Es una cita muy bien encontrada, y por eso se la disputan las fuentes: «El hombre es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras». Dichos acertados habituales suelen ser de Mark Twain, Oscar Wilde o Groucho Marx. O de alguien anónimo que considera un honor ceder su autoría a uno de estos tres señores. La que ahora nos distrae ha hecho fortuna de hace tiempo, sobre todo entre políticos, y es atribuida a Aristóteles o «a los árabes». No importa. También Aristóteles, recuperado por Averroes, influyó en Al-Andalus. Y de ahí, al cristianismo. Vete a saber, pues, de quién y de dónde viene el dicho.
Pero sea como fuere, el hombre -y ‘tutti cuanti’- es, sobre todo, esclavo de sus palabras. Hasta hace cierto tiempo esto era sagrado. “Palabra dada”, decían. La frivolidad -la liquidez- de la política actual se explica, en buena parte, por la alegría con que este compromiso oral ha sido menospreciado. Por todas partes, sobre todo, en política. Alguien como Jaume Collboni puede decir en campaña electoral que sólo quien gana las elecciones puede ser alcalde y, más tarde, cuando las pierde, puede reivindicar su propia mentira como un anzuelo electoral. «Ya se sabe, en campaña…». Del “Ya se sabe, en campaña…” hemos pasado al “Ya se sabe, en política…”. Y del “Ya se sabe, en política…” hemos pasado al “Todos los políticos son iguales” y al descrédito absoluto de la vocación, que ahora es una de las profesiones más miserables de todo el arco gremial.
Todos los partidos políticos -sin excepción venerable- son ahora tomados de sus palabras antes y después de campaña.
El PP, que hace cuatro días se abría a la posibilidad de negociar con Junts, a cambio de hacerlo «dentro del marco constitucional», es prisionero de su semántica agresiva. Desde el referéndum y antes, los dirigentes populares han descargado toda la bilis contra Carles Puigdemont y los demás independentistas catalanes exiliados con epítetos tan corrosivos como «fugados», «ultras» y «golpistas». ¿Qué habrá cambiado en el mundo para que alguien quiera negociar con un “golpista” “dentro del marco constitucional”? Más aún. ¿Cómo negociar con un golpista dentro de un marco constitucional? La contradicción no soporta los pedos. El Partido Popular puede negociar con Vox porque siempre ha rechazado considerarlo un partido franquista -aunque Vox sea más franquista que Franco-, pero no puede pactar con alguien que ha definido mil veces como «ultra» y «golpista».
El PP es esclavo de sus palabras. Qué esclavo es el PSOE, que, cuando podía prescindir de Junts, lo llamaba de todos los colores para ganarse la adhesión de su electorado más patriota. ¿Cuántas veces ministros del gobierno de Pedro Sánchez, él mismo, o dirigentes socialistas de todas las baronías -ahora nichos- han proclamado que lo único que podía y debía hacer Carles Puigdemont era «volver y entregarse a la justicia»? ¿Cómo pedir el voto o tratar de pactar con alguien que lo único que debe hacer es dejarse de cuentos y entregarse?
Los socialistas, además, se han cubierto de lodo. Si realmente fueran un partido de Estado -en España no hay ninguno-, habrían medido las consecuencias de haber quitado la alcaldía de Barcelona a Xavier Trias. Si los socialistas -españoles y catalanes- fueran patriotas de verdad de su nación, habrían permitido que el ganador de las elecciones hubiera gobernado la ciudad. Trias habría sido un revulsivo en la estructura interna de Junts. Pudo decantar el partido hacia posiciones más “pragmáticas”. Dejo aquí que el lector utilice el adjetivo que más le agrade. Ahora sería un ariete y un contrapeso contra las opiniones más “radicales” de su partido y pediría acercarse al PSOE para ver qué. Además, en el ayuntamiento el apoyo necesario del PSC le obligaría a ello. Pero los socialistas -españoles y catalanes- prefirieron ganar “la segunda capital” que neutralizar, aunque fuera relativamente, a Junts. El «constitucionalismo» es así. Solo confía en la propia fuerza. La voluntad de convencer es para los débiles. Los dirigentes del PSOE y del PSC menospreciaron la palanca de presión que significaba tener apretado a Xavier Trias. Ahora sufren y deben digerir sus consecuencias. No tienen nada con que presionar a Junts. Sólo su retórica, tan estúpida como agresiva.
Tan esclavo de las propias palabras es el PSOE como Esquerra Republicana. Sus dirigentes, los de Esquerra, dieron un salto en el mismo momento que Pedro Sánchez convocó elecciones españolas y proclamaron que había que detener a “la extrema derecha española”. Con la proclamación llevaban la penitencia, porque parte de sus votantes -de sus anteriores votantes- dieron el paso mental -y electoral- siguiente y consideraron que, puestos a frenar la barbarie reaccionaria española, ¿quién mejor que el PSOE o su franquicia catalana? Más directo. Si el propio president de la Generalitat instó a la movilización electoral para frenar “la involución”, ¿qué autoridad moral tiene ahora él, su govern o su partido para negar el pan y la sal a Sánchez? Les votaron precisamente para que el actual presidente español se mantuviera en el cargo. ¿Ahora le pueden poner condiciones?
Por último, también muere por la boca -como los peces- Junts. Son palabras literales de Carles Puigdemont: “¿Alguien puede confiar en la palabra de Pedro Sánchez cuatro años después? ¿Un señor que te promete unas inversiones a cambio de lo que sea y que después tiene la cara de no cumplirlas y encima presumir? […] Hay que ser vasallo para volver a hacerlo”. El president considera que no se puede negociar con “maizterrak”: “Yo no quiero negociar con el gobierno español. Yo quiero negociar con el Estado, porque el gobierno, sobre todo si es de izquierdas, no manda. Es el ‘maizterra’ de una finca que tiene un propietario que es el rey, que tiene unos jueces, un mundo económico poderosísimo, que tiene un mundo mediático, que tiene una iglesia, que tiene un ejército… Éste es el ‘depp state’” … Muy bien. Pues si el Estado profundo no ha hecho ningún intento de negociar con el president en el exilio y Carles Puigdemont quiere ser coherente, no hay negociación con ‘maizterrak’ que valga. Más aún cuando Junts quiere salirse, de esa dinámica y de esa frivolidad, que condenan y roen la política actual.
El hombre es esclavo de sus palabras. El político, no. Pero si la política quiere recuperar sólo una brizna de la confianza que ha perdido, de la desconfianza que podría hacer que Vox ganara unas elecciones en España, debe empezar a callar más o a hablar de verdad. Si la política no es un circo -al menos si algunos de sus responsables quieren que no lo sea tanto-, ahora mismo sólo hay dos opciones: o Pedro Sánchez permite, con apoyo parlamentario, que Alberto Núñez Feijóo sea presidente de España sin el apoyo de Vox o nuevas elecciones en diciembre.
Nota al margen no marginal: Vox es franquismo. Todo lo que hace desde las instituciones a las que el PP le ha permitido llegar tiene esta lógica. La lógica franquista. Cuando empezó a concretar con hechos sus propósitos la protesta es lógica. Y necesaria. Pero no la extrañeza. ¿De qué se extrañan sus detractores?
EL MÓN