La actualidad política catalana es España. Lo importante es lo que dicen y hacen los jueces, políticos o personajes públicos de la “villa y corte”. Las teles, radios o periódicos nos informan puntual y detalladamente de las conspiraciones o conjuras que allí acontecen. Todo lo que no sea esto, es una política de campanario sin ningún tipo de importancia real para la ciudadanía. Puesto que han conseguido que todos pensamos exclusivamente en cómo llegar a fin de mes, estamos pendientes de cuándo se acabará el descuento en la gasolina, si darán una ayuda por la cesta de la compra o si habrá un tope al incremento del precio de alquiler. ¿Dónde se decide todo? En Madrid, por supuesto.
El relato de lo crucial siempre se hace desde una óptica “nacional”. Las sesiones del “congreso” son seguidas por los catalanes con mucha más atención que los insípidos debates parlamentarios del parque de la Ciutadella, que no sirven para decidir nada que afecte a nuestro día a día. Bien mirado, sus integrantes han asumido sin rechistar el papel de parlamento de feria. Poco ruido y que decida Madrid, porque así siempre tendrán a quien cargar el mochuelo de su incompetencia y pusilanimidad.
En un escenario como éste, es normal que Pedro Sánchez, hace un par de semanas, afirmara rotundamente que “el proceso ha terminado” y que nunca habrá referéndum de autodeterminación alguno. Pese a que Pere Aragonès hable con la boca pequeña, el de la Moncloa sabe que hoy no existe el clima colectivo insurgente que puso el Estado contra las cuerdas en 2017. Hemos pasado de querer dejar de ser españoles a hablar sólo de España. Mientras, la iniciativa política ya no está en la calle, sino en los despachos oficiales. Votad y callad. Éste es el mensaje.
Las aguas van volviendo a su sitio, y hablar de los problemas de la gente es la consigna que enmascara un objetivo: dejar de debatir sobre la independencia para hacerlo sobre las “cosas de comer”. Cabreados, pero españoles. He aquí la fórmula más efectiva para acabar con el independentismo combativo, creen y piensan los de allá y los de aquí. La estrategia es recuperar la tradicional discusión entre derechas e izquierdas para borrar cualquier debate de conflicto entre naciones. En el hemiciclo de la carrera de San Jerónimo esta disputa se produce con una virulencia especial y los dos bandos se arrancan los ojos. Generan encarnizados partidarios y detractores de su causa. Los diputados catalanes, mientras, toman partido por las izquierdas y son arrastrados al barro de las polémicas madrileñas. Aun así, siempre reciben por todos partes. Pero quieren hacernos creer que los ultrajes del progresismo son siempre más tolerables que las de la bancada conservadora.
No somos conscientes de lo que significa esta transformación en nuestra opinión pública. Si uno de Reus, por ejemplo, tiene los mismos problemas que uno de Segovia, ¿por qué las soluciones no deben ser las mismas? ¿Puede haber un mejor argumento a favor de la unidad de España? La complicidad de los partidos catalanes en esta chapucera operación de españolización política es una estafa que permitimos y fomentamos con nuestros votos. Ahora no es necesaria la fuerza para derrotarnos. Basta con nuestra inconsciencia.
EL MÓN