Los movimientos populares no exigen únicamente algunos retoques del sistema, sino una verdadera reestructuración de la estructura autoritaria existente en unión de unas orientaciones más pluralistas y socialmente justas. Indudablemente, aquí hay ganadores y perdedores.
Los ganadores son los pueblos de Oriente Medio políticamente oprimidos a lo largo de décadas. Millones de árabes y musulmanes privados de voz han recuperado su voz.
La actual intifada o revolución no concierne sólo a las cuestiones relativas al sustento o el trabajo; se hallan en juego la libertad y las libertades individuales. Por primera vez en los últimos cuarenta años, el pueblo de Medio Oriente intenta escribir su propia historia y decidir su futuro.
Los mayores perdedores son en este caso los gobernantes autocráticos de Oriente Medio, que han desangrado a sus respectivas sociedades, que han aplastado a la disidencia a sangre y fuego y que han hecho caso omiso de las esperanzas y aspiraciones de sus ciudadanos.
La ironía estriba en que las cabezas visibles de las distintas repúblicas son las que muestran mayor propensión a la vulnerabilidad, de Ben Ali de Túnez a Hosni Mubarak de Egipto, al coronel Muamar el Gadafi de Libia, a Ali Abdulah Saleh de Yemen y a Abdelaziz Buteflika de Argelia. La mayoría de ellos, previsiblemente, no sobrevivirá a esta tormenta de gran alcance.
Las monarquías –como Bahréin, Omán y Arabia Saudí, Jordania y Marruecos– han sido también sacudidas por el descontento y el malestar social, pero parecen menos vulnerables que las repúblicas, aunque la poderosa marea aún podría tumbarlas.
En el plano regional, Israel es el mayor perdedor. Ha puesto todos los huevos en la cesta de los dictadores y autócratas árabes, como el depuesto egipcio Hosni Mubarak. Israel luchó con uñas y dientes para apoyar a Mubarak, que desempeñó un papel clave a la hora de redoblar el cerco de Gaza y tensar la cuerda alrededor del cuello de Hamas. De forma reiterada, la clase política israelí ha demostrado ser su propio peor enemigo. Israel perdió Irán hace cuarenta años al poner todos los huevos en la cesta del sha. Acaba de perder a Turquía al matar a nueve activistas que iban a bordo de una embarcación turca con destino a Gaza.
Y, ahora, Israel probablemente perderá Egipto, vecino cuyo crucial y esencial acuerdo de paz con Israel en Camp David a finales de 1970 consolidó la superioridad de Israel en la región y segó la hierba de vías oficiales árabes.
Independientemente de los gobiernos que surjan de los escombros del autoritarismo político en el mundo árabe, mostrarán una política exterior firme y enérgica que desafiará la hegemonía de Israel y su renovada colonización de tierras palestinas.
Entre tanto, el liderazgo palestino del presidente Mahmud Abas ha perdido toda autoridad y credibilidad a ojos de los mismos palestinos. Los documentos de negociación filtrados, obtenidos por Al Yazira –en que se ofrecen amplias concesiones a la parte israelí– fueron el último clavo en el ataúd de la Autoridad Palestina.
Los movimientos basados en la resistencia, como Hamas y Hizbulah, han cobrado mayor popularidad a expensas de la Autoridad Palestina de Abas y emergerán como principales ganadores resultantes de este torbellino social a menos que Israel adopte medidas concretas para firmar un acuerdo de paz y se retire de los territorios árabes ocupados.
De esta manera, Israel se ha convertido en una fortaleza militar. El recurso más eficaz al alcance de Israel para zafarse del dilema que le atenaza en materia de seguridad consiste en la aceptación de un acuerdo de paz según las orientaciones de la comunidad internacional, incluido Estados Unidos, su aliado desde hace mucho tiempo: una solución basada en la existencia de dos estados –un Estado judío seguro y un Estado palestino seguro conviviendo en paz–.
En cuanto a Estados Unidos, la pérdida de los dictadores prooccidentales representa un importante contratiempo para la política tradicional y clásica de Washington en la región. Durante los últimos sesenta años, Estados Unidos ha sacrificado todo el Estado de derecho y los derechos humanos en el altar de la estabilidad y la seguridad, definidas, por cierto, según estrechas miras. Washington ha sido tardo en aprovechar la oportunidad, pero el presidente Barack Obama de momento ha advertido a sus asesores que los cambios radicales de Oriente Medio son auténticos y verdaderos, y les ha apremiado a suscribir una transición ordenada hacia sistemas políticos más abiertos.
Estados Unidos desempeñó un papel clave al presionar al ejército egipcio en el sentido de un abandono del poder por parte de Mubarak. También Washington convenció a la familia real suní de Bahréin de que negociara con la oposición. En Libia, después de un lento inicio, Estados Unidos ha tomado la iniciativa de presionar a Gadafi, apoyando los deseos y aspiraciones de la mayoría de los libios.
Sin embargo, no está claro todavía si Estados Unidos presionará al estamento militar, en especial el egipcio, para que renuncie al poder a favor de una autoridad civil. Si Estados Unidos aprende las grandes lecciones de la crisis en la región, puede reconstruir los puentes rotos de la confianza con las sociedades de Oriente Medio.
Estados Unidos no debe estar únicamente en el lado correcto de la historia. Estados Unidos también debe cobrar conciencia de que los dictadores de Oriente Medio no sólo han llevado a la ruina a sus sociedades, sino que han alimentado allí los sentimientos antiamericanos y antioccidentales.
Existe un relativo consenso en la región en el sentido de que Estados Unidos es un aliado en la opresión sobre ellos a causa de su apoyo a los torturadores que les gobiernan.
Las repercusiones de la revolución social también se hacen sentir en Irán, donde hay un enorme vacío de autoridad política legítima. Irán es un país dividido, sobre todo desde las controvertidas elecciones presidenciales del pasado junio, que volvieron a situar al presidente Mahmud Ahmadineyad en el poder.
Después de la expulsión del poder de Hosni Mubarak en Egipto, decenas de miles de iraníes salieron a las calles de Teherán tratando de desafiar a la autoridad de Ahmadineyad. También resulta probable que el renacimiento de Egipto debilite el papel de Irán en el mundo árabe. Una de las razones principales por las que Irán ha podido influir en las sociedades árabes de base suní consiste en que Egipto ha renunciado a su papel tradicional.
En el caso de que Egipto vuelva a integrarse en el mundo árabe, y cuando ello pueda producirse, Irán no podrá fácilmente ocupar su lugar en la región. Es más, las revoluciones sociales en el mundo árabe ahondarán probablemente la crisis de legitimidad y la autoridad de Ahmadineyad. De todas formas, conviene ser conscientes de que la tormenta aún no ha llegado a su fin en el campo de batalla. Es probable que la transición a la democracia sea incierta y vacilante, desordenada y prolongada. La puesta en práctica de la transformación y consolidación democráticas representará años, si no décadas.
En cualquier caso, una cosa está clara: una ruptura ha tenido lugar en la región. Ni Oriente Medio ni sus relaciones internacionales serán los mismos.
* Fawaz A. Gerges. Dr. del Centro de Oriente Medio