Cuánto nos gusta a los naturales del país indagar y divagar sobre quiénes somos, qué es ser vasco, de dónde provenimos… Probablemente se deba a lo mucho que nos niegan la existencia, hasta el punto de que nos hemos difuminado. No es ironía ni burla. Cuando aludimos a nuestra comunidad hemos de ir siempre con pies de plomo, no sea que se nos tache de racistas, o esencialistas trasnochados, o enfermos cargados de narcisismo. Ya no sabemos si nuestro país es real, si existimos en algún sitio, o si simplemente somos la elucubración fantasiosa de un juez de instrucción en busca de cargos y acusaciones con las que emplumar al sospechoso de subversivo de turno.
El caso es que andamos a vueltas con nuestros orígenes y con aquello que nos haya constituido, ahora o en cualquier pasado remoto, con tanta más solera cuanto más antiguo. Más de la cuenta. Tal vez más de lo que deberíamos. La respuesta de que el euskara nos hace lo que somos es muy socorrida, apropiada y políticamente correcta (presentable, no racista, aunque sí peligrosa para el idioma; nuestros detractores nos atacan por ahí vapuleándolo de lo lindo, y no está el euskara para esos tratos ni trotes), pero deja fuera de la comunidad a buena parte del vecindario.
En torno a estas interrogantes se ha organizado en Billabona un curso de Historia que reúne, a lo largo del año, en conferencias semanales, a diversos historiadores y especialistas. Euskaldunak, sustraiak eta memoria. Es un curso intenso, accesible para cualquier público interesado, que semana a semana va desgranando conjeturas, teorías y estudios de todo tipo. En estas jornadas se busca el origen de nuestras gentes (y de sus problemas, que tampoco es asunto manco, y tiene un interés más práctico, más actual, más cotidiano), con el criterio de no limitarse a las aportaciones de la historiografía oficialista. También el euskara es materia de indagación, la toponimia, la antropología y otras lecturas de distinto signo.
En una de estas charlas el antropólogo y escultor Pello Iraizoz ofreció una descripción de este pueblo que no existe (en versión cáustica de Marc Legasse). Dijo cosas interesantes. Un pueblo sin memoria es un pueblo sumiso.
Habló de las cuevas de Laskaux, de las excavaciones de Barandiaran, de las estelas funerarias (que por cierto son un modelo de enterramiento casi exclusivo de nuestra tierra. Aunque se encuentren ejemplares en otros lugares, sólo entre nosotros hay más estelas que en el resto del mundo). Habló de la danza de mujeres en Urdiain, por San Juan, que convierte la hierba en trigo, y ello le dio pie a referirse al poso milenario del matriarcalismo en esos indicios. Habló de una mitología propia tan nutrida y curiosa como la de cualquier otro panteón religioso, pero que, desprestigiado por el cristianismo, queda relegado en nuestra memoria al status de cuentos para niños.
A la hora de definirnos, Iraizoz apostó por el euskara, Lingua Navarrorum; euskalduna: euskara duena. Pero también por la historia, por la cultura, por el marco político que durante siglos nos ofreció la existencia de Navarra, el Estado independiente de los vascos. El ser colectivo es una construcción social en la que intervenimos todos, sobre la base de las condiciones de que partimos. Un Estado representa un ámbito colectivo específico para esas condiciones, que permite constituirse nacional, cultural, colectivamente a un pueblo. Sin ese espacio autónomo cualquier empresa de este tipo lo tiene crudo.
Desde el público presente alguien objetó que con la globalización ya apenas hay diferencias culturales, y todos funcionamos con una misma mentalidad uniforme, con deseos, creencias, ilusiones, principios morales y demás elementos culturales mediatizados por el poder de la industria audiovisual y los medios de comunicación masivos. La respuesta de Iraizoz me gustó: como el pez en el agua, no somos conscientes del ambiente que somos, en el que respiramos. Pero eso no significa que no exista. Puso un ejemplo. La tradición antimilitarista de este pueblo vasco, inclinado al rechazo de violencias, de ocupaciones, al desdén a la misma tropa, ha derrotado al ejército español de reemplazos. A la puta mili. La batalla de los insumisos parte de unos códigos culturales arraigados en esta tierra. Un rasgo cultural, forjado durante siglos, venció a un ejército. Es un buen motivo para creer en la cultura. Aún en estos tiempos globalizados.