EL libro Gerónimo. Historia de su vida, recoge las memorias orales, luego escritas por sus traductores, del célebre indio norteamericano. Organizadas por S.M. Barrett, y editadas finalmente por el antropólogo F. W. Turner, tienen versión en castellano, debida a la excelente pluma, traducción y reflexiones añadidas del filósofo Manuel Sacristán (Grijalbo, Barcelona, 1975).
Lo primero que se descubre es que Gerónimo fue un exitoso apodo puesto por los mexicanos, pues este jefe apache chiricahua se llamaba en realidad Gojleyeh. Guerreó contra mexicanos y norteamericanos, convirtiéndose en un temible dirigente político y militar que les infligió serias derrotas. Más allá de las leyendas sobre el buen salvaje, se puede decir que la crueldad estaba a la orden del día y era practicada por todos. Es más, la costumbre de arrancar las cabelleras tiene un indudable origen mexicano, ya que los mexicanos premiaban con diferentes cantidades dinerarias, según su importancia, las pelambreras de hombres, mujeres y niños apaches. Los indios no tardaron en copiar estos bárbaros hábitos, y las masacres fueron realizadas por los estadounidenses, mexicanos y también por los indios, quienes no les fueron a la zaga en esas prácticas.
Otra cosa es que la razón política y jurídica asistiera -como así ha sido- a los indios. No es exagerado hablar de genocidio para describir lo actuado contra los primeros dueños de aquel suelo. Los apaches se movían, en una mezcla de actividad nómada y sedentarismo, en sus tierras de siempre entre Arizona, Nuevo México y México. Gerónimo utiliza a veces en sus memorias, con todo conocimiento, la expresión «el derecho de mi pueblo», porque sabe perfectamente que lo tiene.
Los apaches, por su agresividad y acometividad militar (la palabra apache quiere decir enemigo) no tenían la sutileza, refinamiento ni el culto a las formas de los sioux o los mohicanos. Pero eran gente de palabra e indómitos, y lo que más penó a Gerónimo -le remordía la conciencia- fue el haberse rendido, en lugar de retirarse a las montañas, al general norteamericano Miles al final -¡en 1886!- de su largo itinerario de curtido guerrero. Gerónimo nació en 1829 y murió anciano de 80 años en una reserva, pero en 1909, ya en el siglo XX, todavía tenía el estatuto jurídico de prisionero de guerra de los Estados Unidos de América, tras haberle conmutado la pena de morir en la horca a la que fue en su día condenado.
Gerónimo, un hombre inteligente que hablaba también español (lo aprendió primero) y luego inglés, pasó a convertirse en el símbolo de la rebeldía y dignidad de la nación india norteamericana. Así, no es de extrañar que los indios de Norteamérica hayan puesto el grito en el cielo porque el poder estadounidense ha titulado Gerónimo la operación militar que ha acabado con la vida de Bin Laden.
Cuando, como lo ha descrito Alberto Piris en República de las ideas (6.5.11), lo hecho con Bin Laden no es sino «un asesinato repudiable» o terrorismo de Estado si se prefiere. Desde el respeto a los Derechos Humanos que toda persona posee, aunque fuere más criminal que Jack el destripador, lo que se debería haber hecho es detenerlo y llevarlo ante los tribunales de justicia. Según se realizó en Nüremberg con asesinos nazis no mejores que Bin Laden; como, hasta Israel y desde la ilegalidad, hizo con el nazi Adolf Eichmann, que fue secuestrado en Argentina pero juzgado en territorio israelita.
Lluís Bassets ha titulado esta actuación de los EEUU como una ilegalidad irremediable (El País, 8.5.11). Porque, en su opinión, no se podía detener a Bin Laden y ponerlo a disposición de un tribunal. Los costes -y Bassets habla exactamente ese deleznable lenguaje- hubieran sido superiores a los beneficios que Obama ha experimentado. Además, para Bassets la obligación de Obama de proteger la seguridad de la ciudadanía norteamericana es un valor superior al de la legalidad internacional.
O sea, que donde esté la fuerza que se quite el Derecho, en nombre de la operatividad, la eficacia, los beneficios superiores a los costes y la sacrosanta seguridad de la ciudadanía norteamericana por encima de toda justicia internacional. Con esas ideas no es extraño que en el programa de los EEUU no figure el someterse a la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional de La Haya, cuyos estatutos este país estadounidense jamás ha querido suscribir.
Pero no se pueden defender los Derechos Humanos y, al mismo tiempo, postular la doctrina inmoral del fin que justifica los medios. No, no vale cualquier método e indigna la descarada legitimación de la tortura, aunque esto merece otra reflexión aparte y especial, que desde los EEUU nos ha llegado estos días hasta aquí sin un rechazo internacional firme y unánime de esas prácticas. Las felicitaciones españolas a Obama le sublevan a cualquiera, y la alusión de Zapatero al «destino» (algo así como que Bin Laden se lo había buscado), sonroja a toda persona que posea dos dedos éticos de frente o no se crea que los dioses (que eso es el fatum, el destino de griegos y romanos) han planificado el fin vital de los seres humanos.
Y una pregunta provocadora desde estas tierras tan vascas como navarras: ¿con qué presupuestos morales criticamos entonces los crímenes terroristas si se admiten esas violaciones a lo grande, como las de Guantánamo, de los Derechos Humanos? ¿Y si se legitiman las ejecuciones extrajudiciales? ¿Y si admitimos que el poder presidencial de los EEUU no se somete a ninguna jurisdicción internacional?
Personalmente, nunca me he sentido más cerca que hoy de los indios norteamericanos y su firme protesta por la bajeza de su Gobierno al utilizar el digno nombre de Gerónimo.