Nadie se ha atrevido a oponerse. La reacción de los mismos jefes de Estado de la Unión europea ha sido de duda -ir o no ir a la reunión que debía celebrarse en la capital de la Unión, también del Estado belga que acababa de desaparecer, según la misma televisión estatal belga- Tampoco han temblado las paredes, ni cimientos, de la Unidad Europea e, igualmente, nadie se atrevido a aherrojar en las tinieblas exteriores de Europa al Estado secesionista de Flandes. Hasta los diputados catalanes del parlamento Europeo -no sabemos si Borrell también- parecían celebrarlo. No quedaba para completar el cuadro, sino las manifas de adhesión celebradas en las poblaciones de Euskal Herria.
Es llamativo que nadie haya calificado de broma, ni tan siquiera de mal gusto, la iniciativa de la Televisión estatal belga; pero aún es más de admirar la actitud del conjunto de estamentos, instituciones, organizaciones políticas y sociedad civil en general de la todavía Nación belga. Como hecho más destacado unas decenas de manifestantes se limitan a ejercer el inalienable derecho de todo ser humano a expresar su punto de vista, en este caso enarbolar la bandera belga ante el Palacio real de Bruselas. En el terreno militar no se ha movido ni un alguacil, en el político ningún representante de partidos o instituciones ha hecho la menor declaración. Es cierto que Flandes no es Euskal Herria -tampoco España es Bélgica ¿Es acaso Europa?- Está por demostrar.
Se trata de un ensayo, un supuesto. Se ensaya lo que se tiene por cierto que puede suceder, como es la evacuación de un edificio ante la posibilidad de un incendio. A decir verdad, la posibilidad de que surjan nuevos Estados también puede tener lugar en el Oeste de Europa y esta posibilidad puede hacerse realidad sin ningún tipo de convulsión, ni en los Estados afectados, ni en la propia Europa. Ha quedado de manifiesto la gran falacia de quienes ligan la inamovilidad del actual sistema estatal europeo a la construcción de la Unidad Europea. Siempre cabe preguntarse por qué han insistido tanto en tal exigencia los nacionalistas españoles. Está claro que los problemas de identidad nacional afectan al conjunto de Europa. También es cierto que tales problemas generan fuertes desencuentros entre los Países y Estados afectados. No obstante, en ningún caso parecen ser vividos con el dramatismo que se acostumbra en las latitudes peninsulares.
Vamos a dejar a un lado especulaciones sobre los motivos que han llevado a la Televisión estatal belga a programar una ficción como la que sorprendió a su propia ciudadanía, hasta el punto de que ésta llegase a percibirla como un hecho real que estaba teniendo lugar en el cuerpo institucional de lo que hasta aquel momento era reconocido por todos como Bélgica ¿Respondía a una maniobra de anticipación con vistas a obstaculizar un proceso secesionista en incubación, o pretendía comprobar la reacción de las naciones implicadas, valona y flamenca, ante un presumible caso de declaración de independencia por parte de Flandes? Las lecciones a extraer son múltiples en cualquier caso. En primer lugar, el anuncio de la secesión no ha dado paso a un conflicto abierto, todo a pesar de que las relaciones entre flamencos y valones han sido tradicionalmente bastante tirantes y siempre en medio de fuertes disensiones, al menos en el plano dialéctico. En segundo lugar es claro que los actuales belgas admiten la posibilidad de que pueda darse la proclamación de Independencia por parte de Flandes; no parece que, llegado el caso, los valones consideren que su supervivencia como colectividad esté en entredicho. Siendo contrarios, como lo son, a la secesión flamenca, sin embargo no se les ve decididos a impedirla mediante la fuerza, ni tampoco parece que lleven su hostilidad a declarar ninguna guerra comercial, ni pedir la expulsión de Flandes del seno de Unión europea. Tales actos de hostilidad son medidas paliativas de actuaciones bélicas, dirigidas a rendir por hambre a un enemigo. Parece, en consecuencia, que los valones no consideran enemigos a los flamencos, sino, en todo caso, unos inquilinos incómodos; desde luego, no les van a resultar simpáticos en el Futuro, pero se resignarán y seguirán manteniendo relaciones en la medida que de ellas se derive ventaja para los propios valones, especialmente en materia económica, aunque, quizás, lamenten tener que reconocer a extranjeros en quienes, hasta ayer, veían a compatriotas. Tal vez hallen con el tiempo que es mejor vivir en pisos separados que en el mismo mal avenidos y terminen por superar rencores y desconfianzas.
Hay otras muchas evidencias en las reacciones que han tenido lugar con ocasión de la emisión del programa aludido. Ningún Estado de los que integran la Unión europea ha tomado partido. Todos se han limitado a quedarse a la expectativa y a ninguno de los miembros de la Unión se le ha ocurrido proponer sanciones para Flandes o cuestionar que el nuevo Estado siga formando parte de la citada Unidad. Las razones son obvias; la ficticia secesión de Flandes se ha considerado un asunto de orden interno y, me atrevo a decir más, un asunto que no concierne sino a la representación nacional y democrática de un pueblo, en el presente caso el flamenco, fundamento irrenunciable y proclamado de los sistemas políticos de todos los Estados de la unión; por lo tanto no hay nada que se pueda objetar al pretendido nuevo Estado.
Concretando el conjunto de todas estas reflexiones, no estará de más recordar a los nacionalistas españoles; en primer lugar, que Europa puede contemplar la aparición de nuevos Estados sin que llegue a tambalearse la Unidad Europea; igualmente no parece existir ningún problema en que los nuevos Estados, cuyos territorios han formado parte hasta ahora de la unión, se constituyan en nuevos miembros de la misma sin otro requisito que aceptar el propio sistema legal sobre el que se basa la misma Unión Europea, sin necesidad, tan siquiera, de exigir del nuevo Estado una declaración positiva al respecto ¿Hay alguna duda al respecto? ¿Por qué, pues, una situación similar genera tanta virulencia dentro del estado español? Es una cuestión de cultura política. El nacionalismo español responde mejor que ningún otro a un carácter intolerante, al haber carecido de la adecuada capacidad creativa que hiciese atractiva la pertenencia al Imperio español. Los diversos territorios imperiales terminaron desgajándose de España mediante las soluciones más traumáticas, porque España no ha tenido otra perspectiva con ellos que la del expolio. Hasta nuestros días hemos contemplado a España recurriendo a expedientes de fuerza con el fin de conseguir sus propósitos; la amenaza y el desprecio frente a quienes considera débiles como son Cataluña y Navarra, pero la realidad se impone cuando la misma España se enfrenta al fuerte. Todos los esfuerzos de bloqueo que se han venido ejerciendo sobre la población gibraltareña han fracasado y hoy España se aviene a reconocer una realidad que, muy a su pesar, se consolida dentro de la actual Europa. España se niega a aprender de su propia experiencia, cuando menos que se aplique aquel refrán castellano que se refiere a las barbas peladas del vecino. En definitiva, esa es la lección que cabe extraer del caso belga.