España, problema de Europa

Cada día que pasa, el Estado español aparece como una anomalía democrática, judicial e institucional, en el marco europeo. Antonio Tajani, presidente del Parlamento Europeo -admirador del dictador fascista Benito Mussolini, miembro de Fuerza Italia, portavoz del gobierno de Silvio Berlusconi, oficial del ejército del aire y antiguo militante de la Unión Monárquica italiana-, dijo que la avalancha de incidencias que rodean a los eurodiputados independentistas catalanes son «un problema de España». Llama la atención que, a estas alturas, intente hacer ver que no se ha dado cuenta de que, en realidad, los problemas que tiene el Reino de España con el sistema democrático no son sólo un problema de este Estado, sino de toda la Unión Europea.

Según el Tratado de Lisboa, que delimita el funcionamiento de la Unión Europea y es su carta magna, «el funcionamiento de la Unión se basa en la democracia representativa» y la primera de las instituciones de la UE es el Parlamento Europeo, organismo que está formado «por representantes de los ciudadanos de la Unión». Pues bien, resulta que en las elecciones al Parlamento Europeo del 26 de mayo, más de dos millones de ciudadanos europeos han elegido como diputados Carles Puigdemont, Oriol Junqueras y Toni Comín y lo han hecho mediante el mecanismo de la democracia representativa que regula la primera y más democrática de las instituciones europeas. Se da el caso, además, de que tanto Puigdemont como Junqueras han obtenido más votos que las listas más votadas en 16 de los 28 estados de la UE. Sin embargo, España, que es Estado miembro de la Unión, tiene problemas muy graves con la democracia, ya que, como no le gustan algunos de los diputados elegidos por los ciudadanos europeos, reacciona impidiendo su acreditación como europarlamentarios, evitándolo con todo tipo de subterfugios. A Puigdemont y Comín les obligan a recoger, en persona, el acta que los acredita como eurodiputados, en Madrid, pero tampoco le reconocen esta condición a un Junqueras que sí podría personarse en Madrid.

Resulta, sin embargo, que, en su momento, al diputado del PP Gómez de la Serna no le fue necesario presentarse físicamente en persona a recoger el acta de diputado en el Congreso y un procurador, debidamente acreditado, lo hizo en nombre suyo, se dio por válido este procedimiento y el tal Gómez se convirtió en diputado de pleno derecho. Más recientemente, algunos senadores, entre los cuales la catalana Marta Pascal, se ahorraron el pasar personalmente por Madrid a recoger el acta, ya que otras personas lo hicieron en su nombre, con el correspondiente documento fehaciente que así lo acreditaba y hoy gozan de la condición de senadores, exactamente con los mismos derechos que sus compañeros de Senado que acudieron a hacer la gestión físicamente ellos mismos. Es totalmente lógico que uno se pregunte por qué motivos se admite como bueno, para unos, un procedimiento de acreditación que, exactamente el mismo, es negado a otros. Sobre todo porque, ninguno de los eurodiputados elegidos fue cuestionado, impugnado o impedido de presentarse cuando se hicieron oficiales las diferentes candidaturas.

Este comportamiento doméstico de república bananera del Reino de España, donde creen que lo pueden hacer todo y donde la separación de poderes brilla por su ausencia, es un ataque al carácter básico del funcionamiento de la Unión, como es la democracia representativa. Y esta concepción tan intervencionista del Estado en asuntos supraestatales, como la composición de un parlamento que no es sólo español, sino de toda la Unión, debe ser totalmente inaceptable por el conjunto de ciudadanos europeos, no sólo por los europeos catalanes, porque son los derechos de todos ellos los que se ven negados, limitados y desvirtuados, en la medida en que no se reconoce la validez del voto. Para España, pues, si votas independentista, tu voto no vale nada y no es reconocido, porque, finalmente, con una estratagema u otra, se impide que lo que la gente ha votado sea respetado y que se conviertan en diputados las personas que se ha votado libremente.

Los damnificados, sin embargo, aquellos a quienes se estafa oficialmente no reconociéndoles el valor de dos millones de votos no son tan sólo catalanes, sino también ciudadanos europeos de otros lugares de la Unión, residentes aquí, que han optado, también, por opciones independentistas. Pienso, sin ir más lejos, en dos amigos alemanes, uno portugués y uno italiano que, el 26 de mayo, fueron a votar a Puigdemont y Junqueras. A estos ciudadanos europeos, que no tienen ciudadanía ni pasaporte español, España les ha estafado también, porque su voto, finalmente, tampoco ha valido nada. ¿Los estados europeos aceptarán, como si nada, que ciudadanos suyos residentes en España no tengan el mismo derecho a ver respetado su voto, como sí lo tendrían en su Estado de origen? ¿Alemania, Francia, el Reino Unido no levantarán la voz contra esta vulneración de derechos fundamentales contra connacionales suyos, por parte de España? Una España que también ha estafado a los votantes españoles, vascos o gallegos que, en diferentes puntos del Estado, optaron por listas independentistas.

Es por ello que este fraude a la democracia, esta burla a la democracia representativa, esta reacción antidemocrática del Reino de España, tiene que preocupar a toda la Unión Europea sin excepción. Porque España constituye hoy un problema de una gravedad extraordinaria para el conjunto de la ciudadanía de la Unión, no porque tenga problemas con el independentismo, sino porque los tiene con la democracia. Esta piedra en el zapato permanente que es España para los demócratas europeos, pone en cuestión la credibilidad, el sentido y el futuro de la Unión, porque ataca, directamente, sus fundamentos democráticos. Al fin y al cabo, los diputados elegidos, no representan exclusivamente a los independentistas que les han votado, sino al conjunto de ciudadanos de la Unión.

Y el Parlamento que se constituirá el próximo 2 de julio se deberá preguntar si está dispuesto a aceptar que, los procedentes de la circunscripción del Reino de España, no sean, en su totalidad, aquellos que los electores eligieron el 26 de mayo. Porque, si lo acepta, no sólo en los Países Catalanes, sino en muchos otros lugares de Europa, mucha gente se preguntará de qué puñetas sirve votar para ir a un Parlamento Europeo donde lo que vale no son los votos libres de los ciudadanos, como en toda la UE, sino las injerencias políticas del poder judicial y el ejecutivo. Y no sólo de qué sirve votar, sino de qué sirve, en definitiva, una Unión Europea que acepta este ataque al sistema democrático.

EL MÓN