Es obvio que ellos, los políticos de España, y sus intelectuales, periodistas, militantes, votantes, y público en general, no quisieran que se hablara más. «Roma locuta, causa finita» que se decía antes: habla la justicia suprema, tema cerrado. Sobre todo el tema de las definiciones y los conceptos, que, finalmente, es lo que cuenta y lo que preocupa. Si Cataluña, pues no es una nación, o sólo puede serlo de manera retórica y sin ninguna consecuencia efectiva, el tema queda resuelto y liquidado para siempre, España no corre peligro, el resto son detalles que ya se arreglarán con paciencia y resignación, y los militantes y los votantes del PP y del PSOE pueden quedarse tranquilos y satisfechos, como sus líderes. Zapatero ya ha dicho con claridad oracular que el grifo se ha cerrado: ya no le darán más competencias a Cataluña, y no le concederán tampoco más identidad. La identidad (nacional, ¿qué si no?) debe ser una posesión o propiedad que ellos tienen, y pueden dar o no a los demás según convenga. Es necesario, por tanto, que los catalanes dejan de pensar que son una nación. Que piensen que son otra cosa, o que no piensen. Ser esto o ser aquello, ya se sabe, no tiene ninguna importancia.
El caso, es que en el mundo contemporáneo, es decir en el conjunto de las sociedades humanas, el ser eso sustancial, la identidad básica de grupo, es todavía, y será previsiblemente en el futuro, sustancialmente un ser nacional: la «entidad» que define por encima de las demás la vida política, moral, cultural, informativa, simbólica, etc., es todavía y sobre todo nacional (excepto, quizás , para determinados fundamentalismos religiosos, tipo comunidad de los creyentes, basados en la oposición fieles-infieles). La entidad llamada nación no ha sido sustituida como marco central o supremo de la vida de las sociedades: ni las regiones, ni Europa, por ejemplo, no han alcanzado un valor definitorio equivalente. Incluso los grandes temas o problemas de alcance universal tienen moral y contenido nacionales: internos como en Irán o en China, externos/internos como el nuevo patriotismo norteamericano tras el 11 de Septiembre, o como el enfrentamiento India-Pakistán. O en materia del deporte, por ejemplo, gran tema universal, con patriotismos particulares llevados a extremos de locura compartida.
El hecho, pues, es que el marco-espacio nacional continúa, y continuará previsiblemente, como definidor máximo de identidad (del auto- y hetero- reconocimiento en el mundo), y como territorio que delimita al máximo la responsabilidad moral, cívica y política. Por tanto: ante esta realidad, hay que asumir sin aspavientos la vigencia efectiva (deseada o no) del patriotismo o nacionalismo (no importa: pueden ser usados como sinónimos, aunque a menudo se hace una distinción valorativa en favor de un término o del otro) como ideología democrática, ética, inclusiva y constructiva: la patria o nación es el locus definitorio de una sociedad o pueblo en el mundo, y el marco más significativo de la responsabilidad civil. Si tiene estado propio, el estado mismo se encarga de su preservación como tal espacio. Si no lo tiene, necesitará alguna estructura equivalente o suficiente: en caso contrario, se produce la dependencia, la sumisión y la subordinación en términos desiguales.
Si, para el cuarto de siglo pasado y para la primera década de éste, el proyecto histórico y nacional de Cataluña era encontrar un encaje aceptable dentro de un estado-nación español descentralizado y condescendiente, un lugar no del todo incómodo dentro de la España de las autonomías, hay que decir que el éxito ha sido considerable: Cataluña como región autónoma de España funciona satisfactoriamente. Pero el catalanismo (como hipotético bloque nacional, o los diferentes catalanismos políticos, ideológicos y culturales… y el económico, si puede ser) tiene que decidir si una autonomía regional suficiente es también el proyecto para el futuro, o si hay que asumir ya otra perspectiva que no implique la aceptación indefinida de la dependencia. Si «Cataluña es una nación» es más que una afirmación retórica, debe tener consecuencias efectivas: si es una nación no puede ser a la vez parte de otra, y su centro moral, cultural y político se encuentra en sí misma y no fuera. Catalunya ya no tiene (si es que nunca la ha tenido, fuera de la propia fantasía) una misión española: ni reformar ni modernizar España. Entre otras cosas porque España no lo acepta, ni le interesa: se reforma sola, y se ha modernizado sola. La ilusión de Cataluña (desde Prat de la Riba, o desde antes), de verse como «líder de España» es más ilusión que nunca. Y además, supone la propia dependencia mental, cultural y moral, compensada con el mito -cada vez más válido- de una supuesta superioridad cultural o económica.
Y ahora les voy a contar una pequeña historia que aclara perfectamente qué es una nación de verdad, la que para definirse no depende de un tribunal. Esto sucedió cuando yo compraba el periódico hace pocos días en mi quiosco-tienda habitual, donde venden también todo tipo de trastos imaginables, y encima del mostrador había un montón de banderolas y bufandas, con los colores de la bandera española, y con inscripciones patrióticas dedicadas al equipo de fútbol que representa a la nación ante el mundo entero. Nación abatida en la derrota, exaltada en la victoria y en la gloria, tal y como es habitual. Entonces, veo que en una bufanda doblada aparece la palabra «Dios», la desenrollé, intrigado, y la inscripción completa era: «Con dos gotas de sangre y un rayo de sol / DIOS hizo una bandera y se la dio a un Español”. Ya se sabe que la nación y la teología pueden ir ligadas de vez en cuando, desde la Biblia hasta el día del Pilar, fiesta nacional, antes Día de la Raza. Comprendo que el proyecto divino de la creación del mundo puede jugar un papel decisivo («España estaba en la mente de Dios desde toda la eternidad», afirmaba J.A. Primo de Rivera, o eso me enseñaban a mí en el bachillerato). Y la sangre y el sol son un recurso muy clásico: «Salve a ti, pabellón de Castilla / pincelada de sangre y de sol/ Quien no doble ante ti la rodilla / no merece llamarse español», etcétera. Pero esta bufanda patriótica es una novedad moderna: será que no era suficiente tener a favor el Padre Eterno, Castilla, los rayos del sol y la sangre roja, aunque, bien mirado, no parece poca cosa. En todo caso, atribuir a Dios Omnipotente en persona la confección de la bandera, y la entrega directa a «un español» diría que es demasiado. Ahora bien, el Tribunal Constitucional, la Conferencia Episcopal, y la prensa española en bloque, lo deben encontrar la cosa más natural del mundo. ¿Una nación «ab aeterno», qué juez la discutirá?