Fue el del ochenta y cinco, el último chupinazo que hube de soportar en aquel infierno del ayuntamiento. En plena orgía mi amigo se seccionó medio empeine. Infección, hospital y adiós a las fiestas. He de confesar que en mis últimas asistencias al cohete había más de amor a ¿la tradición?, que al goce festivo. Ya por entonces los efluvios del sudor de aquel enredo enloquecido y etílico me resultaban insoportables. Si ser casta y mantener el espíritu sanferminero había de significar emporcarse de esa forma -ahora te rebozan como croqueta al cava-, que no contasen conmigo.
Años después volví al evento, evidentemente no a la jauría -es lo que me parecía lo de la plaza del consistorio-, sino a la plaza del Castillo, que se me asemejaba más comedido. Tomaríamos unos vinos con nuestros amigos sin tantos agobios y participaríamos del espíritu de la fiesta.
¡Ingenuo! Aún recuerdo la cara que me puso mi señora. Era una camisa preciosa, puro nenúfar y recién estrenada. Me iba a servir para cierta boda… Lo cierto es que alguien me pidió disculpas, miré a todos los lados y sólo vi decenas de rostros cantando o vociferando. Eran cuerpos que saltaban, aupando vacilantes vasos de plástico, rebosantes de todo tipo de composturas o amenazantes pitillos. Camisa, pantalones… Hasta la piel se me coló el frío y pegajoso mejunje. Entonces, ya sabías, vinazo… Ahora resultaba imposible dilucidar el color o el espíritu de las pócimas al uso. Lógicamente no se hizo esperar la reverenda reconvención de la etxekoandre, y uno, a callar.
Hemingway decía que la masa sanferminera estaba integrada por bailarines, muchachos y borrachos… Hoy, determinar en qué proporción, es harina de otro costal. Además habría que sumar a esa masa los alucinados, pues los estupefacientes deben de fluir finos, curiosos cámara en ristre y un buen número de jubilatas en funciones de censores, ganapanes y muchas almas perdidas deambulando hasta el agotamiento o el aburrimiento.
Mucho ha evolucionado la fiesta desde las fechas en que se paseó por aquí el escritor norteamericano, para quien la fiesta se reducía a toros y bebercio.
Hoy nadie duda de que los «sanfermines» son una apertura al mundo de la vieja Iruña. Pero ¿qué tipo de apertura? ¿Qué idea se formará el visitante de nuestras gentes, de nuestra cultura, en definitiva de nuestra ciudad? Si sus percepciones coinciden con las mías, sospecho que las conclusiones del foráneo no nos dejen muy bien parados.
Me temo que los bellos momentos de la fiesta, la poliocromía de las procesiones (evidentemente mas que acto religioso, espectáculo), la alegría de peñas y comparsas, etc, han de quedar superadas por esa exposición de mugre y de cuerpos rotos y desquiciados por el alcohol que se derraman por las sucias calles y arrasados parterres. Todo ese ambiente de miasmas y peste que arrojan las viejas rúas. En mi infancia flotaba en la fiesta el olor a churros y a garrapiñadas. Eran otros tiempos.
Borrachos, es innegable que siempre los hubo, como nos describe el escritor de Illinois, patas y amapolos sin pizca de gracia, y carteristas. Tal vez la mujer guardaba mejor las formas al no estar liberada. Pero creo que la presencia y el protagonismo de la fiesta era de los de aquí.
Hoy, realmente, la fiesta ¿qué es más?, ¿una manifestación de hermandad multicultural, multirracial o como se quiera, o una barra libre para la incivilidad, la ebriedad o el desquiciamiento colectivo?
Los placeres de nuestra gastronomía o las manifestaciones de nuestra cultura baska, incluso cualquiera de los diversos espectáculos artísticos que ofrece la fiesta -algunos tan fuera de lugar, pura política-, no parecen llegar al sector mayoritario del cuerpo festivo. Puedo entender que acceder al placer de la buena mesa o al de la moderada degustación de un buen licor sea prohibitivo. Ya se sabe; en San Fermines no te cobran, te apuñalan; ¡otro atractivo!
Esto me hace pensar que la singularidad de nuestra fiesta no esté en la oferta cultural, sino en la capacidad de Iruña en transformarse por unos días en una ciudad sin ley. ¡Y los sanfermines son paradigmáticos! El hecho de que no se pueda generalizar no quita validez a la observación.
Lo de los toros, ya es otro cantar. Ver a «los divinos» retando la velocidad de los morlacos y zafarse de sus testuces con un simple periódico, pues eso, divino. Y espectacular la masa de corredores, pelmazos y atorrantes -que de todo se ve- en la carrera.
Dar una opinión sobre el tema de las corridas no sería para mí honesto, porque en principio soy contrario a ellas. Ya tuve una buena gresca con un íntimo. Le hice observar que sacrificar a un animal tan noble con tanto escarnio y sufrimiento me parecía horrible. Buena la hice. Según él era un trance estético insondable. Había mucha hipocresía en los antitaurinos y toda una letanía irreproducible de consideraciones éticas. Así que, ¿qué le vamos hacer? Mejor no mencionar la bicha.
Dicen que dicen, que las corridas de aquí son únicas. No por la propia lidia en sí, sino por la movida de las peñas. Hace años veía alguna y efectivamente son únicas. Y no sabría decir que interesa más al mozo, si la faena o la que ellos montan a la autoridad y a los aficionados «decentes». De todos modos, uno no deja de preguntarse si nuestra cultura, al menos la baska, hoy sería capaz de disfrutar de una fiesta sin la degollina taurina.
La importancia de celebraciones festivas y lúdicas como catarsis y liberación de los malos humores del individuo es innegable. Pero no parece que celebraciones tan multitudinarias como los carnavales de Río, la fiesta de la cerveza de Munich o los propios Sanfermines propicien esta función. Son, más bien, ocasiones para desatar una locura colectiva, en la que se prescinde de las pautas sociales del buen gusto y la corrección. En estos casos, la fiesta propicia situaciones humanas muy próximas -cuando no identificadas- a la degradación de la persona.
Pienso que esta catarsis ha de realizarse en un entorno referencial y cultural propio y bastante más reducido. Es más participativa, más comprometida y a la larga más desinhibidora. Uno tiene la sensación de que en una masa tan informe y heterogénea, la idiosincrasia, las costumbres, los biorritmos de la ciudad, el propio ciudadano, desaparecen o quedan prácticamente desdibujados.
Hay tradiciones puntuales, como la procesión del patrono, el «Riau-Riau», el pobre de mí, que parecen personalizar la fiesta y sus raíces. Pero en la globalidad de la fiesta resultan irrelevantes. No le imprimen un carácter.
La fiesta en su globalidad es un casco urbano y aledaños intransitables, ambiente sudoroso e irrespirable, mugre y suelos pegajosos, imposibilidad de encontrar un rincón para relajarte, atracos en bares y restaurantes, etc.
Tal vez uno pueda pasar por un bicho raro, pero los sanfermines de la vieja Iruña personalmente me avergüenzan. No es algo que podamos exhibir con orgullo en una muestra cultural de los pueblos, siendo las manifestaciones festivas un elemento tan destacado en dicha cultura. «El panen et circenses» era síntoma de una sociedad romana en descomposición. ¿Podríamos aplicar el mismo criterio a estas macrofiestas?
Y ya hemos erigido el monumento al encierro. Los de Bayona tendrán que elevárselo a Paquito el Chocolatero y los de Buñol al zafarrancho tomatino. Ya se sabe; los monumentos están para honrar a los grandes personajes o conmemorar las efemérides de los pueblos.
Nuestros visitantes, cuando nos abandonan y dejan nuestra Iruña postsanferminera, tan gris, tan triste y enmudecida, ¿se llevan un trocito de nuestra cultura e idiosincrasia? Pues uno se echa a temblar. Sería tanto como definir a los habitantes de Río por el despelote carnavalero o a los de Munich por el desmadre cervecero.
Tal vez uno pueda pasar por ser un bicho raro. Pero la vieja Iruña en San Fermines me avergüenza. ¡Qué le vamos hacer!