Las relaciones entre vivir, leer y escribir dan, ciertamente, mucho que pensar. Umbral, en una columna titulada «Oficio de leer», trataba el asunto, inspirado por la muerte del Papa polaco y por lo mucho que, según el escritor, la gente había leído prensa por dicho motivo.
Aseguraba Umbral que «leer no es lo contrario de escribir sino la misma cosa, la otra cara de este noble y fecundo oficio».
Sin duda que leer no es lo contrario de escribir, como tampoco lo es de jugar al fútbol, de ver la televisión, de darle a la play station, de pasear todas las tardes, de emborracharse con buen vino, de hacer la picardía, y así sucesivamente.
Pero leer no es lo mismo que escribir. Por mucha prosa sonajera con que adorne su verso el poeta, la palabra tortura seguirá siendo tortura, aunque se llame melancolía. Umbral debe de considerar que en el ser humano existe una misma facultad que rige el comportamiento lector y escritor. Pero se equivoca. Lo que realmente existe es una facultad distinta para leer y otra para escribir. De ahí que haya personas a quienes les gusta leer un montón, pero no les digas que hagan una caricatura por escrito de Umbral. Lo que sí se da de forma inequívoca es la siguiente relación íntima: todas las personas que escriben leen. Pues no hay escritor que no lea.
Y me da también que Umbral ignora que leer es una actividad mucho más compleja que la de escribir. El tópico secular es afirmar lo contrario. Pero quienes nos movemos en ámbitos donde se pone a prueba cada día la capacidad de leer y de escribir, en jóvenes y adultos, podemos asegurar que leer, lo que se dice leer, es, como actividad intelectual, mucho más compleja que escribir. También lo afirmaba Borges y, por supuesto, lo sostiene cierta psicología del aprendizaje. Tanto es así que el sistema educativo, y ya no digamos la sociedad en general, ganaría mucho en esto de «hacer lectores», si las escuelas y los institutos hicieran más hincapié en que sus alumnos escribieran, en lugar de dejarse apresar por la obsesión un tanto neurótica de hacer lectores.
En cuanto a lo de «noble y fecundo oficio», dejémoslo, sin más, en oficio. ¿Acaso el resto de los oficios, en los que el ser humano pasa el rato concentrado de la vida, no son nobles y fecundos? La dignidad y la nobleza no requieren ni edad, ni madurez, ni oficio específico alguno. Están al alcance de cualquier voluntad que pretenda ser honrada consigo misma.
Dice Umbral: «El que lee con asiduidad y sin crispación noticiosa, está en realidad creando aquello que dice el libro».
Quien lee, con crispación o sin ella, no crea absolutamente nada. Esta es otra idea tan tópica como vieja. Forster, en su ensayo «Aspectos de la Novela», hablaba de que el lector era un co-creador de la novela que leía. Pero, que se sepa, aquí nadie co-crea. La pretensión de Umbral tal vez sea la de dignificar el acto lector dotándolo de unos significados maravillosos, en este caso asociándolo con el de un partero, pero, a poco que uno considere el meollo de la relación, comprobará que todo es mero jugo de agua de borrajas. Una mixtificación.
Se dice que cada lector es un magma volcánico que entra en erupción de acuerdo con su particular idiosincrasia. Nada que objetar. Seguro que para entender e interpretar una novela el lector tendrá que verse en la situación de identificar, analizar y valorar, a los personajes, las tramas y todo lo demás. Pero, desde el punto de vista psicológico, que es el nivel en que se mueve Umbral, lo más probable es que sean los propios personajes quienes desnuden al lector, desvelándole rasgos de su carácter.
También añade Umbral, recordando a Barthes, que «el crítico es un escritor aplazado. También el lector es un escritor aplazado, aunque no escriba nunca».
Ni el crítico es un escritor aplazado, ni el lector es un escritor aplazado. Si esta explicación conductista es cierta, habría que considerar que un fontanero es un ingeniero aplazado, un electricista es un Físico Nuclear aplazado, un charlatán de feria es un político aplazado y un albañil un arquitecto aplazado. Y así todos seríamos sujetos aplazados, esperando el momento preciso para que nuestra natu- raleza verdadera saliera a flote. No solamente eso: la sociedad en la que vivimos es toda ella un grupo de semovientes aplazados que no encuentran su lugar adecuado para vivir siendo lo que realmente son, o desean ser.
Desde luego, el crítico no es un escritor aplazado, porque, sencillamente, es ya un escritor. Otra cuestión es que Umbral considere que sólo son escritores los que escriben novelas; que sólo son escritores lo que son premiados y que solo son escritores los que publican en las grandes editoriales.
Termina Umbral su ristra de ocurrencias afirmando que «leer es una forma insustituible de vivir».
Leer y vivir, vivir y leer. Todo lo que hace el ser humano forma parte de su vida. Es vida. Leer, no leer, escribir, no escribir, pasear, no hacer nada, mirar, observar, fumar, llorar. ¿Qué tiene de especial la lectura que no tenga cualquiera de las actividades que realiza el ser humano? La sacralización de la lectura, que plantea Umbral, sólo conduce a una forma de fundamentalismo lector. ¿Por qué no considerar de una vez por todas el acto de leer como una más de las actividades posibles que puede llevar a cabo la persona?
Considérese sólo un detalle: ninguno de los supuestos efectos maravillosos que se le atribuyen a la lectura son exclusivos y excluyentes de ella. Cualquiera de ellos pueden cultivarse mediante otro tipo de soportes: el cine, la pintura, la televisión, una conversación, una hora en silencio contemplando cómo cae la lluvia o las hojas otoñales de los últimos platanares de la glorieta…
En definitiva, «la elocuencia muda de la lectura» (Umbral) es, precisamente eso, muda. Y está bien que siga siéndolo. Especialmente, cuando su silencio se quiere sustituir por frases hechas. –