Estrategia y decisión

La división del independentismo es difícil de afrontar, pero aún lo es más que cada vez sea más difícil de captar la existencia de una unidad estratégica que ofrezca un horizonte para hacer efectiva la República en un plazo razonable. Parece que cuanto más enfática es la exigencia del presidente Torra sobre la necesidad de un proyecto común, más por libre vayan los diversos actores de la constelación soberanista tal como se percibió, por ejemplo, hace unos días con la presentación de una iniciativa legislativa popular sobre la declaración de independencia en la mesa del Parlament.

Lo único positivo del episodio ha sido, en mi opinión, la discreción con la que pasó aquel evento para el gran público. ¿Cómo era que a alguien se le había ocurrido presentar una ILP en esta materia si la independencia ya fue declarada el 27 de octubre de 2017? ¿Quién estaba detrás de esta iniciativa? Y una vez presentada, ¿cómo era posible que los miembros del grupo de ERC en la mesa del Parlament, incluido el presidente del Parlament, Roger Torrent, se abstuvieran para impedir el debate sobre la libertad de Cataluña por muy inoportuno que fuera el planteamiento?

La incertidumbre de los proyectos presentes contrastan con la determinación de los hechos que llevaron a octubre de 2017. Visto en perspectiva, aunque la secesión catalana no se acabara de consumar, se lanzó el reto de las máximas proporciones al que se podía hacer frente sin violencia. A partir del 20 de septiembre de ese año se forjó una mayoría sostenida a favor de la independencia cohesionada en una actuación pacífica y democrática y se colocó al Estado en una tesitura que sólo podía responder a la demanda catalana con represión y con violación de derechos fundamentales como todavía se pone de manifiesto.

El unionismo retrocede elección tras elección en Cataluña, mientras que los abusos, especialmente contra aquellos políticos electos que están en la cárcel o en el exilio, se intensifican precisamente a causa de un apoyo en las urnas cada vez más consolidado. Sí, es verdad que en el momento decisivo se constató que no había estructuras de Estado, entendidas como instrumentos de coacción capaces de imponer la supremacía de la ley catalana que se acababa de proclamar. Pero es que si estas estructuras hubieran estado hilvanadas, así como un tejido de alianzas internacionales que hubieran impulsado un reconocimiento del nuevo Estado contra la voluntad española, habríamos entrado en una espiral de conflicto de alta intensidad al que ni la sociedad catalana, ni los mismos dirigentes del proceso, como ha sido admitido en diversas ocasiones, estaban dispuestos a asumir.

Aquello con lo que esta estrategia previa al 27 de octubre de 2017 no contaba era que, sin el conflicto de alta intensidad, España trataría a los protagonistas de aquellos hechos como si la violencia a gran escala hubiera existido, y aún menos habría sido previsto que los agentes de la Unión Europea dieran cobertura a la reacción desproporcionada de España para mantener la unidad territorial y traicionar, de esta manera, los valores fundacionales que marcaron la organización continental: democracia, derechos humanos y la voluntad de que nunca más hubiera guerras en suelo europeo. La realidad es que, de momento, la Unión Europea está tolerando al aparato del Estado español, en la represión de la causa catalana, lo que no permitiría que se produjera entre dos Estados miembros, lo que, de hecho, ratifica la necesidad de la soberanía y señala las coordenadas de la nueva estrategia que el independentismo debe configurar si pretende culminar con éxito su anhelo de emancipación.

EL PUNT-AVUI