Los actores políticos de las democracias siempre hablan del futuro. Es un discurso construido a menudo en términos de una proyección mejorada del presente que incluye al menos una de dos preconcepciones: la historia tiene un carácter abierto y algún significado final. Son dos ideas independientes. La primera no implica la segunda ni a la inversa. La historia puede ser abierta sin que tenga ningún significado. En biología evolutiva sabemos que es así.
Los griegos antiguos pensaban de manera diferente. Veían sus regímenes políticos como una sucesión de ciclos entre monarquía, aristocracia, democracia y sus degeneraciones corruptas (tiranía, oligarquía-plutocracia y democracia extrema-demagogia). La democracia sólo era una fase de un ciclo que recomenzaría en el futuro. Así, para Platón la democracia constituía el peor de los buenos sistemas de gobierno y el mejor entre los corruptos. Tucídides menciona elementos de esta concepción en la ‘Historia de la guerra del Peloponeso’, un libro que creo que todos los politólogos, científicos sociales y analistas deberían entender bien. Posteriormente, Platón y Aristóteles establecerían la versión canónica de la teoría de los ciclos y Polibio la desarrollaría en el contexto de la República romana.
Estos autores partían de una noción interesante: la historia y la política llevan siempre el sello de la imperfección humana. No solían defender antropologías optimistas basadas en sentimentalismos, ficciones morales o paraísos de futuro. Eran profundamente realistas. Miraban el mundo de cara. Sabían el papel que juegan las pasiones, los intereses, el afán de poder y las identidades colectivas en los asuntos humanos. Reconocían la facilidad humana para dejarse engañar (Herodoto) y desconfiaban del uso de las instituciones de poder con independencia de quién la ejerce (Constituciones). En general eran ajenos a la idea de que la historia pudiera tener un futuro exuberante de justicia. Esto constituía para ellos una idea extraña, casi incomprensible. La vida es inseparable del mal y de las injusticias. Y a nivel individual es siempre una realidad efímera. En palabras de Píndaro: «Breve es el tiempo de crecimiento de la alegría para los mortales […]. ¡Cosas de un día! Lo que somos y lo que no somos. El hombre es el sueño de una sombra».
Con el triunfo del cristianismo en la etapa final del Imperio Romano las concepciones cambian. La historia, se dice, tiene sentido, tiene un principio y un final. A partir de aquí aparecen varias filosofías «optimistas» de la historia, desde milenarismos religiosos hasta versiones secularizadas del «progreso».
Ser «progresista» resulta ambiguo, depende de la noción de progreso que se defiende. Visto con ojos actuales, si como también sabía Kant y muestra la historia el mal resulta inextirpable de los humanos, el «progreso» habrá que basarlo más en el mejoramiento de las instituciones que en el mejoramiento de los individuos. El optimismo se vuelve más político que moral. El liberalismo democrático, heredero de los clásicos griegos y romanos, así como de Maquiavelo, Erasmo, Montaigne o Shakespeare, ha aportado mejores instituciones y procedimientos de control del poder que otros sistemas alternativos (derechos y libertades, separación y división territorial de poderes, elecciones competitivas, representación, principio de legalidad, etc.). Su superioridad emancipadora no es tanto sobre ideales, sino sobre todo de carácter práctico, institucional.
En términos de futuro, las democracias liberales actuales tienen varios retos. Uno de ellos afecta al ámbito socioeconómico (pobreza, desigualdades y ecología en un contexto de globalización, inestabilidad internacional y migraciones). La lógica de los mercados queda bastante por encima de la lógica democrática de los estados.
A medio plazo las previsiones económicas (FMI) vaticinan un crecimiento muy lento a escala global. En Occidente las entidades financieras se mueven con la expectativa de tipos de interés bajos en los próximos diez años. Y los bancos centrales, incluyendo el BCE y la Reserva Federal estadounidense, se muestran desorientados ante la poca eficiencia de sus medidas. En el caso español, la crisis actual ha provocado un rápido aumento de las desigualdades, hasta el punto de que hoy es uno de los estados más desiguales de la Unión Europea. Tanto el índice Gini como la diferencia entre el quintil más rico y el más pobre muestran que las distancias de renta han aumentado considerablemente. Y siguen aumentando en contraste con la situación de otros estados. Los segmentos de menor renta se han empobrecido con rapidez. Unas deficientes políticas fiscales centralizadas y una reforma laboral conservadora están en la base de esta falta de eficiencia y de equidad.
Por otra parte, el fraude fiscal se calcula que es el doble de la media europea. Y las cifras oficiales no pueden ocultar unos graves índices de paro estructural (alrededor del 20%) a pesar de que no incluyen las personas excluidas de las prestaciones (ni la economía sumergida del mercado laboral).
Ante este panorama poco alentador, la aparición de noticias como los papeles de Panamá refuerza aún más la desconfianza y la percepción de impunidad de los sectores empresariales y financieros. Una percepción que, sumada a potenciales respuestas emotivas ante temas como la inmigración y la falta real de expectativas de muchos ciudadanos, supone un caldo de cultivo para populismos de signo diverso. Las medidas redistributivas no hay que hacerlas necesariamente por solidaridad moral sino por estabilidad política. El populismo puede recorrer pronto Europa. De hecho, ya ha empezado a hacerlo.
Hoy no estamos situados en la concepción realista pero estática de los griegos antiguos, sino en una concepción abierta y dinámica que no tiene ningún sentido predeterminado. Hay evolución política, social y cultural, pero en el futuro no nos espera ningún paraíso inevitable de justicia social, nacional o cultural. Estas justicias hay que ganarlas desde la sociedad y desde unos derechos y de unas instituciones liberal-democráticas que, de momento, son lo mejor que ha inventado la humanidad en el ámbito político para controlarse a sí misma. Creo que a Tucídides le gustarían.
ARA