Gernika el día después 27 de abril de 1937

“Esa noche me senté fuera y podía ver toda la villa de Gernika y los fuegos que cada vez eran más grandes. Mi padre estaba sentado en la campa que había sobre la casa, observando el fuego. Me senté a su lado. Vimos las llamas crecer constantemente, ascendiendo hacia el cielo. Pero mi padre no dijo nada hasta que la luna empezó a salir por detrás de los montes. Hoy la luna será roja, dijo. Miré a la luna y después me detuve de nuevo observando los fuegos. Estuvimos sentados allí durante mucho tiempo y éste es uno de los últimos recuerdos que tengo de él. Murió dos meses después. Los fuegos todavía ardían cuando nos acostamos. Y la luna estaba roja».

Así recordaba Pedro Gezuraga aquella noche.

La mañana del 27 de abril, mientras desayunaban en el Hotel Carlton, los reporteros internacionales que habían estado en Gernika escuchaban Radio Sevilla. Para su sorpresa, desde Burgos y también desde Roma y Berlín se negó que Gernika había sido bombardeada. Y, recordaba Noel Monks, «luego cayó la última gota, ésta para mí. Estábamos sentados alrededor de una radio en la sede de la presidencia escuchando al general Queipo de Llano haciendo una de sus viles referencias a las mujeres de Madrid, diciéndoles, en detalle, lo que podían esperar de los moros. De pronto pasó a Gernika. «Ese señor Monks», dijo con voz ronca, «no creo lo que ha escrito de Gernika. Todo el tiempo que estuvo con nuestras fuerzas estaba borracho».

Los reporteros no le dieron importancia, pero a los pocos minutos Monks recibió una llamada de Londres. Era el director del Daily Express, Lord Beaverbrook: «Queipo de Llano dice que los rojos dinamitaron Gernika en su retirada. Por favor, verificar lo más pronto posible. Por favor, ¡verificar! Aquello sentó como una bomba: Nos trataron de desacreditar como mentirosos», escribió Monks.

Y los tres reporteros, George Steer, Mathieu Corman y Noel Monks volvieron a Gernika al amanecer. La villa estaba gris y nublada y los focos de fuego humeante aún ardían. Tardarían tres días en ser sofocados. Monks había sido reportero en la Guerra de Abisinia, pero lo que vio aquella mañana sombría le impactó para el resto de su vida. Cadáveres mutilados y desgarrados, algunos quemados, otros acribillados por las balas, Gernika estaba impregnada de un terrible olor a carne calcinada. «Un espectáculo que me acosó durante semanas –escribiría posteriormente– fue el de los cuerpos carbonizados de cincuenta mujeres y niños amontonados en lo que había sido el sótano de una casa».

Tal como señaló el gudari Juan Sistiaga, aquella mañana, lo más duro para la gente era no saber si sus familiares estaban vivos o muertos, y vagaban en silencio, buscándolos entre las ruinas de lo que habían sido sus hogares, mientras trataban de digerir la angustia y el temor de encontrarlos muertos. Muchos nunca los encontrarían, ni tan siquiera sus cuerpos. Algunos, como Federico Iraeta, no pudieron dormir. «Busqué entre los cadáveres que estaban fuera de la villa y que todavía no habían sido retirados. Había muchos. Algunos estaban tumbados boca arriba, con los ojos abiertos; les di la vuelta para que no se vieran tan horribles. Ni mi esposa ni mi hijo estaban entre ellos. Entonces empecé a mirar por todos los refugios donde aún se oía a la gente y se sabía que seguían vivos. Fui al refugio de Andra Mari y comencé a buscar entre los escombros. Entonces vi algo que se movía. Eran unas piernas humanas. Parecían las piernas de una niña. El resto del cuerpo había quedado atrapado bajo enormes montones de piedra y ladrillo. Era imposible hacer nada. Cuando me di cuenta de todo esto, me di la vuelta y eché a correr. No podía seguir la búsqueda. No podía soportarlo más». Cuando Carmen Zabaljauregi pasaba por delante de lo que había sido el restaurante Iruña, se detuvo. En medio del silencio que reinaba en Gernika, «pudimos oír unos gemidos que procedían de un edificio en ruinas. Todavía había gente viva allí. Aquello era horrible, peor aún que el propio bombardeo». Francisca Arriaga también recordaba que «oía los gritos que provenían de los refugios. Todavía había algunas personas con vida, bajo los escombros. Había montañas de material sobre ellos. Habría sido imposible sacarlos. Preferiría morir que vivir ese horror una vez más».

Los gudaris, tratando de rescatar a las personas que habían sido enterradas con vida y recuperando los cuerpos o los fragmentos de cuerpos de las que habían muerto, estaban rodeados de los familiares de estas personas que los apremiaban, gimiendo, llorando, rogando. Habiendo trabajado toda la noche, tenían los nervios destrozados y a algunos se les habían desgarrado las uñas o quemado las palmas de las manos; y Monks los vio llorar de impotencia. Uno de ellos era Sabin Apraiz. «Fui al refugio de la calle Andra Mari que se encontraba totalmente cubierto por los escombros. El fuego ardía muy cerca, pero la gente se esforzaba desesperadamente por sacar a los que estaban atrapados. Me uní a los que trabajaban, pero era desesperante. Oíamos a la gente bajo los escombros, los cuales nos llamaban y gemían, y trabajábamos todo lo que podíamos. Pero había demasiados restos sobre ellos y el fuego se aproximaba. Al final tuvimos que abandonarlos». Murieron cocidos bajo las ruinas, en una total oscuridad. Habían transcurrido más de doce horas desde que el último avión abandonó Gernika.

Peor que el infierno de Dante

Frente al humeante hospital del Asilo Calzada se habían alineado los cuerpos de 42 gudaris y diez enfermeras. «No tuvieron oportunidad alguna», escribió Monks. Andresa Idoiaga buscaba a su hermano. Fue al hospital pero no estaba allí. Buscó «entre los cadáveres esparcidos por toda la villa», pero muchos de ellos habían sido recogidos y trasladados al cementerio. Andresa Zumeta vio las «filas de cuerpos alineados allí. Algunos eran fáciles de identificar, pero otros no. Recuerdo a una mujer alta de Arra-tzu a quien había conocido muy bien. Al principio pensé que llevaba guantes. Pero el color púrpura se debía a que había muerto por asfixia». Más tarde esa mañana alguien le dijo a la suegra de Idoiaga que habían visto a su yerno entre los muertos. «Entonces, ella sola, fue a su casa, tomó un carro y fue al cementerio. Lo trajo a nuestro pequeño pueblo y lo enterramos allí».

Por efecto de las explosiones, gran parte de la metralla, cascotes y restos humanos habían sido expulsados con fuerza hacia arriba, por lo que partes de estos cuerpos colgaban de los árboles u otras zonas altas de las estrechas calles del centro urbano y de las ramas de los árboles; otros fragmentos se habían adherido a las paredes o simplemente yacían esparcidos por el suelo. El padre Pedro Mentxaka recordaba que «las tejas, los restos de vigas humeantes mezclados con miembros de cuerpos destrozados (2.000 personas) formaban un cuadro que superaba el infierno de Dante». Se ordenó recoger los restos humanos, con cestos, y quemarlos en la plaza de San Juan Ibarra, que ofrecía un aspecto macabro.

Los caminos estuvieron durante todo el día ocupados por largas colas de refugiados que llevaban consigo las pocas pertenencias que habían podido salvar de las llamas. Iban en dirección a Bilbao, algunos de ellos con la esperanza de reencontrarse allí con sus seres queridos. Muchos de ellos serían ametrallados por los aviones de caza durante el camino. Felisa Urgane era una de estas personas. Tenía cuatro hijas. Cuando abandonaba Gernika con tres de sus hijas se oyeron algunos disparos «y un gudari se ofreció a ayudarme llevando a mi hija menor al otro lado de la calle. Mientras cruzaban, fueron ametrallados y ella recibió un balazo en la pierna. Sangraba profusamente. La tomé en mis brazos y traté de consolarla hasta que trajeron una camilla. Se la llevaron y procuré seguirlos, pero las calles estaban llenas de obstáculos. No podía mantener el ritmo y en la confusión perdí a una de las chicas. Estaba fuera de mí. Quería seguir con mi hija herida, pero también quería encontrar a la que se había perdido. La busqué desesperadamente pero no pude dar con ella. Al fin tomé el camino de Lumo, tratando de encontrar a la que había sido herida. Vi la camilla y corrí hacia los gudaris pero ellos cubrieron el rostro de mi hija. No me dejaron verla. Así tomé el camino de Bilbao con la única hija que aún estaba conmigo. Me sentía totalmente confusa. Dos meses más tarde la encontramos. Mi otra hija había muerto, identificamos su foto en una oficina en Bilbao».

Al mediodía, Monks volvió a Bilbao y escribió su artículo. Conocía Gernika. Había estado allí un día antes del bombardeo comiendo con unos amigos. Uno de ellos estaba preocupado porque alguien le había dicho que el Papa excomulgaría a los vascos que no se habían posicionado con Franco. Pero –escribió Monks– su ansiedad había cesado «cuando lo vi al día siguiente. Estaba tendido a pocos metros de lo que había sido su casa, como una masa irreconocible, enmarañada, de carne humana. Una mano se aferraba a lo que parecía ser un montón de harapos. Su esposa había estado dentro de esos trapos cuando las bombas comenzaron a caer. Y pedazos de ella estaban esparcidos sobre los adoquines».

Tal como informó Monks para Paris Soir y el Daily Express, «acabo de volver de Gernika. Puedo jurar que los aviadores alemanes al servicio de Franco bombardearon Gernika. Vi cuerpos en los campos, alcanzados por balas de ametralladoras. Vi 600 cadáveres. Enfermeras, niños, labriegos, ancianas, niñas, ancianos, bebés. Todos muertos, destrozados y mutilados». Y exigió a Lord Beaverbrook que su artículo fuera publicado con una reproducción del telegrama en el cual figuraba la negación de Franco y que se reprodujera su firma autógrafa, de puño y letra, para que el mundo supiera que decía la verdad porque, simplemente, había descrito lo que había visto.

Pero, a pesar de todo, hay quien sigue repitiendo hoy la misma vieja mentira de entonces, que en Gernika murieron menos de 1.654 personas. Y cada vez que lo hacen, Queipo de Llano se ríe desde su tumba.

Deia