Las democracias presididas por fuertes componentes de pluralismo necesitan ser analizadas desde premisas más sofisticadas que las democracias más uniformes. En este terreno, la filosofía resulta una de las disciplinas más útiles.
En los análisis sobre las democracias y el constitucionalismo es habitual encontrarse con enfoques kantianos. Se parte de las nociones de dignidad y de individualismo moral (sólo los individuos, no los grupos, son sujetos de derechos y de reivindicaciones morales). Sin embargo, en contextos plurinacionales estos enfoques, a pesar de que destacan aspectos irrenunciables, marginan componentes decisivos del pluralismo. Aquí el planteamiento kantiano se vuelve cojo. Necesita complementarse con elementos inspirados en una crítica hegeliana a Kant que, en este punto, sigue vigente. Tres nociones clave de esta crítica son la historia, la libertad y el reconocimiento.
Los enfoques kantianos son básicamente ahistóricos. Invitan a pensar la política y las constituciones como si el mundo se creara en aquel momento y los principios fueran de aplicación universal. Pero el mundo tiene una larga historia y una notable variedad de realidades empíricas.
Hegel plantea la historia como el progreso de la conciencia de la libertad. Desde los tiempos antiguos (Egipto, Persia, Grecia, Roma) hasta el liberalismo, pasando por la Reforma protestante, “el destino de la naturaleza del hombre es volverse libre”.
Un momento decisivo de este proceso es la Revolución Francesa. Hegel, que la caracteriza como un “fracaso glorioso”, se pregunta cómo es que este momento emancipador produjo el terror. ¿Qué falló? Su respuesta es que los líderes de la revolución pusieron en práctica unos principios morales abstractos que no tuvieron en cuenta ni las disposiciones prácticas de los individuos ni el contexto específico donde se aplicaban.
Tal como vio Kant, los principios políticos de las constituciones hace falta que sean racionales. Pero tal como vio Hegel, tienen que estar incardinados en el mundo de los individuos reales. La racionalidad hay que buscarla en el mundo existente. La historia y el contexto importan. Las racionalidades abstractas aplicadas a realidades empíricas acostumbran a fracasar (y a producir monstruos). De hecho, autores kantianos contemporáneos como Rawls o Habermas tampoco salen airosos cuando tratan de dar una definición neutral de la “razón pública”.
La libertad y la democracia siempre se están construyendo. Casi todos nacemos y nos socializamos en contextos caracterizados por una historia, lenguas, costumbres, mitos, culturas y narraciones concretas. Somos libres políticamente cuando podemos escoger en el marco de constituciones congruentes con la diversidad nacional y cultural de nuestro contexto. Y sólo entonces se puede reclamar legítimamente una “lealtad constitucional”.
Los intereses, valores e identidades de los ciudadanos están lejos de ser armónicos. La moralidad de base individual resulta necesaria, pero los derechos cívicos, políticos y sociales se muestran insuficientes en contextos plurinacionales. Hay que incorporar una protección efectiva de los derechos nacionales de las minorías, junto con un amplio autogobierno que permita el reconocimiento y acomodación efectiva del pluralismo. Es decir, hay que introducir dimensiones éticas colectivas que eviten la dominación de determinados grupos nacionales sobre otros grupos. Evitar, también en este ámbito, la “tiranía de la mayoría”.
La legitimidad de la Constitución española está lejos de ser un marco compartido. Creo que un consenso moral de los valores de dignidad, libertad, igualdad y pluralismo resulta imposible en un contexto presidido por unos componentes liberales y democráticos tan pobres como los que muestra la historia española contemporánea. El consenso tiene que ser pragmático. Y para llegar resulta imprescindible partir de que hay un disenso de fondo en la interpretación y jerarquización de aquellos valores, así como en lo que significa un acuerdo racional en este contexto. Nunca se llegará a acuerdos estables si se pretenden establecer desde la dominación de un grupo nacional sobre los otros.
En síntesis, la historia señala que hay que incorporar las dimensiones colectivas de la individualidad para un tratamiento justo y eficiente de la libertad y el reconocimiento en una democracia plurinacional del siglo XXI. En el caso español, ¿qué caminos hay para una solución efectiva? Como mínimo dos: 1) un referéndum pactado a la británica, o 2) una negociación bilateral entre el Gobierno central y el Govern de la Generalitat.
Soy totalmente escéptico, en cambio, sobre una reforma constitucional multilateral: creo que está abocada al fracaso dado el calado de los cambios que se tendrían que hacer. Por esta vía nunca se solucionará el tema de fondo ni se saldrá de la situación de inestabilidad y desconfianza, y el resultado todavía podría ser peor que ahora. En el caso de Catalunya, la vía estatutaria está muerta. Haría falta, en todo caso, un “ Estatut especial”.
La política comparada ayuda. Si no se practica ninguna de estas soluciones, es el propio sistema constitucional el que incentiva la vía unilateral hacia la independencia por parte de buena parte de los partidos y ciudadanos de las naciones minoritarias del Estado.
LA VANGUARDIA