Contenido de la conferencia impartida por Eric Hobsbawn en París el pasado 22 de septiembre
«A pesar de ese proceso de homogeneización, los europeos no se identifican con su continente. Aun aquellos que llevan una vida realmente transnacional, la identificación primaria sigue siendo nacional.»
Como el Dios de la Biblia en el momento de la creación, la cartografía está obligada a poner un nombre a las cosas que describe: la toponimia, construcción humana, está en consecuencia cargada de motivaciones humanas. ¿Por qué clasificar como «continente» al conjunto de penínsulas, de montañas y de planicies situadas en el extremo occidental del gran continente euroasiático? En el siglo XVIII, un historiador y geógrafo ruso, V.N.Taichtchev, trazó la línea divisoria de Europa-Asia que todos nosotros conocemos: desde los Urales al mar Caspio y al Cáucaso. Para erradicar el estereotipo de una Rusia «asiática», por lo tanto atrasada, hacía falta subrayar la pertenencia de Rusia a Europa. Los continentes son tanto – ¿o más? – construcciones históricas que entidades geográficas.
La Europa cartográfica es una construcción moderna. Ella no sale del limbo hasta el siglo XVII. La idea actual de una Unión Europea (UE) es más joven todavía y los proyectos prácticos para su unificación nacieron recién en el siglo XX, hijos de las Guerras Mundiales. Países antes hostiles se unieron para formar una zona de paz, garante del interés común. El éxito de nuestra Unión Europea es incuestionable, aunque por debajo de las expectativas de ciertos pioneros y pese a que la evolución hacia la unidad del continente fue complicada, desviada incluso, en particular por las exigencias de la política norteamericana.
Se trata, así, de una Europa históricamente joven. La Europa ideológica es, sin embargo, mucho más vieja. Es la Europa tierra de civilización contra la no-Europa de los Bárbaros. La Europa como metáfora de exclusión existe desde Herodoto. Existió siempre. Es una región de dimensiones variables, definida por la frontera (étnica, social, cultural tanto como geográfica) con las regiones del «Otro», situadas a menudo en «Asia», a veces en «África». La etiqueta «Asia» como sinónimo de un «Otro», que combina la amenaza y la inferioridad, ha colgado todo el tiempo sobre la espalda de Rusia. Recuerdan las palabras de Metternich «Asien beginnt an der Landstrasse», es decir, Asia comienza en la carretera nacional (de Viena).
De la política a los mitos no hay más que un paso. El mito europeo por excelencia es el de la identidad primordial. Lo que tenemos en común es esencial, lo que nos diferencia, insignificante o secundario. Ahora bien, para Europa la presunción de unidad es tanto más absurda cuanto que lo que ha caracterizado a su historia es, precisamente, la división.
Una historia de Europa es impensable antes del fin del Imperio romano occidental y, asimismo, antes de la ruptura permanente entre las dos orillas del Mediterráneo, luego de la conquista musulmana de África del Norte. Los griegos de la antigüedad se sitúan en una civilización tricontinental, que engloba el Medio Oriente, Egipto y un modesto sector de la Europa del Mediterráneo oriental. Durante los siglos IV y III antes de J.C., la iniciativa militar y política pasa a los márgenes del sector europeo de este espacio. Alejandro el Grande creó un imperio efímero que llegaba a Egipto y Afganistán. La República romana construyó uno más durable entre Siria y el estrecho de Gibraltar.
Al fin de cuentas, el Imperio romano no logró jamás establecerse sólidamente más allá del Rhin y del Danubio; Roma fue un Imperio pan-mediterráneo, antes que europeo y lo que cuenta para el destino de Europa no es el imperio que triunfa sino aquel que desaparece. La historia de la Europa post-romana, es la de un continente fragmentado. Aquí reside la razón de las divergencias entre Europa y las otras civilizaciones del Viejo Mundo. Entre el mar de la China y el Magreb, y hasta el siglo XIX, el dominio terrestre multiétnico no sale de lo habitual para los grandes espacios geográficos. Siempre bajo la amenaza, de tiempo en tiempo vencidos, desmembrados o conquistados por guerreros venidos de los desiertos del Sur, de las montañas o de las grandes planicies del Norte, ellos siempre se recuperan. Ellos absorben o asimilan a los conquistadores, como la India asimiló a los Mogol y China a los Mongoles. Nada semejante en Occidente después de la caída de Roma, nadie reemplazó al Imperio romano, aunque la Iglesia conserva la lengua y la estructura administrativa.
Fragmentada durante por lo menos diez siglos, Europa fue constantemente presa de invasores. Los Unos, los Ávaros, los Magiares, los Tártaros, los Mongoles y las tribus turcas, llegan del este, los Vikingos del norte, los conquistadores musulmanes del sur. Esta época no finaliza totalmente hasta 1683, cuando los turcos son derrotados en las puertas de Viena.
Se ha sostenido que, durante esa lucha milenaria, Europa descubrió su identidad. Esto es un anacronismo. Ninguna resistencia colectiva o coordinada, incluso en nombre del cristianismo, consolida el continente y la unidad cristiana desaparece en medio de las invasiones. Hubo en lo sucesivo una Europa católica y otra, ortodoxa. Las cruzadas, que el papado lanza algunos años después de esta escisión, no fueron iniciativas de defensa sino operaciones ofensivas tendientes a establecer la supremacía del Papa en el mundo cristiano.
Entre la caída de Bizancio, en 1453, y el sitio de Viena de 1683, los últimos conquistadores venidos del Oriente, los turcos otomanos, ocupan toda la Europa del Sur-Este.
Pero otra parte de Europa había comenzado ya una carrera de conquista. Los últimos años de la Reconquista coinciden con el comienzo de la era de los conquistadores. Ellos descubren no solamente las Américas sino Europa, porque es frente a los pueblos indígenas del Nuevo Mundo que los españoles, los portugueses, los ingleses, los holandeses, los franceses, los italianos, que se precipitan sobre las Américas, reconocen su europeidad. Ellos tienen la piel blanca, imposible de confundir con los «Indios». Una diferenciación racial sale a luz que, en los siglos XIX y XX, devendrá en la certeza de que los blancos poseen el monopolio de la civilización.
El término «Europa» todavía no forma parte sin embargo del discurso político. Para eso habrá que esperar al siglo XVII, con el avance de Austria en los Balcanes, después de 1683, y la llegada al escenario internacional de Rusia, sedienta de modernidad occidental. Desde entonces hay coincidencia entre la geografía y la historia. Europa forma parte de aquí en más del discurso público, ella nace paradójicamente de las rivalidades continentales.
El nombre remite al juego militar y político, un juego dominado por Francia, Gran Bretaña, el Imperio de los Habsburgo y Rusia, a los cuales se agrega más tarde una quinta «gran potencia», Prusia, transformada en Alemania unida. Pero también fueron las transformaciones del paisaje político las que, en el siglo XVII, hicieron posible el nacimiento de esta Europa consciente de sí misma. La Paz de Westfalia, que puso fin a la guerra de los Treinta Años, trajo dos innovaciones políticas.
En lo sucesivo, hubo tantos Estados territoriales como soberanos y esos Estados no reconocieron ninguna obligación por encima de sus intereses, definidos según los criterios de la «razón de Estado» -una racionalidad puramente política y laica. Es el universo político en el que aún vivimos.
La Europa colectiva, que aparece entre los siglos XVII y XIX, asume, pues, dos primeras formas: la Europa que sale del reencuentro de un pueblo multinacional, pero exclusivamente europeo, con un «Otro» insólito, los indígenas del Nuevo Mundo, y la Europa conjunto de relaciones de Estados «westphalianos» situados entre los Urales y Gibraltar.
Ambas Europas se afirman. Es el principio de la República de las letras que toma cuerpo a partir del siglo XVII. Para quienes forman esta República _es decir unos pocos cientos, es probable que algunos miles de personas, en el siglo XVIII, se comunicarán en latín y después en francés- Europa existe. En cuanto a la última Europa, se trata de la comunidad cosmopolita de los valores universales de la cultura del siglo XVIII, que se amplía después de la Revolución Francesa.
En el curso del siglo XIX, Europa deviene la cantera de un conjunto de instituciones educativas y culturales y de todas las ideologías del mundo contemporáneo. El mapa de distribución mundial, antes de 1914, de las óperas, las salas de concierto, los museos y las bibliotecas abiertas al público, habla por sí mismo.
Este vistazo de la historia de la identidad europea nos permite apuntar con el dedo el anacronismo cometido cuando buscamos un conjunto coherente de pretendidos «valores europeos». Es ilegítimo suponer que los «valores» en los que se inspiran la democracia liberal y la Unión Europea actualmente, hayan sido una corriente subyacente en la historia de nuestro continente. Los valores que fundaron los Estados modernos antes de la era de las revoluciones fueron aquellos de las monarquías absolutas y monoideológicas. Los valores que dominaron la historia de Europa en el siglo XX – nacionalismos, fascismos, marxismo leninismos -son de matriz tan puramente europea como el liberalismo y el laissez-faire. A la inversa, otras civilizaciones han practicado algunos de los valores llamados «europeos» antes que en Europa: los imperios chino y otomano practicaron la tolerancia religiosa – por suerte para los judíos expulsados de España. Recién a fines del siglo XX las instituciones y los valores en cuestión se difundieron, al menos teóricamente, a través de toda Europa. Los «valores europeos» son una consigna de la segunda mitad del siglo XX.
Desde 1492 a 1914, Europa fue el corazón de la historia del mundo. En primer lugar por su conquista del hemisferio occidental del globo y, mucho más, a partir de 1750, por su superioridad militar, marítima, económica y tecnológica. Verdadera supremacía mundial, que se extiende desde el siglo XVIII hasta el apogeo del colonialismo europeo, entre 1918 y 1945. El «momento» europeo de la historia mundial se acaba con la segunda guerra mundial, si bien que continuamos aprovechándonos de la rica herencia económica y, en menor medida, intelectual y cultural, de esa supremacía perdida.
La hegemonía de esta región provoca los problemas que continúan dividiendo a los historiadores. Señalamos solamente que, luego de la caída de Roma, Europa no tiene ningún cuadro común de autoridad ni ningún centro de gravedad permanente. La transformación de Europa y su dominación nacen de la fragmentación y la heterogeneidad de un continente desgarrado, durante quince siglos, por las guerras – exteriores e interiores. Se trata de una pluralidad contradictoria. De una parte, las fronteras de los Estados tienen sólo poco que ver con respecto a las actividades económicas que forman un sistema transnacional compuesto de una red de unidades locales dispersas. De otra parte, la base de la revolución económica europea fue la consolidación de un puñado de poderosos Estados militares y administrativos y la eficacia de sus políticas de expansión imperial y económica.
Una Europa mosaico de modestos principados no habría podido emerger como fuerza transformadora del mundo. La unidad de Europa es hija del acuerdo entre estos Estados; en última instancia la Europa de las patrias tan cara al general de Gaulle.
Pero esta heterogeneidad del continente esconde una división de funciones entre dos centros dinámicos sucesivos y sus periferias. El primer centro fue el Mediterráneo occidental, lugar de contacto con las civilizaciones de Oriente, próximo y lejano, lugar de la civilización de las villas y de la sobrevivencia de la herencia romana. Entre los años 1000 y 1300, una zona de más en más orientada hacia el Atlántico toma el puesto como un eje central de la evolución urbana, comercial y cultural del continente.
Es una franja de territorios que se extiende desde el comienzo de Italia del Norte a los Países Bajos, vía los Alpes occidentales, Francia del Este y la baja Renania. Un franja que se prolongó luego más allá del canal de la Mancha y, por los mares el norte y del Báltico, a los territorios de las ciudades hanseáticas; después, al comenzar el siglo XVI, a la Alemania central. Este eje no desapareció: en 2005 podemos encontrar allí nueve de las diez regiones donde la renta por habitante es de las más elevadas. La comunidad original del Tratado de Roma coincide con este espacio.
Alrededor de este eje, se articulan cuatro regiones periféricas: el Norte (Escandinavia y las partes norte y oeste de las islas Británicas), el Sur-Este – entre el Adriático, el Egeo y el mar Negro – y el Este, eslavo, de grandes planicies. Periféricas también las partes del mundo mediterráneo e ibérico, marginadas por el ascenso del nuevo centro, aunque su papel en el redescubrimiento de la Antigüedad clásica les permitió ofrecer una contribución capital a la cultura europea.
Esquematizando, la aproximación del Norte (Irlanda exceptuada) con el centro se opera gracias a la penetración de los Vikingos, gracias a los lazos comerciales con los mercaderes de la Liga Hanseática y, a partir del siglo XVI, gracias a la conversión de sus pueblos al protestantismo – que acelera la alfabetización. Este Norte es la sola periferia que habría logrado integrar Europa económicamente avanzada.
Aunque las conquistas de los cruzados en el Báltico, los intercambios y la colonización campesina alemana hubieran empujado la influencia del centro hacia el este, esta inmensa región agraria quedó ampliamente fuera del desarrollo occidental. Antes del siglo XX, salvo en Rusia, dónde Pedro el Grande inicia la modernización a la occidental, encontramos allí sólo elementos débiles de dinamismo económico autóctono. Finalmente, hasta el siglo XIX, evidentemente no hay más que una débil penetración económica y cultural del centro en las regiones sometidas al imperio Otomano.
El auge de Europa habría sido difícil sin el concurso de «periferias» exportadoras de materias primas. La diferencia entre estas zonas, cuyas estructuras sociales divergen en función de esta división de trabajo y de sus experiencias históricas, fue profunda.
Somos todavía conscientes de la línea de fractura que existe, aunque aminorada, entre las dos Europas: Italia del Norte e Italia del Sur, Cataluña y Castilla. Fue ineludible durante mucho tiempo hacia el este y el sudeste. La línea Hamburgo-Trieste separa Europa de la libertad legal de los campesinos de la Europa de la servidumbre. Antes de 1914, esta línea tenía poca importancia política, gracias a la presencia, al este, de los Habsburgos y los Hohenzollern, esta línea se transformó en «telón de hierro».
En el siglo XIX, una élite limitada consigue remontar estas divisiones mientras que la masa de los europeos continuaba en el universo oral de los dialectos. El progreso de las lenguas de Estado perpetuó esta pluralidad territorial que evidentemente perduró con la llegada de los Estados nacionales: el ciudadano se identificaba desde entonces con una «patria» contra los otros y, en 1914, ni los campesinos, ni los obreros, ni el grueso de las élites cultivadas resistieron al llamado de la bandera. La Europa de las naciones se tornó el continente de las guerras. Si Europa no salió totalmente de esta configuración, los cincuenta años pasados fueron, sin embargo, una época de convergencias impresionantes: lo atestiguan la armonización institucional y jurídica o la disminución de las desigualdades internacionales – económicas y sociales-, gracias a los notables «saltos adelante» de países como España, Irlanda o Finlandia.
Las revoluciones de los transportes y las comunicaciones facilitaron la homogeneización cultural, que progresa con la explosión de la educación secundaria y universitaria, así como la difusión, entre los jóvenes particularmente, de un modo de vida y de consumo de origen transatlántico. En el mundo de la cultura, en las clases instruidas y pudientes, es la herencia europea que se globalizó.
Desde la desaparición de los regímenes autoritarios y el fin de los regímenes comunistas, las divisiones político-ideológicas de Europa desaparecieron, pese a que los remanentes de la guerra fría siguen abriendo fosas entre Rusia y sus vecinos. No se trata de negar que subsisten profundas diferencias entre los países -que tornaron mucho más desequilibrada de lo previsto la evolución de la UE- sin embargo, en un marco globalizador, la Unión desempeñó un papel mayor en el proceso de convergencia global en marcha desde hace décadas.
Surge aquí una paradoja: a pesar de ese proceso de homogeneización, los europeos no se identifican con su continente. Aun aquellos que llevan una vida realmente transnacional, la identificación primaria sigue siendo nacional. Europa está más presente en la vida práctica de los europeos que en su vida afectiva. Ha logrado, pese a todo, encontrar un lugar permanente en el mundo en tanto colectividad. Permanente aunque incompleta, hasta tanto Rusia no encuentre su lugar en ella.
Eric Hobsbawm es el decano de la historiografía marxista británica. Uno de sus últimos libros es un volumen de memorias autobiográficas: Años interesantes, Barcelona, Critica, 2003.
Traducción para www.sinpermiso.info: Carlos Abel suárez
Le Monde, 24 de septiembre de 2008
17.01.2005