Fantasmas de la hipermodernidad

¿Se acuerdan del proletariado? ¿De aquel fantasma nutrido de filosofía hegeliana? ¿De aquel ser ideológico que nunca existió, pero que al que se atribuía una conciencia que era necesario sin embargo desvelar? Y en cuyo nombre, o mejor dicho, con su supuesta acción se llevaron a cabo revoluciones sangrientas y se esclavizaron países enteros durante décadas? Aquel espectro, que de acuerdo con Marx recorría Europa el año de gracia revolucionaria de 1848 y que André Gorz despidió en 1980 en un libro subtitulado «más allá del socialismo», era el espíritu pentecostal de una nueva religión. Una religión que, como muchas otras, empezó siendo una secta antes de ampararse en el Estado y convertir la moral en preceptos, los preceptos en leyes y la legislación en un corsé indiferente o incluso contrario al imperativo fundado en la razón de las personas.

La explotación del trabajo y las condiciones de vida que Marx y Engels denunciaban en los centros de producción industrial como Manchester eran muy reales, como lo era el contraste entre la riqueza de los propietarios y la miseria de los trabajadores concentrados en los suburbios y reducidos al nivel de subsistencia. Una realidad que interpelaba la conciencia europea. El error -o el acierto, según quien lo juzgue- del movimiento obrero fue convertir la interpelación en el incendio que debía destruir al enemigo burgués e inaugurar la sociedad sin clases, donde el amor o cuando menos la solidaridad universal terminaría disolviendo al Estado. Qué queda del socialismo está muy a la vista: un puñado de huesos mineralizados en instituciones, con la piel seca de unas siglas que no pueden apelar a los tiempos heroicos sin vergüenza.

En la época que Gorz decía adiós al proletariado, el filósofo Jean-François Lyotard definía la postmodernidad como el fin de los grandes relatos de futuro. El colapso de aquellas construcciones encogió el horizonte de las generaciones que llegaban tarde al milagro económico de la posguerra y que, encontrándose privadas de futuro, se desprendían también del pasado. La ligereza histórica de Estados Unidos tentaba a los europeos y la levedad se extendió por el viejo continente, que se deshizo alegremente de referentes culturales seculares. A este «rejuvenecimiento», iniciado hace un siglo, al principio lo llamaron «americanización» y más adelante «globalización». Pero el nombre no hace la cosa y el efecto se acumuló con los años. Así es como Europa perdió insensiblemente enormes depósitos de memoria. Con el pasado disuelto y el futuro desconvocado, no había nada más que hacer que vivir en un régimen de temporalidad definida por el aquí y ahora.

En la época que buscó definirse en la «vida líquida» de Bauman y la dimensión ‘cool’ de la memoria, que Baudrillard comparaba con un fantasma en la retina, corresponden el individualismo y el cuidado de uno mismo (Foucault). Nuevas subjetividades de colorido diverso y abundantes matices teóricos florecían en el espacio abandonado por los grandes proyectos colectivos. En España la descompresión política del compromiso coincidía con la instalación del socialismo como religión de Estado, con la rosa como ‘signum’ del pacto entre el antifranquismo salido de las catacumbas y el viejo poder imperial. Los pactos de la Moncloa marcaban la transición del espíritu a la ley, de la comunidad de creyentes a la delegación de los artículos de fe en la infalibilidad del partido.

Actualmente el socialismo vivo en tiempo añadido, apurando la sombra china de la esperanza de que un día proyectó en la imaginación de las masas. Transformada la fe en cinismo, ya sólo quedan los fieles al sacrificio del intelecto, obligados a estrangular la razón diariamente. La época de los líderes taumatúrgicos periclitó con los años mirones de la posmodernidad, cuando la gente encontraba rompedoras las películas de Almodóvar y Madrid una Nueva York con tauromaquia. Visto desde la inclemencia del presente, el kitsch de aquella época blanda resulta de una puerilidad enternecedora. Confundiendo la libertad con el consumismo, la posmodernidad comercializó la salvación social del yo, principalmente a crédito. La superstición era comparable a la compra de bulas para garantizarse una eternidad confortable, con la ventaja para los medievales de que el objeto comprado no caducaba.

Todo lo que un día pudo parecer definitivo se embota al topar con la dureza del nuevo siglo. En 2005, es decir, poco antes de la crisis de los créditos ‘subprime’ que puso fin al espejismo, Gilles Lipovetsky ya hablaba de un retorno de la modernidad elevada a la enésima potencia. En esta hipermodernidad veía la consumación de la modernidad bajo el aspecto del liberalismo global, la comercialización general de los estilos de vida, la explotación al máximo de la razón instrumental y un individualismo rampante. Quizá la parte más interesante de su análisis era que se iban poniendo las bases de un nuevo futurismo. La diferencia con el viejo era que al futurismo renaciente le faltaba el espíritu de sacrificio. El futuro se había encogido, pero no estaba muerto. Le movía una fe oscilante e inestable, con altibajos según las circunstancias. La confianza abandonaba a las instituciones y se liberalizaba. Desde aquella desregulación, ya no ha habido suficiente fe para construir ningún proyecto social en común.

En este sentido, es sintomático que en Estados Unidos, donde la utopía (en realidad, ucronía) de la sociedad sin clases fue desplazada por la utopía de la frontera como espacio trascendente, el carácter universal del socialismo fracasara y el progresismo se configurara en términos de raza, género y sexo. La particularización de la lucha social en categorías «naturales» o por lo menos invariables de las personas rompe con la idea de fraternidad universal, sustituyéndola por fraternidades raciales, sororidades de género y comunitarismos de otras especies. Con la consecuencia de que los avances sectoriales se compensan con retrocesos generales. Por ejemplo, si en conjunto las mujeres han tenido un aumento salarial superior al de los hombres durante las últimas décadas, el salario real de la clase trabajadora medido en poder adquisitivo se ha estancado durante el mismo periodo. Y en el momento en que las mujeres obtienen importantes victorias simbólicas y el Congreso aprueba el paquete de ayudas sociales mayor de la historia (casi dos billones de dólares), los políticos no encuentran la manera de subir el salario mínimo, que se mantiene en siete miserables dólares la hora.

El peligro de estancamiento radica en la sustitución de avances reales por victorias simbólicas y en la fosilización doctrinal como instrumento de un fanatismo empoderado. Así como la jerarquía del comunismo se reflejaba en una aristocracia invertida -el hijo de obrero mandaba mucho más que el ingeniero o el médico, sospechosos por origen de clase-, en la fe hipermoderna también hay una jerarquía de honor. Ahora suman los méritos de haber nacido, como decía Maria Mercè Marçal, mujer, de clase baja y nación oprimida. Y la puntuación es aún más alta cuando a la tríada se añade ser de raza homologada.

Como los dinosaurios que aún invocan la burguesía como enemigo a extirpar, el feminismo lucha contra un espantapájaros llamado patriarcado. El patriarcado fue una institución arcaica que, como el proletariado -concepto igualmente referido a la familia romana-, ya no existe. Apenas encontraremos aún la familia en el sentido original de los esclavos y criados y por extensión todos los miembros de un hogar, si no es bajo el aspecto del crimen organizado o en las altas esferas del poder, que son su imagen simétrica.

Como todo lo que es inconsistente y manipulable, el patriarcado sirve para construir una ideología. Es comprensible. La gente tiene necesidad de descargar las frustraciones en alguien y actualmente no hay nada tan aprovechable como el hombre blanco, categorizado así, por el color de la piel, en regresión hipermoderna a un esencialismo de trágica memoria. Inevitablemente, este hombre es machista, pues, ¿qué haría el feminismo sin un enemigo trascendental? Y supremacista, porque el resentimiento bien que debe pasar cuentas con la historia. Y en algunos ambientes todavía será capitalista, pues la propiedad es un robo y es lícito robar a quien ha robado antes. Pero estos rasgos se abren a múltiples posibilidades combinatorias y la fragmentación no tiene tope. Hay feministas de raza blanca y nación dominante ocupando lugares destacados en la economía capitalista, feministas de nación dominante y raza no europea en trabajos subordinadas, feministas de condición social privilegiada y nación oprimida de raza opresora, mujeres no feministas de clase baja y raza subalterna, etc. Considerada de cerca, ¿la feminidad no será un universal tan específico como la humanidad inventada por los ilustrados del siglo XVIII? ¿Aquella humanidad que la declaración de los derechos humanos ha consagrado sin ninguna consecuencia?

Entendámonos: en este artículo no encontrará ninguna palabra contra la equiparación salarial ni ocupacional de las personas del sexo que sea, ni contra la protección de las personas violentadas o amenazadas, tanto en el ámbito público como en el doméstico. La intención es observar que el agotamiento de las fes católicas de la modernidad abrieron el actual escenario de solidaridades sectoriales y a menudo sectarias, en el sentido de grupos que sostienen una doctrina diferente de la de otros grupos. Y también recordar que toda secta se afana por institucionalizarse como religión y que las religiones tratan de transformar en leyes objetivas los impulsos subjetivos que las hicieron surgir.

En los procesos de Moscú de los años treinta, antiguos líderes bolcheviques de la revolución se inculparon de conspirar para restablecer el capitalismo. Hay un feminismo que busca extorsionar confesiones de machismo «sistémico», de participación «objetiva» en el patriarcado, como decía el comunismo de los enemigos de clase que no sabían que lo eran. Uno de los momentos más penosos de Sartre ocurrió en una entrevista, cuando bajo la mirada fiscalizadora de Simone de Beauvoir se declaró reo de machismo. El martillo de la burguesía, el denunciador del racismo y el antisemitismo, el campeón del anticolonialismo hasta el punto de ensalzar el asesinato de europeos, el crítico implacable del imperialismo americano (pero no del soviético), el pensador que había roto con intelectuales del calibre de Raymond Aron, Maurice Merleau-Ponty y Albert Camus antes que revisar su apoyo a la Unión Soviética, inclinó la cabeza ante De Beauvoir y se inculpó de machismo. La misma De Beauvoir que censuró las últimas opiniones de Sartre, supuestamente para proteger su herencia intelectual. En una larga entrevista con Benny Lévy, su secretario e interlocutor de los últimos años, el filósofo iniciaba una revisión de su pensamiento e introducía términos del judaísmo y de la filosofía levinasiana. De Beauvoir y la familia de ‘Les Temps Modernes’ intentaron impedir la publicación de ‘L’espoir maintenant’, negando a Sartre el derecho a revisar sus ideas y evolucionar más allá de la figura fijada. Sartre mismo se quejó a Robert Gallimard del absurdo de la situación: «Comprended si es de ridículo condenarme en nombre de los buenos sartrianos».

Del mismo modo que la iglesia sartriana intentó ahogar la voz de Sartre, o que el Gran Inquisidor de ‘Los hermanos Karamazov’ envió a Cristo a la hoguera, el feminismo corre el riesgo de promover el ritual a expensas de la esperanza. No encuentro ningún ejemplo mejor de la falsa moral de anteponer el dogma al espíritu que el rechazo de Viking Books a la traducción del poema «The Hill We Climb» de Amanda Gorman hecha por Víctor Obiols. Quieren una traducción a cargo de una mujer, activista y negra. Hiperrealismo de la corrección simbólica. Sin tratarse, en principio, de poesía, es bastante claro que la cosa no tiene nada que ver con la lengua. Sin embargo, la exigencia es justa, pues tampoco el deseo de la editorial Universo de publicar este poema de circunstancias nada tiene que ver con la literatura. Desde el primer momento, el poema, la elección de poeta, el lugar de la declamación, la carga política e incluso el interés en la traducción son aspectos de una liturgia. Y en liturgia, a diferencia del pensamiento, los detalles son extremadamente rígidos. Universo deberá acatar el ‘ordo Missae’ y comulgar con la imposición tridentina de Viking. Pero las ventas de un catecismo simbólico tan compacto como éste bien valen una misa.

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