Leía hace unos días —y ya lo había oído decir más veces antes— que el cauce por el que debería canalizarse el discurso y la acción para que la voluntad independentista tomara impulso e incrementara su caudal y su fuerza es la de la reivindicación de las libertades y la defensa de la democracia. La idea es que el Estado Español no es auténticamente democrático y que, por tanto, en su seno, las libertades son incompletas y condicionales. Unido a esta consideración se añade, aún —y el matiz no es menor— que tal anormalidad democrática no es coyuntural, sino estructural. La conclusión inevitable de todo ello es, entonces, la necesidad de separarnos, porque la reforma y la profundización democrática nunca se pueden lograr dentro de la piel de toro. Los déficits son irreparables porque, como se dice y repite, «España es irreformable». Por tanto, lo indicado para cualquier amante de las libertades (lo que en principio seríamos, mayoritariamente, los catalanes, pero no —se sobreentiende— los españoles) sería alejarse de ellos, y no intentar cambiar lo inmutable.
Sin embargo, esta línea argumental no ha sido la mayoritaria en el independentismo. Ha sido una secundaria, por detrás de aquella mucho más popular que es la economicista, que pivota sobre el déficit fiscal, calculado con base en el balance —negativo para nosotros— entre impuestos pagados e inversión recibida, un déficit innegable, sea cual sea el criterio elegido para calcularlo, y que de forma sonora se resumiría en el grito lapidario «España nos roba», el cual, cabe decirlo, aparte de ser difícilmente comprensible por quien parte de la premisa de que Cataluña también es España (al fin y al cabo la acusación sólo tiene sentido con base en el presupuesto de la existencia de una realidad catalana diferenciada de la española, lo que acercaría el argumento economicista a la circularidad), tendría el defecto (o la virtud, desde la perspectiva contraria) de situar el litigio en el ámbito de la política fiscal y económica y, por tanto, de sacarlo del de la reivindicación del autogobierno (o de limitar esta reivindicación a la reclamación de soberanía fiscal, según el modelo foral de Euskadi y Navarra).
Entendámoslo bien: no quiero decir con ello que no haya agravios económicos que alimenten la reivindicación de soberanía política; quiero decir que estos agravios no pueden ser la auténtica causa del deseo de independencia, un deseo que, si es que realmente somos una nación, debería existir aunque las balanzas nos fueran favorables, porque la independencia nunca es una cuestión de dinero. La independencia se ansía aunque cueste dinero, de hecho, se ansía aunque cueste la ruina. Quizás en este caso las ganas se verían afectadas y las dudas serían mayores, quizás en este caso la reivindicación sería menos urgente y despertaría muchas suspicacias, pero ciertamente no se extinguiría (como, correlativamente, no se llegaría a articular, por mucho mayor que fuera el déficit fiscal, si el territorio afectado se entendiera a sí mismo como parte indistinguible de una nación integral).
Análogamente, la línea argumental que haría referencia a la falta de libertades y a la existencia de un déficit democrático tampoco lleva por sí misma a la reivindicación de soberanía territorial, y esto porque el objetivo lógico, cuando no se respetan las libertades y cuando la democracia es tan imperfecta que parece impropio llamarla así, no es la separación, sino la regeneración. Al fin y al cabo, fue esa intuición la que llevó a muchos independentistas que habían hecho de las carencias españolas uno de los argumentos principales de su reivindicación de soberanía a ponerse muy nerviosos cuando irrumpió Podemos, que suponía una esperanza para la regeneración que habían sentenciado que era imposible (y sí, ya sabemos cómo ha terminado todo, pero hay que reconocer que —y eso ya lo sabían los antiguos— la esperanza nunca se pierde, por lo que anunciar su muerte definitiva no parece una buena estrategia).
No, aquello sobre lo que descansa la voluntad de independencia es que somos una nación, y que la nación que somos, no sólo no puede vivir con plenitud bajo el dominio castellano, sino que ve amenazada su continuidad histórica por la voluntad castellana de asimilarla forzadamente. El dinero, en todo caso, viene después (y vigilemos con las cuentas que hacemos, que es fácil caer en las de la lechera, sobre todo cuando los resultados dependen de un extenso condicionado cuya garantía no se encuentra sólo en las manos propias).
Para los agravios económicos existe la política fiscal y de inversiones, para los de gobernanza democrática, los cambios de gobierno, la educación y las reformas legislativas. Sin embargo, la soberanía es el remedio cuando lo que hay que salvaguardar son la supervivencia y la libertad nacionales.
En cuanto a la democracia española, si es imperfecta, lo es, sobre todo, porque no respeta a la minoría nacional catalana —de hecho, no sólo a la catalana—, y empeora, incluso, cuando se retuerce hasta convertirse en una caricatura con el fin de desarticular los intentos que, periódicamente, los catalanes protagonizan con la voluntad de liberarse. En estos casos, el Estado deja de tener normas y pasa a tener sólo medidas, pero sólo para nosotros (por eso resulta tan difícil que desde fuera lo vean como se nos muestra a los catalanes: porque fuera de Cataluña, el estado funciona más o menos como todos -peor que muchos, pero mejor que la mayoría-, y así se percibe en el exterior).
Asimismo, las libertades limitadas o negadas, aquellas que reclamamos que España no respeta, no son las libertades en general, sino la libertad de vivir plenamente como catalanes y poder ejercer nuestro derecho a la autodeterminación (y, secundaria e instrumentalmente, las libertades ciudadanas de quienes no aceptan la conculcación de estas dos fundamentales).
No tiene sentido hablar de democracia y libertades en abstracto. La democracia es un sistema que debe permitirnos conquistar, de manera civilizada, derechos concretos que nos faltan, sin tener que arrebatarlos por la fuerza a quien por la fuerza nos los niega, unos derechos que también llamamos libertades y que reivindicamos porque ni los tenemos ni se nos prevén: el de poder vivir en catalán, el de recuperar nuestra autodeterminación interior, sin limitaciones de ningún tipo, el de poder ejercer nuestra autodeterminación exterior, el de disponer de las herramientas que permitan integrar a los recién llegados a nuestra comunidad nacional, el de no tener que preocuparnos por nuestra supervivencia como colectividad histórica y, finalmente, no ver conculcados nuestros derechos fundamentales individuales cuando presionamos para alcanzar los anteriores. Las libertades que no tenemos son la de decir ‘bon dia’ y que no te peguen una torta, la de no tener que preocuparnos de si en la reunión de vecinos alguien te exige cambiar de lengua o la de no dudar que el inmigrante exigirá como un derecho aprender catalán, las libertades que, en definitiva, derivarían de la devolución de la soberanía que se nos arrebató por la fuerza hace ya tiempo, mucho tiempo (pero no lo suficiente para no recordarlo, porque el pueblo al que se le quitó todavía está vivo y lo sufre).
No, las «libertades» en general y la «democracia» en abstracto no son la razón por la que se exige la independencia. Queremos la independencia porque los catalanes no somos castellanos, pero en castellanos debemos convertirnos si es que queremos ser españoles. Y el resto es propaganda (hecha por nosotros).
Y sí, ya lo sé, ahora habrá algunos que griten: «¡Eso es lo mismo que decir que la independencia se desea por razones de identidad!» Pues sí, efectivamente, es por eso por lo que tiene sentido ser independentista, aquí y en cualquier parte del mundo. De lo que se trata es de ser quien se es y seguir siéndolo sin tener que preocuparse. El bienestar económico se compromete por este motivo, los derechos pueden llegar a suspenderse, si esa voluntad es desafiada, y la gobernanza puede entrar en una situación de excepcionalidad por la misma razón.
Nadie quiere ver desaparecer la comunidad nacional con la que se identifica, al igual que no aceptaría perder su identidad individual por mucho que se le asegurara de que, de hacerlo, su cuenta corriente, su ‘status’ y sus expectativas vitales mejorarían y se ampliarían. No es que no queramos esto último, es que por tenerlo, no queremos pagar el precio de dejar ser quienes somos (y no somos nuestra cartera, ni nos definen las expectativas de las que dispongamos). La identidad es cambiante y difícil de definir y puede ser perfectible. En todo caso existe, porque cuando se ve amenazada nos damos cuenta y nos dolemos, y es innegociable. Por decirlo a la manera de Bill Clinton: «¡Es la identidad, imbéciles!», que no es ni buena ni mala, simplemente es (en todo caso, bueno o malo sería el fin con el que lo esgrimiéramos, y aquí es necesario decir que liberarse es siempre una buena causa, tan buena como mala es negar la libertad a otro).
Ante esto, todavía se me dirá: «Entonces, ¿cómo conseguiremos ser más, si tanta gente en Cataluña es castellana, o de otra nacionalidad diferente a la catalana (y, además, en este último caso a menudo se ‘ha castellanizado)?». Y efectivamente, esto es un problema, pero los problemas no desaparecen negándolos, y simulando que «esto va de derechos», o diciendo cosas como que «no todo el mundo tiene bandera pero todo el mundo tiene cartera», porque si el problema fuera la cartera, formular la solución en términos territoriales sería como curar un resfriado con penicilina, y porque si esto en realidad va de derechos, la reivindicación a todos beneficia, y entonces «mejor unidos», porque la unión nos haría más fuertes ante el Estado que nos niega las libertades ciudadanas.
No, no, la cosa va justamente de banderas, va del derecho a ser catalanes, no de ser ciudadanos de una democracia española modélica (aunque sí querremos ser catalanes en el marco de una democracia catalana impecable). Y si la bandera no nos importa, si la lengua no es un problema, si la identidad catalana, por ser identidad, es sospechosa de no ser nada (a diferencia de la castellana, que todo el mundo parece dar por supuesto que existe y que resulta un factor político decisivo) o, en todo caso, no es una causa defendible, entonces, ¿para qué queremos la independencia? ¿Para disfrutar del hecho de que en realidad seríamos personas moralmente mejores que los españoles y por tanto, capaces de más justicia? De pensar así, ¿no caeríamos en el chovinismo tratando de huir del nacionalismo (que si implica sentido de comunidad y se esgrime por razones defensivas, no tiene nada malo)? ¿No seríamos, entonces sí, nacionalistas en el mal sentido del término? Además, ¿no constituiría este hipotético rasgo diferencial un rasgo —¡horror!— de identidad?
La independencia, como dice Alex Salmond, no va de balanzas, pero tampoco va de derechos, libertades y democracia abstractas (si así fuera, ¿qué palestino no querría ser ciudadano de Israel antes de serlo de una república o de una monarquía árabe?) La independencia es un deseo que nace de una identidad, que es algo inevitable, porque no hay humanos fuera del espacio y del tiempo, de un lugar y de la historia. El resto es propaganda (hecha contra nosotros).
Esto seguro que no convencerá a los que piensan que no deben ser tan secundarios los argumentos economicistas y sobre la defensa genérica de las libertades y la democracia, cuando fue sobre éstos sobre los que, al menos aparentemente, descansaron las reivindicaciones independentistas de las naciones criollas americanas (tanto del norte como del sur). A quienes se aferran a este ejemplo supuestamente refutador quisiera preguntarles si piensan que ahora, cuando las naciones americanas ya se han consolidado (lo que no quiere decir que no sigan teniendo problemas de definición y que no existan reivindicaciones nacionalitarias dentro de los sus respectivos estados), comprometerían éstas su independencia por razones económicas y de gobernanza, o si, por el contrario, no comprometerían más bien economía y gobernanza para mantener aquélla. Y es que no tiene sentido esgrimir ejemplos de la época previa a la consolidación del paradigma nacional (previa al mundo de naciones que somos ahora) en el momento en que éste ya ha cristalizado y es la norma general.
Ciertamente, soy consciente de ello, el hecho de que la cuestión gire en torno a la nacionalidad y la identidad que implica nos complica las cosas a la hora de tratar de ser más, y evidencia que tenemos problemas delicados que hacen daño al formular y resolver, pero las cosas son como son, y nuestras condiciones no las decidimos sólo nosotros, sino que también —quizás sobre todo— las deciden por nosotros y —siempre que pueden, porque España sí tiene un programa identitario, y no es defensivo sino expansivo— contra nosotros. Yo, en todo caso, confío en el sentido de la justicia que es inherente a todo ser humano, y que acaba determinando el sentido de sus acciones y preferencias cuando su entorno y sus circunstancias biográficas no lo enfangan en inclinaciones irracionales. Confío en que aquel que, en Cataluña, se sitúa fuera o en la periferia de la nacionalidad catalana, puede entender que lo que quiere para sí mismo es normal que los catalanes lo quieran para ellos, y que haga suya nuestra reivindicación o, al menos, que no se oponga, dado que, de lograrlo, su nacionalidad de origen y referencia no se resentiría y, por tanto, todo el mundo ganaría (en todo caso sólo saldría perdiendo cierta concepción nacionalista que no permite a España entenderse sin Cataluña, pero que a la vez no puede evitar concebir a los catalanes como un cuerpo extraño), y dado que, al fin y al cabo, no para identificarse con otra nacionalidad, debe resultarle imposible —ni tan solo difícil— identificarse- también, a la vez, con la catalana. Porque la identidad, que es adaptable y compleja, también puede ser dual.
Sin embargo, no soy ingenuo y sé que no podrá haber independencia (ni, de hecho, ningún verdadero reconocimiento de la nacionalidad catalana con consecuencias políticas y jurídicas proporcionales) sin conflicto, sin tensiones. Pero la culpa no será de quienes aspiramos a cambiar de ‘status’ territorial para sobrevivir, sino de quienes decidieron por nosotros que nuestra existencia no era deseable o que sólo podía serlo si se entendía subordinada, de quienes decidieron que nuestra existencia era discutible, y que, en cualquier caso, era un asunto que debían discutir ellos. Porque éstos sí se tomaron una libertad que no les correspondía.
No querer entenderlo es entregarse y renunciar, o es ser víctima de la propia propaganda. Pensamos que, en realidad, nos intentan persuadir con relatos que a ellos, de entrada, les resultan persuasivos, de modo que, al fin y al cabo, quien más fácilmente sucumbe frente a la propaganda es quien la hace (y en gran medida la causa del actual desconcierto del independentismo reside precisamente en esto: en un empacho de un relato que se pretendía ‘astuto’… el resto es miedo).
L’EUROPEU