Alejandro Nadal
Subsidios, el principal combustible nuclear
Para esconder su desvergüenza, los voceros de la industria nuclear ahora afirman que todas las fuentes de energía tienen sus propios riesgos”. Señalar los defectos ajenos para esconder las fallas propias es un viejo recurso retórico. Se emplea cuando uno está arrinconado y es especialmente útil cuando se han agotado los argumentos. Pero es particularmente estúpido cuando las faltas propias son señaladamente ofensivas y están a la vista de todos.
Las noticias desde Fukushima siguen siendo alarmantes. Ayer se descubrió la presencia de plutonio en las instalaciones dañadas, lo que indica que el reactor 3 (el único en Fukushima que utiliza una mezcla de uranio y plutonio) probablemente ha sufrido daños importantes. Eso no sorprende si se toma en cuenta la violencia de la explosión de hidrógeno el 14 de marzo en ese reactor.
Aún así, los voceros de la industria nuclear siguen insistiendo en que esta tecnología es segura, eficiente y competitiva desde el punto de vista económico. Lo cierto es que se trata de la tecnología más peligrosa que ha inventado el ser humano. Y si hoy existen 442 reactores en operación en el mundo, eso no se debe a su “aceptación”, sino a la imposición de estos artefactos sobre la población. En este proceso participaron las grandes corporaciones, gobiernos y el establishment militar. Un ingrediente importante en esta maniobra fue, desde luego, la falta de información. La opacidad se convirtió en costumbre y la mentira en rutina.
El engaño sobre la supuesta eficiencia económica de la industria nuclear es quizás tan perverso como el ocultamiento de información sobre los daños a la salud y la peligrosidad de esta tecnología. La realidad es que la industria nuclear mundial no podría funcionar si no fuera por los astronómicos subsidios que ha recibido a lo largo de su historia.
Los subsidios y ayudas económicas han impactado todas y cada una de las fases de cualquier proyecto nuclear, desde las garantías para obtener el financiamiento, la investigación científica y tecnológica para desarrollar los componentes medulares de esta tecnología, la construcción y arranque de las plantas, el enriquecimiento del combustible y desembocan en el manejo de los desechos. Por si eso no fuera suficiente, el subsidio más importante proviene de una régimen de responsabilidad civil y reparación de daños que básicamente consiste en limitar o eliminar dicha responsabilidad. El objetivo de estos subsidios fue quitarle o reducir la carga de riesgos a los inversionistas y trasladarla a los contribuyentes.
Todas las plantas nucleares en operación en el mundo (incluyendo por supuesto a Estados Unidos, Francia, Japón, Rusia y China) se construyeron y entraron en funcionamiento gracias a subsidios importantes. Claro, en países como Francia y China, donde la industria nuclear ha estado pegosteada con un proyecto militar, es casi imposible acceder a la información sobre subsidios. En México tampoco se han dado a conocer datos creíbles sobre el costo del proyecto de Laguna Verde.
En Estados Unidos, con 104 reactores en operación, el monto total de subsidios para la industria ha sido calculado en unos 150 mil millones de dólares. La intensidad del subsidio (equivalente al apoyo gubernamental por kilowatt hora producido) llega a exceder el valor comercial del producto en 30 por ciento (datos de la organización Global Subsidies Initiative). En su estudio sobre subsidios para la industria nuclear la Union of Concerned Scientists (www.ucsusa.org) calcula que esos apoyos equivalen o superan ciento ciento del valor de la producción. Vale la pena recordar que la UCS no es ni “pro”, ni “anti” nuclear.
Un ejemplo de subsidios opacos detrás de estas cifras es el subsidio a través de garantías para obtener financiamiento. En diciembre 2007 el Congreso autorizó apoyos hasta 38 mil millones de dólares para este renglón y el Departamento de Energía comenzó a canalizar fondos a mediados de 2008. Para tener una idea de las magnitudes involucradas, vale la pena recordar que en 1995 el Departamento del Tesoro comprometió unos 20 mil millones de dólares para el “rescate” de la economía mexicana (en realidad los rescatados fueron los acreedores estadunidenses que habían invertido en tesobonos mexicanos).
¿Por qué no entra el sector privado de lleno a financiar totalmente los costos asociados con esta industria? Porque los riesgos son tan importantes que simplemente no podrían ser asumidos por ningún plan financiero. En los mercados financieros los swaps de incumplimiento crediticio (CDS) sobre la industria nuclear probablemente estarían en el segmento superior de cargas financieras.
La conclusión es inmediata. La eficiencia económica de las plantas nucleares es inexistente. El corolario de esto es que el principal combustible en los cilindros de zircalloy en un reactor nuclear no es ni el uranio enriquecido, ni la peligrosa mezcla denominada MOX. No, el combustible más importante es el dinero que proviene de los contribuyentes.
M. Á. Bastenier
Godzilla en Fukushima
En 1954 se estrenaba en Japón Godzilla, la historia de un monstruo que emergía del océano con los más aviesos propósitos, despertado por las pruebas nucleares norteamericanas en un atolón del Pacífico llamado Bikini, que habían contaminado de radiactividad a los tripulantes de un pesquero japonés. El recuerdo de Hiroshima y Nagasaki solo databa de 1945, y Godzilla tuvo varias secuelas. Pero la independencia, recobrada en 1952 con la firma de un tratado con Washington, y la formidable recuperación económica del archipiélago, exigían algún tipo de réplica a la metafórica amenaza de la bestia, y así nació una serie de robots para cine y TV que salvaban a la humanidad del pavoroso mutante. Uno de esos artefactos, Mazinger Z, de aspecto aún menos tranquilizador que el propio Godzilla, llegó a los televisores españoles en los años sesenta. Mientras hoy, un día tras otro, la central nuclear de Fukushima revela nuevas catástrofes, ese pasado explica cómo la fusión del átomo formatea el gran trauma nacional japonés.
Durante más de medio siglo, el país ha estado gobernado por una coalición de hombres de negocios y altos funcionarios, bajo el nombre de Partido Liberal Democrático, cuya receta para el éxito parecía ser oscuridad e incesante relevo del liderazgo. El PLD llegó a un entendimiento tácito con Estados Unidos para alinear estrechamente su política con la de Washington; convertir el archipiélago en un gigantesco portaaviones norteamericano; y que las exportaciones niponas tuvieran libre acceso al mercado de la potencia protectora. El sistema era perfecto mientras China y la URSS fueran el enemigo. Para la guerra fría. La tragedia nuclear imponía, sin embargo, algunos afeites a la nueva Constitución japonesa. Tokio no podría tener Ejército, problema que se resolvería cambiando el nombre a Fuerzas de Autodefensa y prohibiendo las misiones militares en el exterior. Pero ello tampoco obstaba para que tuviera el quinto presupuesto militar del mundo. Y uno de los primeros ministros japoneses menos opacos, Eisaku Sato, completaba las renuncias consagrando en 1969 la Santísima Trinidad de la abstinencia nuclear: Japón nunca poseería, ni produciría, ni almacenaría o permitiría el tránsito de armas atómicas. Un acuerdo, entonces secreto, excluiría de esa desnuclearización a la mayor base norteamericana en la isla de Okinawa.
El fin de la guerra fría comenzó a minar la dominación del PLD, y el cambio parecía haber llegado en agosto de 2009, cuando el partido hegemónico era barrido por una coalición electoral encabezada por el Partido Democrático de Japón. Su líder, Yukio Hatoyama, había escrito en 1996 que el tratado «era una reliquia de la guerra fría», y asumía el poder con un programa de reequilibrio de las relaciones con Estados Unidos. Pero en enero de 2010 tenía que dimitir pillado entre sus promesas de que Washington evacuaría o trasladaría la base de Okinawa y la nula receptividad norteamericana. Así, Naoto Kan, el primer ministro más anónimo de la historia, era quien se enfrentaba torpemente al desastre, y esa opinión, hasta entonces parsimoniosa, disciplinada incluso al darse de bruces con el tsunami, empezaba a dejar de serlo cuando percibía que le habían ocultado la enormidad del accidente.
El ascenso de China junto a la sobreextensión de Estados Unidos en el mundo obligan hoy a Japón a pensarse de nuevo más allá del paraguas norteamericano. En el juego estratégico asiático hay cinco primeros actores. Tres grandes, Estados Unidos, China y el propio Japón, y dos de menor cuantía, Rusia e India. Y todos pretenden mantener las mejores relaciones con los restantes, superándose unos a otros en la carrera. Y en esa competición quien más vacila es Tokio. Si sus relaciones son buenas con Delhi, apenas un 1% de su comercio exterior obra en esa dirección, mientras que pasa del 20% con Pekín y del 15% con Washington. Sus intereses económicos comunes con China son cuantiosos, pero la agresión nipona al imperio del centro, que duró más de medio siglo hasta el fin de la II Guerra, lastra cualquier tentativa de asociación estrecha; contra Rusia mantiene la eterna reivindicación de las Kuriles; y de Estados Unidos le preocupa la atención prodigada a China, que contrasta con la insensibilidad sobre Okinawa.
En ese cuadro, el tsunami-temblor-fusión de Fukushima, además de pasar una factura de más de 100.000 millones de euros, debilita a Japón a la vez como aliado o rival. A 20 años de la guerra fría la catástrofe natural y el error humano complican extremadamente una redefinición del papel del Japón en el siglo XXI.
Reyes Mate
El accidente global
La tragedia que está viviendo Japón tiene dos dimensiones. Es, por un lado, una catástrofe de la naturaleza y, por otro, una amenaza del propio ser humano. El país ha sido barrido por un tsunami que se ha impuesto con la fuerza de un destino y vive pendiente de si los reactores de Fukushima serán capaces de contener las furias que se esconden tras la energía nuclear.
Es verdad que el peligro que emana de la central nuclear hubiera sido impensable sin el concurso del terremoto, pero nadie podrá dudar de que ese peligro estaba dado como posible en la construcción de la central nuclear. Su último responsable no es la naturaleza, sino el hombre.
La tragedia japonesa ocurre cuando una parte de Occidente había empezado a considerar la energía nuclear como la solución al encarecimiento del petróleo provocado por la inestabilidad política en los países árabes productores. Los reactores nucleares de Fukushima, en los que se lucha desesperadamente para evitar una catástrofe de proporciones descomunales, aparecen de repente como el destino de una civilización que necesita para sostenerse un caudal de energía prácticamente inagotable.
Si uno observa la reacción de políticos y expertos nucleares, lo que realmente les preocupa es la seguridad. Se preguntan si la energía nuclear es una buena alternativa a la dependencia de las energías fósiles. Por buena alternativa hay que entender que comporta menos riesgos y que puede proporcionar la que haga falta. Ahora bien, si el petróleo tiene los días contados y a la energía nuclear la acompaña como una sombra el riesgo de Fukushima, ¿no habría que preguntarse por el modelo de progreso en el que nos hemos embarcado? El problema no es solo si es viable, sino si vale la pena.
Siempre hemos sabido que toda ganancia comporta una pérdida: cuando se inventa el ascensor, se pierde la escalera. Teníamos asumido que cada invento conllevaba la posibilidad de un accidente: con el barco, el naufragio; con el tren, el descarrilamiento; con el coche, el choque; con la electricidad, la electrocución; con la relatividad, la contaminación radiactiva. Lo sabíamos y no nos angustiábamos porque siempre hemos aprendido de los fallos. Cuando la sociedad se inquietó por los accidentes ferroviarios, los ingenieros del ramo, reunidos en Bruselas en 1880, inventaron el bloqueo automático que los redujo sustancialmente; gracias al hundimiento del Titanic se desarrolló el sistema de aviso por radio, el SOS, y así sucesivamente. Dado que cada uno de esos fracasos del invento estaba localizado en el tiempo y el espacio, podíamos tratarlos de accidentes, de algo accidental que no podía cuestionar lo sustancial, que eran el coche, el navío, el tren o el avión. Ahora estamos viviendo el accidente global y eso significa que la distinción entre el accidente y la sustancia debe ser pensada de nuevo.
Chernóbil ya fue un aviso que cuestionaba la susodicha distinción, porque sus daños no se reducían a un lugar y tiempo determinados: la radiactividad podía llegar a los confines del mundo y estar activa durante decenas o centenares de años. Lo que realmente limitó el alcance de Chernóbil fue la guerra fría. Ocurrió en 1986, tres años antes de caer el muro de Berlín. Nos decíamos que aquello era cosa del otro lado del telón de acero.
Lo de Japón ahora es diferente. Son tiempos de globalización y Japón, omnipresente en el mundo, la representa modélicamente. Vivimos la crisis de Fukushima como si fuera nuestra porque estamos ante el primer accidente global. Lo que allí está en juego nos afecta porque nos amenaza a todos. No hay más que ver cómo han reaccionado los políticos. Angela Merkel, entusiasta de la energía nuclear, pide tiempo para pensárselo mejor. El PP, que afeaba a los socialistas sus titubeos sobre el particular, ha puesto sordina a sus baladronadas, intuyendo que nada será ya igual.
Japón no es solo un modelo del mundo globalizado, sino un enclave simbólico de la energía nuclear. Hiroshima y Nagasaki sufrieron sus consecuencias. Esa experiencia dio origen a los tres principios antinucleares que debían presidir el futuro del país: no poseer, no fabricar, no utilizar armas atómicas. Se lo debían a las víctimas. Pero, como recuerda el escritor Kenzaburo Oé, los japoneses no han sido fieles del todo a esa memoria al consentir un desarrollo económico basado en la energía nuclear. La misma energía que mató a 130.000 personas en Hiroshima amenaza ahora desde Fukushima. Para el premio Nobel, «plantearse la energía nuclear en función de la productividad industrial es la peor de las traiciones al recuerdo de las víctimas de Hiroshima».
La tragedia de Japón da al debate sobre la energía nuclear una inesperada dimensión moral. Tenemos que tomarnos todo el tiempo necesario para debatir sobre nuestro modelo de progreso, que solo puede sostenerse si hay energía ilimitada. Las energías, como el mundo, son limitadas. Algunas, como las reservas petrolíferas, lo son físicamente; otras, como la nuclear, lo son moralmente, y eso significa saber poner límites humanitarios a su utilización. Pero es ese progreso de las energías ilimitadas lo que merece ser pensado.
* Filósofo e investigador del CSIC.