No es muy vasta la obra del poeta Constantinos Kavafis, alejandrino de cultura griega, una de las figuras más lúcidas de la poesía contemporánea. Nació en Alejandría en 1863 y murió en Atenas en 1933. Esta tarde he visitado su piso museo en el que pasó la mayor parte de su último cuarto de siglo de vida. Todo está intacto, como en los tiempos en los que el que fue agente de bolsa y funcionario del servicio estatal de riegos, mataba sus horas recreándose en el lenguaje y en el sutil análisis de los sentimientos.
He releído uno de sus poemas más célebres y desconcertantes. «Esperando a los bárbaros» Kavafis juega con el paso de la historia que ha triturado esta vieja ciudad fundada por Alejandro Magno, destruida muchas veces, conquistada por romanos, franceses y británicos, nido de espías en la última guerra mundial, la sede de la mayor y más rica biblioteca de la antigüedad que ahora ha sido creada de nueva planta, mirando al faro de Alejandría y contemplando la ramificada desembocadura del Nilo.
Recita Kavafis que «porque se hizo la noche y los bárbaros no llegaron; algunos han venido de las fronteras; y contado que los bárbaros no existen». Este grito de frustración en la ciudad donde la barbarie ha cometido destrozos irreparables en el paso de los milenios es desconcertante.
Alejandría es una sombra de grandezas destruidas, contaminada como todas las grandes ciudades árabes por densas flotas de tráfico descontrolado, cielo color cobalto, palmeras oscurecidas por el polvo, señales de monumentos arrasados.
Sí, los bárbaros pasaron por aquí y se rifaron su hegemonía cultural y política. Emperadores romanos cortejaron a Cleopatra que dicen que se suicidó en el famoso hotel de
Todo huele a viejo en Alejandría y todo es vestigio de antiguas civilizaciones que vinieron y se marcharon con el paso inexorable de los siglos. Queda una ciudad costera de veinte kilómetros de litoral que cobija a cuatro millones de habitantes. Son los testigos que huelen la grandeza de la historia pero que no les inquieta en absoluto.
Naguib Mahfouz, premio Nobel de Literatura en 1988, el primero de lengua árabe que lo alcanzó, exclama «Alejandría, rosa de la mañana, cúmulo de nubes blancas, cruce de rayos lavados a la luz del cielo, corazón de recuerdos con gustos de miel y con surcos de lágrimas». Es un reflejo de la historia de
Sí, los bárbaros llegaron y lo destrozaron todo. Sólo queda la reconstrucción moderna de algunos monumentos para proclamar grandezas que ya no existen.