro derechoso añadió, además, que «si los independentistas se quieren ir, que se vayan, como Carles Puigdemont, a Bruselas o a Alemania». Así como, en 1939, una de las «soluciones» de Franco para deshacerse de lo que él llamaba la Anti-España fue empujar al exilio a cientos de miles de personas, ahora Casado invita a más de dos millones de catalanes a expatriarse si no quieren seguir siendo españoles. Es un comentario digno de Putin, o de Orbán, o de Erdogan, que ningún político responsable de la Europa democrática se habría atrevido a hacer.

Y claro, sometido a una competencia tan dura, Albert Rivera se ha tenido que poner las pilas. Y el otro domingo, en un acto de ‘España Ciudadana’ en Palma, dijo: «En la España que yo quiero, el último pueblecito de Girona es tan español como el paseo de la Castellana». El líder naranja no explicó cómo piensa conseguir este objetivo soñado, pero la receta no tiene secretos: primero, habrá que suspender la democracia, porque ningún alcalde elegido de cualquiera de estos «pueblos» impulsará el programa reespañolizador que Cs propugna; después, con alcaldes unionistas de ‘real orden’, se deberán revisar los ‘nomenclators’, purgarlos de referencias nacionalistas y llenarlos de plazas de la Constitución, calles de Juan Carlos I o de Felipe VI, etcétera; al mismo tiempo, se desterrarán las banderas cuatribarradas y se obligará a los vecinos a colgar de ventanas y balcones ‘rojigualdas’ por todas partes, como en Madrid, mientras se conmina a los comerciantes a rotular sólo en castellano y el territorio se llenará de nuevo de ‘casas cuartel’ de la Guardia Civil… Vaya, es el programa franquista de 1939, que muchos ya hubieran querido ver aplicado el otoño pasado al amparo del artículo 155.

Resumiendo: en momentos de crisis, cuando consideran cuestionadas sus esencias, una buena porción de la élite política, mediática e intelectual española reacciona apelando a remedios (amenazas de ilegalización o de fusilamiento, conminaciones al exilio masivo, propuestas de reespañolización coactiva del territorio insumiso…) que tienen su modelo paradigmático en la Guerra Civil y la instauración del franquismo.

Pasa lo mismo cuando es el mundo exterior quien no les da la razón. Tras la decisión de la Audiencia de Schleswig-Holstein, escuchar al gran Girauta hablando de «canallada» y al no menos grande Casado denunciando la «humillación a la soberanía nacional española» parecía el eco de Arias Navarro hablando, el otoño de 1975, de «la innoble agresión exterior», y Franco refiriéndose, aquel 1 de octubre, a «la conspiración masónica e izquierdista […] que si a nosotros nos honra, a ellos las envilece».

¿No se dan cuenta, les es igual o ya les viene bien?

ARA