¿Es el mundo un teatro?

La escena es conocida. Atados de pies y manos desde niños, unos hombres se ven obligados a mirar al fondo de una cueva. Solo pueden ver, proyectadas en la pared, las sombras de una hoguera a sus espaldas que emite una luz trémula. ¿Qué pasaría si un día uno de ellos fuera desatado (o liberado) y obligado a levantarse? El hombre se erguiría con dolor y, siguiendo a su (supuesto) liberador, avanzaría, hasta abandonar la oscuridad, hacia la salida donde contem­plaría la luz del sol. Así comienza el mito de la caverna, un relato que podemos leer al principio del libro VII de La República de Platón.

 

La filosofía occidental se ha edificado en contra de la literatura y del teatro. Homero y Sófocles frente a Sócrates y Platón. O la Odisea y Antígona, por un lado, o el Fedón y La República, por otro. Al parecer, no hay término medio, no hay alternativa. Lo interesante, sin embargo, no es solo esta contraposición. Hay algo más: hay una pregunta que es necesario responder. En el relato platónico de la caverna, ¿dónde está el mundo? ¿Dónde se encuentra el verdadero mundo?

 

En nuestra tradición, la filosofía dominante ha sido, desde Parménides, una metafísica, un pensamiento que ha duplicado el mundo, que ha creído que la verdadera realidad tenía que estar fuera del tiempo y del espacio, que, para poder pensar, el filósofo debía separarse de la historia, pues si lo verdadero era incierto, ambiguo y cambiante, entonces no era verdadero. En consecuencia, había que salir de la caverna. Desde ese momento, el panorama que se abre es el siguiente: existen dos mundos radicalmente contrapuestos, el de las sombras (que es el falso) y el de las ideas o formas (que es el verdadero) o, lo que es lo mismo, el de la ambigüedad frente al de la pureza. Sobre la base de ese dualismo se han configurado nuestras vidas, no solo en el pasado, sino todavía hoy. Lo inquietante del relato platónico de la caverna –y por extensión de todo pensamiento metafísico– es que tiene consecuencias políticas, morales y pedagógicas. Si se tratara únicamente de una cuestión teórica, interesaría a unos pocos, pero la metafísica es una filosofía práctica, una filosofía política, y eso es necesario tenerlo en cuenta porque tiene repercusiones peligrosas.

 

En líneas generales podría decirse que ese pensamiento que duplica el mundo, que cree que lo verdadero (lo real) está más allá de la historia y, por lo tanto, de la contingencia, que sostiene que lo verdadero se encuentra en un mundo de esencias puras e inmaculadas, es un pensamiento legitimador. La metafísica legitima cualquier forma totalitaria, sea religiosa, política, moral, educativa, tecnológica, etcétera, y si se ha impuesto como pensamiento dominante es porque los humanos andamos necesitados de principios que tranquilicen nuestras conciencias. A los seres finitos no nos basta con lo legal –con lo que la ley prescribe aquí y ahora–, también anhelamos abrazar lo legítimo –lo que fundamenta a la ley–, esto es, el Bien, la Verdad, la Justicia. De ahí que el mito platónico siga vigente todavía hoy, aunque disimulado.

 

El enemigo de la filosofía metafísica es la literatura y, en concreto, el teatro. La expulsión de los poetas, que Platón proclama al final de La República, significa la negación del teatro. El menosprecio del mundo de las sombras equivale a la supresión de la dimensión teatral de la vida. Pero ¿y si el mundo no es sino un escenario? ¿Y si la expulsión platónica de los poetas no es solo un error pedagógico, sino sobre todo antropológico? ¿Y si la condición dramática es la estructura fundamental de lo humano? ¿Y si el teatro no es una imagen del mundo, entre otras posibles, sino el mundo mismo? ¿Y si la existencia es un juego de representaciones, un juego de máscaras? ¿Y si solo existen sombras? ¿Acaso todo mundo no es sino un mundo de sombras, un mundo contingente y frágil?

 

Somos actores sometidos a la ruleta del azar, del infortunio y del desencanto, somos los herederos de historias y de bibliotecas, y tenemos, sin duda, una enorme dificultad para pensar el mundo como escenario, pues sin querer equiparamos teatro a ficción, a pantomima, a falsedad. Pero quizá esa equiparación no sea otra cosa que un vestigio metafísico, un prejuicio heredado de la expulsión platónica de los poetas en La República. Por eso va siendo hora de tomarse en serio algo que anunció Emmanuel Levinas, que toda filosofía no es más que una meditación sobre Shakespeare. Para el filósofo judío, Macbeth es la tragedia más relevante. Nadie como Shakespeare ha descrito el sinsentido de la existencia. Después de que le anuncien que la reina ha muerto, Macbeth inicia su monólogo: “La vida es una sombra que camina, un pobre actor que sube a escena para no poder volver a ser oído. La vida es una historia contada por un idiota, llena de ruido y de furia, que no significa nada.”

 

En uno de sus primeros textos titulado Insultos al público (1966), el premio Nobel de Literatura Peter Handke expone su teoría del teatro. Lo que el escritor austríaco niega es la supuesta duplicación del mundo que es toda representación teatral. Escribe Handke: “Ustedes esperan ver un determinado ambiente. Ustedes esperan descubrir otro mundo. Ustedes no esperan descubrir otro mundo. En cualquier caso, ustedes esperan algo. ¿Quién sabe? Quizás ustedes se esperaban esto. Pero incluso así, ustedes esperaban otra cosa.”

 

Insultos al público puede leerse como un tiro de gracia a la Poética de Aristóteles. Handke señala que ese escenario que los espectadores están contemplando, un escenario en el que se espera que suceda algo, no es otro mundo. Fin, pues, del juego de dobles; final de la duplicación. Todo se ha convertido en escenario, y algo así puede leerse o bien como el final del teatro, o bien como su comienzo; es decir, como el desvelamiento de lo que realmente es el mundo. “Esta sala –escribe Handke– no pretende representar una sala. El escenario abierto que tienen ante ustedes no es la cuarta pared de una habitación. Aquí el mundo no tiene fisuras.”

 

Si los espectadores de Insultos al público buscan referencias del teatro clásico, será en vano. No verán ni la puerta de salida ni tampoco la puerta de entrada, porque no hay ni entrada ni salida. No hay ni siquiera la ausencia de puerta de los dramas modernos. “No busquen –escribe Handke– un mundo detrás de este mundo.” El planteamiento es radical y manifiesta la posibilidad de pensar el mundo como un teatro. No como una imagen de un teatro, sino como realmente un teatro. El escenario en el que se ubican los actores y la sala de butacas en la que se hallan los espectadores configuran una perfecta unidad, dice Handke. “No hay dos lugares diferentes. No hay más que un solo y mismo lugar.”

 

En su novela La insoportable levedad del ser (1984), Milan Kundera nos proporciona algunas pistas para pensar la teatralidad del mundo y la condición dramática de la existencia. Según él, el ser humano vive solo una vida y, por eso, no hay modo de compararla con sus vidas precedentes y de enmendarla en posteriores. Cuando alguien toma una decisión, ¿cómo saber si es la correcta? El humano es un ser que lo vive todo a la primera, sin preparación alguna, como si un actor representara su obra sin ningún tipo de ensayo. La vida no es ni siquiera un boceto, es un borrador sin cuadro. En el drama de la existencia, la función es una función única.

 

¿Es el mundo un teatro? Si respondemos que sí, entonces no hay duda de que habrá que pensar el teatro de otro modo. La vida simplemente es un escenario; de ahí que, como señalaba Handke, nadie puede abandonarlo, ni entrar ni salir de la escena. La existencia está hecha de decorados, de guiones que heredamos y que nos obligan a actuar de una manera determinada, pero que a menudo son guiones que dejamos de lado, son máscaras que no ocultan ninguna cara, sino todo lo contrario, que expresan lo que es nuestra cara. La existencia está llena de cambios de decorados, de improvisaciones, de gente que nos mira y a la que miramos. Existir, como escribió Hannah Arendt en su libro póstumo La vida del espíritu, es aparecer.

 

Al aparecer en el mundo, cada cual hereda un guion: un nombre propio, un sexo, una nacionalidad, un número de identidad, una historia –o múltiples–, y también una biblioteca. Nunca comenzamos con las manos vacías. Esa es nuestra herencia. Desde ahí tendremos que dar forma a lo que queremos ser, un ser siempre en superficie, siempre en relación, siempre frente a otros y contra otros. La teatralidad está inscrita desde el principio en nuestra piel, en nuestras entrañas.

 

Si la tradición occidental ha tenido enormes dificultades para pensar el mundo como un teatro y la existencia como drama ha sido porque ha privilegiado la interioridad y ha despreciado la exterioridad. Del conócete a ti mismo socrático a la ética de Kant, pasando por Agustín de Hipona o Descartes, la filosofía metafísica nos ha hecho creer que la verdad había que buscarla dentro de uno mismo. Dicho a la manera de Hannah Arendt, la contemplación (vida contemplativa) ha sido la nota dominante; la acción (vida activa), en cambio, ha sido la disonante. Menosprecio de la exterioridad, olvido de la alteridad, dualidad entre lo real y lo ficticio, pavor a la temporalidad, al cuerpo y a la historia, elogio de lo absoluto y horror a lo relativo, contraposición entre lo que cambia y lo que permanece, etcétera, son elementos que Occidente ha asimilado de una manera mayoritariamente incontestable, como si fuesen algo evidente.

 

Si el mundo es teatro, entonces nuestra existencia es necesariamente dramática. El drama –que no tiene nada que ver con algo negativo, malo o perverso– se encuentra en el corazón de la condición humana. En la medida en que habitamos un escenario, la existencia no puede eludir el tiempo, la alteridad, las tramas, las situaciones, los decorados y las máscaras que configuran la teatralidad. El ser humano es dramático porque es finito, contingente, relacional y mortal, porque la libertad –si algo así existe– no se da sino en un conflicto siempre mal resuelto entre múltiples posibilidades que se ofrecen en la vida cotidiana.

 

Un ser dramático es aquel que no tiene más remedio que aceptar que habita un escenario –un espacio y un tiempo que no ha escogido– y que está inevitablemente en relación con otros –sus contemporáneos y sus antecesores–. Un ser dramático vive del presente pero también del pasado, de las presencias y de las ausencias, de los espectros que entran en una escena que más tarde abandonan, aunque no del todo, porque un espectro nunca está ni presente ni ausente. Un ser dramático es espectral. Todo el que habita un mundo lleva inscrita la huella del que ya no está presente pero sigue ahí en forma de ausencia. No es fácil ser herederos. En ocasiones, la herencia es una carga terrible de la que uno no puede deshacerse. “Estar vivo –escribió Hannah Arendt– significa vivir en un mundo anterior a la propia llegada que nos sobrevivirá al partir.”

 

En un escenario todo está empapado por el tiempo, y es precisamente el tiempo lo que ha ignorado la tradición metafísica. El decorado, las situaciones, las relaciones que tienen lugar en una escena, son temporales no solo porque son relaciones con los demás, sino también porque lo son con uno mismo. El tiempo nos muestra que no hay yo sin otro, interioridad sin exterioridad, identidad sin alteridad, hechos sin gramática, cara sin máscara. El tiempo nos muestra que no hay, en una palabra, pureza. Todo escenario es impuro porque es temporal.

 

Habitamos un teatro en el que nunca hay un único actor. Siempre se está con los demás, unas veces bajo la forma del amor y de la amistad, otras bajo la forma del odio, de la crueldad o la venganza. No estamos solos, aunque la soledad es una inquietante posibilidad del drama de la existencia. Pero incluso en tal caso, aunque lo estemos, somos con y frente a los otros. Si ellos no estuvieran ahí –en ocasiones bajo una forma espectral– no podríamos estar solos. Es verdad que la soledad es la ausencia del otro, pero eso tiene sentido porque la existencia está estructuralmente abierta a la exterioridad.

 

Ser en el mundo, ser en escenas, habitar un teatro, existir como drama, significa que todo lo que hacemos, lo que decimos, lo que pensamos, lo que sentimos, es percibido por otros que no se encuentran fuera del escenario. Se ha diluido la cuarta pared. La exposición es inevitable, pero para un ser dramático es siempre a través de máscaras. No hay teatro sin máscaras. Estas son elementos fundamentales de toda existencia. Es habitual considerar que una máscara es algo que oculta otra cosa, de forma que se supone que hay algo detrás de ella, algo que no se ha (todavía) revelado, una especie de secreto, una verdad encubierta. Pero tal vez la realidad sea distinta, porque quizá la máscara no sea sino la manifestación de lo más importante. La máscara no oculta la verdad de uno mismo, al contrario, la desvela. Si un ser necesita una máscara es porque su existencia es inevitablemente una coexistencia. La máscara, pues, expresa y protege, siembra una duda, una inquietud, porque en toda relación el otro me asedia, me pone en cuestión, me interpela.

 

Cae el telón. El mundo es un teatro, y un teatro es la expresión de algo que la metafísica ha menospreciado: la apariencia, el escenario y la existencia como drama. Hannah Arendt lo advirtió en su libro anteriormente mencionado: la teoría de los dos mundos es una de las falacias metafísicas más antiguas y tercas. Si, por el contrario, vivimos en un mundo, ¿no sería más acertado pensar que lo relevante y significativo se halla precisamente en la superficie? Todo escenario es una superficie. De eso se trata, pues, de defender, de rehabilitar y de devolver los derechos al mundo, a ese mundo que nunca debimos abandonar: un teatro de claroscuros y sombras.

 

El autor

Joan-Carles Mèlich (Barcelona, 1961) es filósofo, profesor de Filosofía de la Educación en la Universitat Autònoma de Barcelona. Es autor de numerosos ensayos donde desarrolla su pensamiento entorno a cuestiones de la pedagogía y la ética, como Filosofía de la finitud (2002), Ética de la compasión (2010) o La sabiduría de lo incierto (2019); su último título publicado es La fragilidad del mundo (Tusquets, 2021)

LA VANGUARDIA