De todos es conocida la última anécdota protagonizada por el autor de El tambor de hojalata. Después de setenta años, nunca es tarde si la libertad interior nos permite reconciliarnos con la verdad, Grass ha reconocido que siendo un adolescente se alistó voluntariamente a las Waffen-SS, organización fundada por el siniestro Himmler (ya es sabido que lo de siniestro es redundante, pues todos los capitostes del nazismo eran siniestros).
Muchos y variados han sido los ecos que la decisión de Grass ha provocado en el anfiteatro o «charladero nacional» -que decía Baroja- de la opinión publicada. También se han oído voces, estridentes algunas, calificando su gesto de tardón y, sobre todo, de mercantil, pues al día siguiente o anterior o posterior se publicaban sus memorias, Pelando la cebolla. Felizmente para los herederos de Grass, el morbo y la disputa general han hecho que el libro se convirtiera en un best-seller.
Convertido en referente ético y conciencia moral de Alemania -una enormidad conceptual que no entiendo muy bien- durante casi sesenta años, ahora, para gente de derechas sobre todo, Grass, no sólo se ha convertido en un detritus ético, sino que, retrospectivamente hablando, todo su discurso moral es material de derribo. Escritores en Abc, a la cabeza su director, aseguran que su ética es de pacotilla, porque ha roto el principio categórico de la coherencia moral por excelencia: hacer lo que se predica. Desvergüenza moral extensiva, dicen, a toda la camada intelectual de la izquierda.
Hasta ha habido cerebros gelatinosos que han pedido su despojamiento del premio Nóbel y del Príncipe de Asturias. Algo que, como se recordará, también ocurrió con Peter Handke, a quien, después de unas declaraciones a favor de Milosevic, se le quiso privar hasta de los premios recibidos, cuando estudiaba primaria.
Ante la confesión de Grass, muchos, que no se consideran forofos del escritor y menos de su ideología, han dicho: «¡A buenas horas, mangas verdes!». Que es el comentario más común, no sólo entre la florinata del pensamiento, sino, también, entre la gente más vulgar, lo que no quiere decir ignorante.
A lo que cabe reprochar: ¿tarde? Ya me gustaría a mí que otras instancias cercanas dieran un paso al frente o cara al sol y confesaran al mundo sus lamentos por haber hecho lo que hicieron en un pasado más o menos remoto. Porque lo que no me explico es por qué este sadismo ético vale contra Grass y no contra ciertos dinosaurios ideológicos, que permanecen agazapados en su secretismo criminal y no reconocen ni por fas ni por nefás sus inclinaciones filonazis, y a las que, al día de hoy, no han renunciado de ningún modo.
Por ejemplo. Durante casi treinta años seguidos ha tenido Ollarra las páginas de su Diario de Navarra -fue director del mismo desde 1962 a 1990- para renunciar a todas las pompas y laudes que dedicó a Hitler durante más de una década (1933-1945). Y no lo ha hecho. ¿Por qué?
Tampoco Ollarra ha tenido las agallas éticas bien puestas-aunque fueran tardanas como las de Grass- para confesar que Raimundo García, alias Garcilaso, director de Diario, y su mentor ideológico, fue un fanático defensor de Hitler. Ni Ollarra, ni menos el siniestro Garcilaso mientras vivió -sobre todo desde 1945 hasta la fecha de su muerte en 1962- renegaron públicamente de Hitler.
Por eso, me gustaría leer, ciertamente, un texto de Ollarra o un inédito del propio Garcilaso donde se afirmara que Hitler fue un criminal de la Humanidad, como lo fueron todos sus colaboradores, condenados en Nuremberg en 1946. En definitiva: textos en los que Ollarra, en su nombre o en el del propio periódico, se arrepintiera de haber defendido a un criminal. Y ello, retrospectivamente y retroactivamente.
Sé que me estoy moviendo en las aguas movedizas de la ingenuidad, pero, si el discurso moral de Grass queda invalidado por su paso relámpago por las SS, me pregunto entonces ¿qué habrá que hacer con el discurso moral del Diario, quien, durante un montón de años militó voluntariamente en el bando nazi, sin necesidad de alistarse en las SS de Himmler?
Diario de Navarra fue nazi hasta la medula mientras vivió Hitler. Diario de Navarra no condenó jamás a Hitler; al contrario, lo encumbró hasta caracterizarlo de «titán». ¡Si lo felicitaba el día de su onomástica! Normal, si hasta Franco tenía una foto enmarcada del Führer en su despacho, ¿cómo no iba a defender el Diario a Hitler, si éste era el modelo en el que el Dictador debería mirarse, como afirmaba Garcilaso?
Si aplicamos el diapasón retrospectivo de la ética para enjuiciar y anular los discursos morales actuales de ciertos personajes y de ciertas instituciones, ¿qué haremos entonces con el papel de la antigua calle de Zapatería?
Diario de Navarra fue nazi hasta las cachas. Creyó, desde un principio, en el Eje Berlín-Roma. Se afanó como nadie en defender el «espíritu creador del Fascismo y Nacionalsocialismo», caracterizándolo como el gran luchador «por la cultura y civilización europea contra el comunismo». Creyó y defendió por activa y por pasiva que el nazismo era «el sistema en el cual deberían girar los pueblos honrados y libres». No tuvo reparos en escribir verdaderas andanadas contra los judíos, textos que transcribía de los discursos antisemitas de Hitler. Porque, en opinión del Diario, y Hitler, «son los gobiernos judaico-bolcheviques los que han tratado sin cesar de imponer su dominación a nuestro pueblo».
Así que, después de lo visto, no me importaría a mí que Diario de Navarra reconociera y renegara públicamente que apoyó sin paliativos a Hitler, el nazismo y lo que ello implicaba. Porque ¿qué autoridad moral tiene el Diario para repartir alfalfa moral y política a la ciudadanía navarra, si durante varios lustros defendió el nazismo con todas sus fuerzas? ¿O es que sigue pensando que su barbarie se debió al contexto histórico, mientras que los actos pecaminosos de los demás fueron causa de sus contextículos personales?
Quizás la lección que se aprende comparando el caso de Grass y el del Diario es que, mientras que el primero se ha arrepentido públicamente de una acción poco honrosa para la ética de un escritor, el segundo, no sólo no se arrepiente de lo que ha hecho -mucho más grave que la anécdota de Grass-, sino que sigue pensando que todo lo hizo bien y que volvería a hacerlo si el contexto lo exigiese. Si no, ¿por qué no pide perdón?