En un extremo tenemos las voces que esperan que Felipe VI sea el garante de los equilibrios de poder del posfranquismo (es un decir), mientras que en el otro extremo tenemos los cantos de quienes esperan que el nuevo Jefe de Estado sea el principio motor que arregle los desequilibrios de la transición (es un decir). Sin embargo, las esperanzas que unos y otros han depositado en el nuevo rey suponen una paradoja que se explica por las carencias incrustadas en el modelo de 1978.
La paradoja es la siguiente: si es el Rey quien debe intervenir para solucionar, pongamos, el problema catalán es que la de España es una democracia fallida, y los partidos y las Cortes y los gobiernos son secundarios. Significa que la constitución no funciona como mecanismo de solución de conflictos. Adversativamente, si el Rey debe proteger la consolidación del actual reparto de poder es que se espera que funcione como un puntal de resistencia contra las capacidades populares. Las esperanzas depositadas en Felipe VI son, paradójicamente, la desesperanza hacia España.
Las dos posturas indican que el papel que la constitución reserva al monarca no es simbólico en el sentido de que el rey ha de ser un mero símbolo; sino que lo que es meramente simbólico son los límites que la constitución establece para los poderes del Estado, incluyendo el rey. La constitución resulta ser pues un documento simbólico mientras que el poder real vive al margen.
La paradoja incrustada en la España setentaiochesca es que la constitución concentra un poder discrecional en muy pocas manos y facilita que las decisiones de fondo se tomen fuera de la propia constitución. Es una constitución sin verdaderas garantías, ni para las minorías, ni en general para el control de la cosa pública. Y cerramos el círculo: por lo tanto, quien más fervientemente defiende la constitución es quien pretende hacer y deshacer fuera de su alcance simbólico.
Tiene consecuencias. Hay muchas maneras de explicar los altibajos de los 39 años de juancarlismo. Pero la que explica mejor la ficción de prosperidad y democracia es la deuda. Números al final del felipismo. Las familias españolas debían 152 mil millones de euros. Las empresas: 209 mil millones. El Estado: 319 mil millones. Veámoslo después del aznarismo. Familias: 539 mil millones. Empresas: 650 mil millones. Estado: 389 mil millones. ¿Y después de ZP? Familias: 870 mil millones. Empresas: 871 mil millones. Estado: 736 mil millones. Y ahora, hoy. Familias: 781 mil millones. Empresas: más de 1 billón. El Estado: un pelo por debajo de 1 billón.
La deuda es la metáfora perfecta porque enseña que lo que nunca tuvimos pretendimos disfrutarlo igualmente, como las garantías democráticas. Y ambos agujeros son cada vez más profundos. Ergo: cuando arguye el estado de derecho contra el referéndum, en realidad se pide que continúe esta ficción. El oxímoron se cierra bellamente: los referendistas y los independentistas persiguen que por fin haya garantías -por eso quieren un Estado-. Confiar en Felipe VI para frenarlo, paradójicamente, les da la razón.
BLOG DE JORDI GRAUPERA