Ayer el año terminaba con la sensación de un mundo enloquecido en el que la razón cotiza a la baja. Por “razón” no debe entenderse “verdad”, palabra que invita al escepticismo. El catalán confunde ambas cosas cuando te da la razón para conceder la justeza de una idea. Decimos «tienes razón» en el sentido de «la has clavado», «has dicho una verdad». Pero en sentido literal “tener razón” significa evidenciar la facultad de raciocinio, demostrar que hacemos un uso legítimo. Cuando hablo o escribo, procuro “tener razón”, esto es busco el equilibrio entre la Escila de la escritura automática y la Caribdis del dogmatismo formulario. Tener razón es una cuestión de método y el método, desde Descartes, sirve para buscar la certeza absoluta, el otro nombre de la verdad. Ahora, buscar la verdad implica confesar que no la hemos encontrado. Tener razón, pues, vale tanto como hablar. Es ensamblar ideas en una cadena de pensamiento respetuoso con los hechos y, por tanto, revisable. Que los catalanes a charlar llamemos ‘enraonar’ (‘hablar razonadamente’) denota una enorme confianza en la sensatez. Pero nunca deberíamos perder de vista que la sensatez no es nada sin la pasión. Ser sensato es tomar conciencia de dónde termina la razón y comienza la pasión.
La modernidad ha sido la época de la fe ilimitada en la capacidad de la razón para alcanzar la verdad. Ser moderno era combatir la superstición con la ciencia y no aceptar otra autoridad que la luz de la razón. Pero esta fe se tambaleó con la Primera Guerra Mundial y se resquebrajó irremediablemente con la segunda. Y así hemos llegado a un segundo milenio apocalíptico con la razón incapacitada para frenar la carrera hacia el suicidio colectivo en un planeta cada vez más inhabitable.
Las consecuencias de la actividad humana son palmarias en las calamidades llamadas naturales. Las proyecciones de los científicos se confirman incluso por adelantado. Sin embargo, los negacionistas no salen de su burbuja de objeción contraintuitiva. El último artículo del año pasado lo dediqué a las creencias de lujo; debería haber recalcado que algunas de estas creencias pueden ser letales. Por ejemplo, la idea de que las vacunas son perjudiciales. A pesar de que la mayoría de estudios demuestran que el verdadero riesgo es no vacunarse, los antivacunas hacen causa política de su preocupación. La proclividad a rechazar la información que contradice la opinión propia explica, entre otras miserias de la razón, la impermeabilidad de los partidarios de Donald Trump ante el cúmulo de pruebas del carácter farsante del ‘once and future king’. Al igual que explica el nombramiento en la secretaría de sanidad de R.F. Kennedy Jr., un maniático empeñado en prohibir la inmunización contra la poliomielitis y la fluoración del agua corriente. Convertir el capricho en políticas públicas puede tener siniestras consecuencias. Sin embargo, Trump toca campanas y al mismo tiempo quiere ir en la procesión. Pese a admitir que él y Melania hicieron vacunar a su hijo Barron, precisa que lo hicieron fuera del plazo recomendado por los pediatras. La postura recuerda a la de Bill Clinton cuando reconoció que había fumado marihuana pero sin inhalarla.
En realidad sabemos mucho menos de lo que pensamos. Una razón del exceso de confianza en nuestro conocimiento radica en que la especialización ha llegado al punto de que vivimos rodeados de procesos que no sabemos explicar. Hoy la acumulación de conocimientos es estupenda en todos los campos del saber y la proliferación de las comunicaciones nos permite absorber la opinión ambiental y sobrevalorar nuestra comprensión de los fenómenos. Esto no es necesariamente malo. Es un resultado de la participación en el intercambio de noticias y una ventaja de la socialización. Pero mientras que la tendencia a apoyarnos en el conocimiento ajeno es fundamental en la ciencia, se convierte en problemática en política. Sobre todo en política democrática, pues si la ignorancia privada es socialmente inconsecuente cuando se trata de viajar en avión, de navegar por la red o de vacunarse, puede tener efectos desastrosos cuando determina políticas públicas sin entender sus consecuencias.
En general, defendemos una opinión con mayor pasión cuanto menos entendemos su alcance. Y nada estorba tanto la comprensión de los problemas como que nos dé la razón quien está tocado por la misma pasión. Un error consensuado fogosamente no equivale a una verdad. En el libro ‘La ilusión del conocimiento’, Steven Sloman y Philip Fernbach, investigadores de ciencia cognitiva, llaman al fenómeno de creernos más sabios de lo que somos “ilusión de profundidad explicativa”. Esta hipervaloración es posible porque otros nos confirman en la ilusión. Al fin y al cabo, la sensación de profundidad no es más que el eco de la clac aprobatoria. Sloman y Fernbach avisan del peligro que puede suponer una comunidad de conocimiento si los ciegos se guían por otro ciego. En Estados Unidos estrenamos el año con este tipo de guía. Pero que nadie ignore la viga en el propio ojo, pues la credulidad validada por el grupo de opinión no es monopolio de ninguna sociedad. En Europa antes de terminar el año el atentado en el mercado de Navidad de Magdeburgo provocó todo tipo de reacciones, algunas atribuyendo el atentado al terrorismo islámico y otras a la islamofobia de una parte de los alemanes. Que el autor del atentado sea un individuo con problemas psíquicos, conocido por los departamentos de seis Länder debido a su agresividad en las redes sociales, que el día de los hechos fuese drogado, o que de la investigación se encargue el fiscal general de Sajonia-Anhalt y no el fiscal general del gobierno federal, a quien competen los casos de terrorismo, nada de eso ha impedido que a ambos lados del espectro de opinión se haya aprovechado el ataque para corroborar el sesgo de cada uno. De la misma forma que en Magdeburgo al día siguiente del atentado coincidieron dos manifestaciones antagónicas, en las redes se han enfrentado juicios opuestos de una acción que pertenece menos al ámbito político que a la psiquiatría, sea dicho sin ironizar por la profesión del atacante.
En un primer momento sospechar un ataque terrorista no estaba falto de razón. Hacía pensar en ello la nacionalidad del autor y el método, calcado del ataque en el mercado de la Breitscheidplatz de Berlín ocho años atrás, reivindicado por el Estado Islámico. Precisamente el día anterior se había celebrado el octavo memorial de aquel atentado en la Gedächtniskirche con presencia del alcalde de Berlín, Kai Wegner, y otras autoridades. El ataque en Magdeburgo tenía el aspecto de respuesta a aquella celebración. Aparte de que los atentados islamistas no son ninguna novedad en Europa, y que uno similar en la Rambla de Barcelona había causado bastantes más víctimas en agosto de 2017, es una frivolidad tachar de racista la tendencia humana a imaginar causas idénticas ante efectos similares.
Pero si unos se habían precipitado al considerar yihadista el ataque de Magdeburgo, otros se han apresurado a explotar la simpatía expresada por Taleb Al Abdulmohsen por la AfD para responsabilizar a este partido del atentado. Como si la locura de alguien que se había declarado en guerra con Alemania probara tesis política alguna. Disimular la amenaza islámica invocando al fantasma de Hitler tiene tanto valor epistemológico como ver a un terrorista en cada musulmán. Ambas tendencias son irracionales y lo único que prueban es que hay un mundo de distancia entre lo que pensamos saber y lo que sabemos realmente.
Cuando deben explicar las consecuencias de las ideas profesadas, los defensores de las comunidades de conocimiento a menudo se encuentran en un punto muerto. Todo es más complicado de lo que parece y el pensamiento analógico no puede sustituir al pensamiento causal. En este punto algunas personas rebajan la vehemencia de la opinión. Es la reacción de quien es capaz de tolerar la duda en sus propias convicciones. En esa capacidad, Sloman y Fernbach ven una rendija de esperanza. Si los opinadores analizáramos las implicaciones de nuestros juicios sobre asuntos de gran impacto social, seguramente moderaríamos nuestros pronunciamientos. La moderación, más que la asertividad, puede convencer a quien nos escucha o lee de que, sin pretender tener la razón en el sentido usual de la frase, la tenemos en el sentido literal de esforzarnos en practicarla. Como hoy toca hacer propósitos para el año que comienza, éste me parece tan digno como cualquiera de los que suelen hacerse en esa fecha.
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