Sucedió en la ‘corrida’ inicial de la feria de San Isidro, la fiesta mayor de Madrid. Tras más de un año de restricciones había muchas ganas y expectativas entre los aficionados a los toros, máxima expresión de libertad según la presidenta de la Comunidad. Tal era el primer toro de la tarde que el diestro esperaba arrodillado ante la puerta, con la ‘capa’ esperando la primer embestida -‘a porta gaiola’ (‘a puerta gayola’), llaman a esta figura-. La jugada no salió bien, y el toro pasó, literalmente por encima del torero como un autobús. Parece que las cosas no han hecho más que empeorar porque, en las mismas ferias, otro toro sacó literalmente las tripas a un torero en una espectacular ‘cogida’ -por favor, que los lectores latinoamericanos no se rían con esta polisémica expresión-. Todo ello, una metáfora de la dura y cruda realidad que, a medida que la niebla de la pandemia se levanta, parece querer embestir una España que, desde el 1 de octubre no ha hecho más que autolesionarse.
Efectivamente, esta semana comenzó con los hechos de Ceuta. Ya sea como respuesta al asilo al presidente del Sahara, ya sea como revancha por la obvia discriminación y malos tratos de las autoridades españolas respecto a los cientos de miles de súbditos marroquíes en el Estado (incluidos los que aparecen en los carteles electorales de Vox, santificados por la JEC), ya sea como fórmula de presión contra la presencia colonial, ya sea como herramienta de extorsión contra España, y por extensión Europa (es decir, imitando lo que hace Erdogan con Bruselas, cuando cobra por no enviar refugiados al corazón del continente), se ha montado una operación que empuja a Madrid contra las cuerdas. En cierta medida, Marruecos, con mayor relevancia geoestratégica que España, que cuenta con mayor protección diplomática de los Estados Unidos, está poniendo a prueba la fragilidad de un Estado muy tocado por las imágenes del 1 de octubre, y que parece en fase descomposición avanzada.
Más allá de la cuestión territorial, es obvio que el búnker franquista, retirado durante décadas a sus cuarteles de invierno («cuarteles» no es ninguna metáfora), no ha hecho sino dilapidar en poco tiempo el capital democrático acumulado en las últimas décadas. Y lo peor de todo, la constatación de que el gobierno de España no parece capaz de controlar la situación, entre la desinhibida impunidad posfranquista. El mismo día que sucedieron los acontecimientos de Ceuta, manifestantes ultraderechistas (de esos que nunca van a la cárcel) sacudieron el vehículo blindado del presidente Sánchez (si esto hubiera pasado en Cataluña, ya habrían aplicado la ley antiterrorista). Durante la agria campaña electoral madrileña, Marlaska y otros ministros recibieron balas amenazantes. Los sectores más reaccionarios de la Guardia Civil imponen ascensos a personas afines mientras que ninguna medida disciplinaria se impone a unos uniformados que deberían mantener una estricta neutralidad política. Mientras tanto, a copia de la suicida y contemporizadora política de ‘appeasement’ respecto del fascismo, se ha propiciado una radicalización ultra entre las nuevas generaciones -los votantes de Vox son inquietantemente jóvenes acomodados de la Castilla y el Madrid profundos- en las que se hacen resucitar los apolillados esquemas ideológicos del nacional catolicismo. De hecho, el éxito de Vox ha sido enlazar con esta corriente profunda de opinión, que va más allá del franquismo, y que compra los mitos nacionales (la ‘Reconquista’, el ‘Descubrimiento’, la ‘Hispanidad’, …) que fueron cincelados durante el siglo XIX por intelectuales orgánicos para compensar la descomposición del imperio y sublimar la inferiorización del mundo latino durante los cambios de la sociedad industrial. En definitiva, un ensimismamiento (el del XIX y el del XXI) que no hace sino disimular el pánico ante la modernidad y la impotencia de los propios fracasos.
Las malas noticias y las embestidas no hacen sino empeorar a medida que pasan los meses. Aparte de la tensión diplomática con Marruecos (que se plantea retirar su embajadora, y que, poca broma, en un conflicto bélico tendría las de ganar), el Estado se encuentra con una sentencia europea que puede impedir la reiteración de las euroórdenes contra los exiliados. Se trata de un claro mensaje que se envía diplomáticamente para que se negocie, de verdad, la cuestión catalana. Y, hoy por hoy, esto parece difícil. Conviene recordar que las últimas elecciones fueron provocadas cuando se habló de incluir «relatores internacionales» a la estéril mesa de negociación, y es de prever operaciones desestabilizadoras si el govern se plantea pactar soluciones razonables. Del mismo modo, Rusia, adversario geoestratégico de la UE cada vez utiliza más la cuestión catalana, no para favorecer el independentismo, sino para debilitar Europa, lo que, evidentemente, incomoda a Bruselas.
España con sus fantasmas del pasado, ciertamente, debilita a Europa. Los estados centrales detectan cada vez más esta irracional deriva de ‘serbización’ de los poderes fácticos españoles. Unos poderes fácticos que recurren a un nacionalismo intolerante que, al igual que desvanecido el comunismo, las élites militares y políticas serbias tradujeron en una centralización desestabilizadora de la región, que le llevó a la catástrofe.
«En España, de cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa». Esta es una frase de Antonio Machado, aquel poeta que, según algunos textos escolares potenciados por esta deriva reaccionaria «murió en Francia», al igual que García Lorca «murió en 1936», sin hacer referencia al exilio y al exterminio de la disidencia sobre los que se fundamenta la España actual. El posfranquismo, el nacionalismo español más chabacano, ha tomado las bridas del Estado, y como en la actividad del toreo, todo acaba convirtiéndose en un lamentable espectáculo salpicado de sangre, violencia y masas enardecidas; lo que algunos llaman «arte» o «fiesta nacional», Y que no resulta otra cosa que irracional barbarie. España se está suicidando entre la inconsciencia de la mayoría de súbditos españoles. Y mientras tanto, la realidad embiste…
EL MÓN