En estos últimos tiempos, quiero decir estos últimos siglos, décadas, años, meses y semanas, no hay día en que no nos llegue algún incidente relacionado con las dificultades enormes para utilizar la lengua catalana, con normalidad, en todos los ámbitos de uso, al sur de los Pirineos, en los territorios donde, según la legalidad vigente, figura que goza del estatus de oficialidad dado que es su propia lengua. Da igual en Ibiza que en Barcelona, en Alicante que en Ciutadella, en Palma que en Lleida, en Valencia que en Tarragona.
La anomalía lingüística se produce tanto en el ámbito de la administración y el servicio público como en el sector privado. Y, generalmente, quienes quieren imponer su lengua, en un territorio que no le es propio, e impedir su utilización de la que sí lo es, suelen remachar el clavo de su argumentación con una afirmación concluyente, convencidos que los ampara y, a la vez, es un cheque en blanco para cualquier impunidad en su agresión idiomática: “¡Estamos en España!” o bien la variante “¡Esto es España!”. Y no mucho más, porque la creatividad en este ámbito de la violencia lingüística es más bien de una indigencia imaginativa colosal.
En realidad, estas afirmaciones pasan por encima de un marco legal que no impide el uso de la lengua catalana en su territorio y que, de hecho, protege su utilización como libre opción individual dentro del marco de triple oficialidad lingüística existente en Cataluña y de doble oficialidad en el País Valenciano y en Baleares, aunque no en la Franja, con monolingüismo del idioma que no es el propio del territorio.
Por otra parte, los protagonistas de actos de violencia lingüística no sólo pretenden que les entendamos cuando hablan su lengua, cosa que ya hacemos porque aquí sabemos idiomas y la constitución ya se ha encargado de que no podamos alegar ignorancia, sino que tienen la osadía insolente de exigirnos que dejemos de hablar nuestra lengua, en nuestra casa, para pasar a hablar en la suya cuando nos dirigimos a ellos.
Esta circunstancia se produce sobre todo en relación con agentes del orden (¿qué orden?), jueces, médicos y profesores universitarios, entre otros casos. Es curioso cómo mientras nadie imagina que puede ir a ejercer de médico, policía, juez o profesor en Zamora, Sevilla o Logroño, sin hablar su lengua, sea por completo normal que funcionarios, pagados con nuestros impuestos, no digan ni media palabra de catalán y, sin embargo, decidan venir a trabajar aquí, sin la menor intención de aprender la lengua de los ciudadanos a los que tendrán que servir como servidores públicos.
El caso es siempre grave, pero llama la atención cómo algunas de estas muestras de insolencia lingüística acompañan una profunda ignorancia, una notable incultura y una palpable incapacidad para desempeñar, plena y adecuadamente, su profesión, sin el requisito lingüístico que sí se exige para trabajar, en los mismos puestos de trabajo, en España. No es posible ejercer de médico en Madrid, sin saber español, pero sí en Barcelona, sin saber catalán. Y es aún más preocupante encontrar profesores de menos de 60 años, que llevan muchos años viviendo aquí, pero que no hablan catalán, aunque sí aseguran entenderlo, igual que el perro de mis cuñados. ¿Qué tipo de nivel universitario se les supone a profesores de ese perfil? La omisión del catalán, en este caso, es simplemente un gesto de beligerancia.
En el ámbito privado, son frecuentes las llamadas de compañías telefónicas que te venden su producto y que te reclaman que cambies de lengua, cuando son ellos los que te han telefoneado, a quien interesa que les escuchemos y cuando, generalmente, nadie les pide, como posibles futuros clientes, que nos atiendan en nuestro idioma. O bien los bares, comercios o empresas diversas de servicios de cualquier tipo que se niegan a prestar un servicio si el usuario potencial habla catalán y le obligan a abandonar su lengua para ser atendidos.
Es necesario que denunciemos públicamente estas situaciones de violencia y discriminación en las redes sociales, en los medios de comunicación, en las entidades de defensa de la lengua, en el Síndic de Greuges, en la Agencia Catalana de Consumo y en Política Lingüística. Pero también que hagamos público el nombre de las entidades y personas que nos discriminan por hablar catalán, porque no tener esa disponibilidad lingüística es también sinónimo de prestación de un mal servicio, como sería no ser capaz de atender en castellano en Madrid. Debemos saber cuáles son y dónde están, simplemente para no ir, porque si nuestra lengua no es bien recibida, tampoco lo debe ser nuestro dinero, de lo contrario les hacemos el juego y acabamos subvencionando la discriminación.
‘Esto es España’, dicen. ‘Estamos en España’, afirman. Y se quedan tan anchos. Seguramente, no deben ser conscientes de que con estas afirmaciones xenófobas, excluyentes, discriminatorias contra la lengua catalana, nos están diciendo que España sólo tiene una lengua y que el catalán no cabe en ella. Quizás ya es hora de que seamos nosotros quien nos demos cuenta de que, si el catalán no cabe en España, si no tiene ningún sitio, tampoco cabemos los catalanes, ni hay otro lugar reservado para nosotros, dentro de España, que no sea el sometimiento, el silencio y la discriminación.
Si queremos un sitio para la lengua catalana, en España no lo encontraremos. Por eso, también por eso, debemos escaparnos y construir nuestro propio Estado, donde la lengua catalana ocupe el lugar que le corresponde como idioma propio del país y se le reserve la misma preeminencia en el espacio público que todos los estados del mundo sólo reservan para sus lenguas. No más que los demás Estados, sí. Pero tampoco menos. Exactamente al igual que las demás lenguas del mundo en su casa. Y sin tener que dar explicaciones, permanentemente, como nadie las da para emplear el español en Madrid, el francés en París, el inglés en Londres o el alemán en Berlín.
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