El catedrático de Ciencia Política Ferran Requejo analiza la situación vivida en el Parlamento durante las últimas semanas a raíz de la decisión de la Junta Electoral Central (JEC) de ejecutar la inhabilitación por desobediencia del diputado de la CUP, Pau Juvillà, que ha formado parte de la Mesa del Parlamento. El fondo de la causa es la exhibición de lazos amarillos desde su despacho en la Paeria (Lleida) en período electoral cuando era concejal. Requejo también fue miembro de la JEC entre 2004 y 2008.
-En primer lugar, ¿cómo valora la actuación de la JEC en el caso de Pau Juvillà?
-Las recientes actuaciones de la JEC reflejan un vicio de origen del funcionamiento práctico de las instituciones del Estado. Tal y como establece la ley electoral general (LOREG), la JEC es un órgano administrativo: es precisamente el que encabeza la administración electoral. Da «instrucciones» a otros órganos administrativos electorales y toma decisiones respecto a los actores implicados en los procesos electorales (partidos, coaliciones, etc.). La JEC no es un tribunal, no emite «sentencias», a pesar de tener una composición mixta en la que la mayoría de sus miembros (ocho de trece) son magistrados del Tribunal Supremo (TS). Sus decisiones son recurribles frente a la sala contencioso-administrativa del TS. Y el fondo del caso, que un diputado escogido por sufragio pierda el escaño por mantener unos lazos amarillos, un símbolo defendido por cuatro partidos durante las elecciones, resulta simplemente impresentable desde una lógica liberal-democrática. La retirada del escaño en un parlamentario electo, no es que sea meramente desproporcionada. Le correspondería, a lo sumo, una multa administrativa, pero no la pérdida del escaño.
-Usted fue miembro de la JEC…
-Cuando fui miembro de la JEC (2004-2008), pese a que la mayoría de sus miembros expresaban y votaban los acuerdos desde parámetros ideológicos muy conservadores y nacionalistas españoles, nunca tenían en su horizonte hacer de tribunal. Sus miembros, tanto de origen jurisdiccional como de origen académico, eran conscientes de los límites institucionales de la JEC dentro de un Estado de derecho. Es un tema que se planteó abiertamente en diversas reuniones. Sin embargo, en la práctica, las actuaciones de la JEC han experimentado posteriormente un giro político a raíz del proceso vivido en Cataluña en los últimos años. Su actual papel desborda el de un órgano administrativo. Se trata de un giro de contenido político congruente con el giro que han experimentado el propio TS y otros tribunales en el mismo período. Un giro que supone una verdadera ofensiva política de las instituciones del Estado contra ciudadanos de Cataluña. A partir de la sentencia del TS contra los líderes del proceso –recurrida en el TEDH–, de algunas decisiones del TC o del TSJC, así como de otras cuestiones más estructurales, como por ejemplo que un tribunal le diga a un parlamento de qué puede hablar y de qué no, puede afirmarse que, en relación a Cataluña, España es difícilmente asimilable a los estados de derecho europeos. No cumple con los estándares de respeto a los derechos y libertades, a la separación de poderes, y a disponer de una cúpula judicial de carácter imparcial. La degradación del Estado de derecho español, sobre todo en relación, insisto, en el caso de Cataluña, resulta flagrante.
-¿Existía la posibilidad de mantener el escaño desobedeciendo a la entidad administrativa y esperando el posicionamiento del Tribunal Supremo sin incurrir en desobediencia?
-Es perfectamente defendible que una sentencia por desobediencia requiere que ésta sea firme para que sea ejecutable. Lo contrario va en contra de la seguridad jurídica de los diputados implicados. La JEC se ha introducido en un procedimiento judicial que debería poder llegar a su fin sin interferencias administrativas. Formalmente, el TS podría revocar la sentencia del TSJC, manteniendo la condición de diputado a Pau Juvillà a todos los efectos. Que esto sea más que improbable no disminuye en nada su solvencia procesal. El tema de los funcionarios no debe mezclarse con el tema de la decisión política que deben tomar los cargos electos del Parlamento.
También hay que tener presente que la normativa interna parlamentaria regula las condiciones que deben reunir los diputados para perder o ser suspendidos de sus funciones. Aquí hay un conflicto de normas que en un Estado democrático territorialmente compuesto merecería una interpretación razonada sobre su resolución. Si la interpretación de la desobediencia se realiza en términos unilaterales, interpretando jerárquica y automáticamente que las instituciones del Estado son, por definición, superiores a las de los parlamentos territoriales, se están vulnerando, en la práctica, el principio de división territorial de poderes y el principio de separación de poderes entre parlamentos y tribunales.
-¿Cómo valora la posición del Parlament de Catalunya?
-Resulta lógico que el Parlament defienda el estatus de sus miembros y su autonomía en tanto que institución representativa. Sería alarmante que no lo hiciera. Recordemos el caso Atutxa del parlamento vasco, primero condenado y después avalado por el TEDH. Sin embargo, creo que, en este caso, no se acaba de entender la forma en que se ha hecho esta defensa en el Parlament. Desobedecer no es fácil en ningún sistema liberal-democrático. Implica responsabilidades individuales y colectivas, más allá de los actores directamente implicados en la decisión política de desobedecer. Requiere compromiso con asunción de las sanciones previstas legalmente por parte de quienes desobedecen. Es cierto que el contexto legal, tal y como se interpreta por parte de las instituciones del Estado (las mismas normas son interpretables de forma muy diferente) no permite una mínima igualdad de armas entre los actores en litigio. Sin embargo, cabe decir que no se puede «desobedecer a medias». O no se puede sólo hacer ver que se desobedece. O se desobedece o no se desobedece. Y no creo que resulte demasiado inteligente tratar de hacer uso de la desobediencia como una amenaza ficticia. Si se cree que la sentencia debe ser firme para que se pierda la condición de diputado, era necesario aceptar la delegación de voto del diputado ausente. La legalidad del diputado no la deciden los funcionarios que le tramitan la baja, sino finalmente el tribunal que tiene la última palabra. Sin embargo, al final se ha hecho lo mismo que en el caso Torrent-Torra. En la gestión de este caso, el Parlament no ha salido precisamente reforzado. Un caso que destaca la necesidad de disponer de una ley electoral propia, sea total, o que al menos regule la composición y funciones de una Sindicatura Electoral que sea la que regule las elecciones al Parlamento.
Un Parlamento no es una organización de la sociedad civil, sino una de las más importantes instituciones de una democracia liberal. Algunos dirían, desde Locke, que es la más importante. Representa a toda la colectividad política de un territorio. Creo que no debe frivolizarse. Hacerlo comporta degradar la institución. Desde la Presidencia y la Mesa se puede decidir desobedecer, pero entonces es necesario ir hasta el final, asumiendo las sanciones y presentar posteriormente el caso a los tribunales europeos. Es una posibilidad. Sólo en situación insurreccional resulta idóneo pensar en un posicionamiento institucional efectivo de ruptura con el marco legal vigente.
-¿Cree que este episodio evidencia una renuncia a la unilateralidad? ¿En qué momento se encuentra el proceso independentista?
-Parece claro que en estos momentos el país no se encuentra en una situación de llegar a un acuerdo racional o razonable con el Estado para la canalización y resolución del conflicto político de fondo entre Cataluña y el Estado español, que es un conflicto de carácter nacional. Tampoco nos encontramos en una situación insurreccional que propicie una solución unilateral. La unilateralidad la aporta sólo el Estado. Esto no significa que desde Cataluña se renuncie a medio plazo a la unilateralidad si las condiciones lo permiten. Pero, de momento, las cosas son como son, no como buena parte del país quisiera que fueran. El proceso independentista está actualmente en una situación de ‘stand by’. Creo que deberían repensarse y rehacerse buena parte de las estrategias, reconstruir una unidad de las fuerzas favorables a la secesión en alianza parcial con partidos que son favorables a mejorar los procedimientos liberales y democráticos, y establecer un plan de acción ordenado tanto dentro de Cataluña y en relación con el Estado, como en las esferas europea e internacional. De momento, el electorado independentista nunca ha fallado. Es fiel al proyecto. Ésta es la principal fuerza del independentismo. Sin embargo, en los últimos años, los partidos, atrapados en sus disputas mutuas por una hegemonía que olvida lo más importante, están generando una decepción para buena parte de sus propios electorados. Se constatan déficits de modelo, de programa, de estrategia y de liderazgo. El proceso está necesitado de nuevas energías, pero seguramente esto requiere contar con ideas y planes de acción que parecen difíciles de establecer por parte de los partidos actuales si no existen cambios internos. Se trata básicamente de una cuestión práctica, no de mera retórica. Es necesario propiciar cambios en los proyectos y en las actitudes, y no decir meramente que se hacen. Y para ello, es necesario establecer lo más clara y racionalmente posible cómo se va allá donde se quiere ir. Establecer objetivos parciales y estrategias para llegar a ellos en todos los escenarios territoriales. Saber con qué se cuenta, con un análisis realista y profundizado de los límites y posibilidades.
Cataluña da mucho más de sí de lo que la imagen de los partidos da de sí. El país dispone de talento que la esfera política no ha sabido aprovechar últimamente. Hay buenos técnicos, buenos ingenieros, buenos economistas, buenos politólogos, buenos médicos, buenos investigadores, etc., con conocimientos y experiencia internacional; dispone de buenos centros de investigación en diversos ámbitos; en el ámbito cultural también cuenta con organizaciones de referencia, y una parte del empresariado ha mostrado reiteradamente su eficiencia y vocación internacional. Todo esto no se canaliza adecuadamente hacia las instituciones políticas.
-La mesa de diálogo está cada vez más cuestionada por la dejadez del presidente Pedro Sánchez. Si se confirma el fracaso de esta herramienta, ¿tiene confianza en que el govern y la sociedad catalana sepan reaccionar?
-El PSOE (y el gobierno español) no necesita para nada una “mesa de diálogo” con la Generalitat. Tal y como se percibe la situación interna de Catalunya, no le hace ninguna falta. Por otra parte, solucionar el tema de Cataluña es un objetivo para estadistas españoles, los cuales tampoco se vislumbran en el horizonte político actual. Desde la perspectiva de las instituciones del Estado, el conflicto político, o bien es un tema simplemente a reprimir (policía, fiscalía y tribunales), o no es un tema prioritario porque ni interesa demasiado ni se percibe como urgente. Se puede ir “toreando”. Todo apunta a que el gobierno español, en relación a Cataluña, da por amortizada toda la legislatura con los indultos a los presos políticos. Desde Cataluña, la postura más racional de la ciudadanía hacia la “mesa de diálogo” es la de un radical escepticismo sobre lo que pueda dar de sí. Basta con ver cómo el PSOE menosprecia a ERC un día tras otro. Y no sólo en relación a la inexistente mesa de diálogo. En un momento en que, en principio, el gobierno español necesita los votos de ERC, no existe ningún fruto relevante en competencias, recursos, presupuestos, infraestructuras, política europea, lengua, etc. Imagine si no necesitara esos votos. Desde la perspectiva del catalanismo, la izquierda española resulta decepcionante por conservadora, incluso en ocasiones por reaccionaria, en relación al pluralismo nacional y lingüístico de la sociedad española. No deja de ser una izquierda caracterizada por un fuerte nacionalismo de Estado. En el escenario más optimista, de la “mesa” –suponiendo que algún día fuera realmente operativa, cosa que no está ni mucho menos clara en estos momentos– sólo parecen factibles pequeños avances para no perder tantos recursos y capacidad de decisión por el hecho de formar parte del Estado español. «El estado de las autonomías» ha acabado resultando una decepción permanente, especialmente a partir del siglo XXI, y especialmente por Cataluña. Sólo hay que recordar cómo terminó el proceso de reforma del Estatut, que fue aprobado por el 89% de los diputados del Parlament de Catalunya y fue tramitado siguiendo todos los requisitos legales.
-Por último, ¿qué papel puede jugar el Consejo por la República en ese momento?
-El ‘Consell per la República’ es una institución que no pertenece al entramado de la Generalitat. Creo que tiene todo el sentido que el independentismo cuente con un organismo externo que puede moverse sin las limitaciones políticas y legales del marco autonómico español. Puede jugar un papel importante tanto en relación con la estrategia hacia la secesión, como en la estrategia anti-represiva, especialmente en relación con las instituciones europeas. Cuestión distinta es si la estructura actual del Consejo es la más idónea para llevar a cabo sus funciones. Creo que no es la más idónea. Resulta contradictorio querer establecer un órgano exterior transversal del independentismo y organizarlo a partir de la hegemonía de uno de los tres partidos implicados. Es lógico que los otros dos partidos no se sientan cómodos en la actual estructura. Parece la repetición de la jugada de la fracasada “Casa grande del catalanismo” que quiso impulsarse en los años pre-proceso. Habría que repensar de nuevo este Consejo, quizás haciendo confluir a personas y actores sociales consensuados que replanteen su estructura y funciones. Probablemente podría aumentar así su legitimidad y su eficiencia e incidencia en la política del país.
EL TEMPS