Hace unos meses Nicolas Sarkozy y su Ministro de Inmigración e Identidad Nacional, Eric Besson, lanzaban un «gran debate nacional sobre la identidad francesa». La pregunta central del debate era: ¿Para usted, en qué consiste ser francés? Y digamos de entrada que para el filósofo francés Alain Badiou, desde luego, en nada parecido al «petainismo transcendental» que el Significado de Sarkozy (2005) representa, y que se basa, fundamentalmente, en el manido miedo escénico a la globalización y sus efectos.
La mayor ironía en todo este nuevo estilo de hacer «política participativa» (consultemos a la nación francesa para ver qué piensa sobre su identidad) responde a la necesidad de ocultar la inseguridad de una nación (y sobre todo su elite política e intelectual) encerrada en sí misma bajo distintos pretextos culturales y sociales supuestamente legítimos: desde la defensa del francés contra la uniformización americana a la exaltación de los valores laico-republicanos de la ciudadanía universal contra la amenaza del fundamentalismo islámico, etc. La inseguridad, en suma, de «una gran nación» europea, como diría Slavoj ÎiÏek, a consecuencia y reacción de la cual, claramente, un «sesgo nacionalista es también visible».
Según ÎiÏek, oímos a menudo la queja de que la globalización amenaza la soberanía de los estados-naciones, y sin embargo, deberíamos matizar la afirmación: ¿Cuáles son las naciones-estado más expuestas a esta amenaza? Pues bien, no se trata tanto de las pequeñas naciones, sino más bien de aquellas ex potencias mundiales, países como el Reino Unido, Alemania y Francia, que ocupan ahora posiciones de segunda división en el concierto internacional. Lo que temen es que una vez sumergidos en el nuevo imperio global emergente (articulado alrededor de China, Estados Unidos y/o India), se vean reducidos al mismo nivel de países como Austria, Bélgica, o incluso Luxemburgo. Por lo tanto, la nivelación de peso entre los países grandes y pequeños debería considerarse como un efecto beneficioso de la globalización. Para ÎiÏek, tras la burla y el desprecio con la que se trató, y aún se trata, a las naciones poscomunistas de
Y en segunda B, ¿no es tal vez ese mismo bucle melancólico el que nos informa de la verdadera herida patriótica del narcisismo gran-español? Ese narcisismo defensivo de las «grandes» potencias imperiales del pasado amenazadas en el presente por peligrosos fantasmas sobre-imaginados (terrorismo, fundamentalismo, emigración ilegal…) puede ayudar a explicar los nuevos impulsos de reafirmación «cívica», «constitucional» y «patriótica» de la identidad nacional.
La objeción principal a estas nuevas formas de neonacionalismo oficial es bien simple: sabemos que bajo tanta declaración explícita maravillosamente iluminada (a favor de la universalidad de los derechos humanos, de los valores cívicos de la libertad, la igualdad y la democracia legalmente constituida, etc.) se esconden ciertas presuposiciones implícitas dependientes aún de ese pasado glorioso (nuestro pasado es garantía de estabilidad… ). En el mundo globalizado actual es precisamente así como funciona el racismo «invertido», es decir: relegando al otro a ocupar la posición de lo «étnico» y por ende de «lo bárbaro» y «lo violento», negándole así la posibilidad de acceder a los valores universales de la libertad y la igualdad en sus propios modos particulares de sostener los principios democráticos en una sociedad tan abierta, moderna y virtuosa como cualquier otra sin la mediación necesaria de una identidad «superior» como condición sine qua non para disfrutar de un sentido de la ciudadanía en cierto modo más cosmopolita o universalista.
Por lo tanto, el problema es que, a estas alturas de la historia, como también sabemos que