En tiempos de ecocidio, por el futuro de los valles de Navarra. No más megaparques eólicos

La publicación del artículo titulado ¿Necesitamos más parques eólicos en Navarra? de Mikel Saralegi Otsakar, presidente de la fundación para la defensa medioambiental Sustrai Erakuntza. (https://fundacionsustrai.org, 22-05-2020; Diario de noticias, 1-06-2020; Naiz, 12-06-2020), me permitió conocer la existencia de cinco proyectos de parques eólicos que Sacyr Concesiones, compañía perteneciente al grupo Sacyr, una de las multinacionales de infraestructuras más grandes del mundo, con sede en Madrid, pretende materializar en varios valles al norte de la cuenca de Pamplona-Iruñerria, en concreto en Odieta, Txulapain-Juslapeña, Ezkabarte, Olaibar, Anue, Esteribar, Eguesibar, Lizoainibar-Arriasgoiti y Erroibar. No son los únicos previstos, dado que hay más proyectos de este tipo promovidos por otras empresas y fondos de inversiones en el término de Lesaka, la sierra de Sarbil, entre Etxauri y Ollaran y al norte de Tierra Estella-Estellerria, junto a las áreas protegidas de Andia, Lokiz y el río Urederra (véase Análisis preliminar del impacto ambiental de varios parques eólicos en el norte de Navarra en https://fundacionsustrai.org). Y a todos estos se sumarán más en el futuro. De materializarse tales intervenciones, la destrucción de la naturaleza, patrimonio y paisaje de los territorios afectados será de tal envergadura que un número creciente de personas y colectivos, cargos públicos y ayuntamientos de las zonas afectadas y de Navarra en general, viene expresando su contundente rechazo a las mismas.

En todos los casos se trata de la instalación de aerogeneradores de dimensiones gigantescas que, como ya ocurre en la sierra de Alaitz y en otros muchos lugares del centro y sur del territorio, generan paisajes de desproporción, humillando a los hitos paisajísticos del entorno, las referencias de vínculo topofílico de la gente. Ubicados en lo más alto, a lo largo de los cordales, estas máquinas inmensas, cual monstruosas estacas clavadas en el cuerpo terrestre, pretenden acabar con los últimos horizontes naturales de Navarra, imponiendo estériles superficies y skylines industriales en los lugares donde una naturaleza y un medio rural cada vez más acorralados han sobrevivido hasta ahora libres de las infraestructuras que proliferan por el territorio.

El montaje, aprovechamiento y mantenimiento de estos megaparques eólicos requiere la construcción, en terrenos escarpados y de una enorme belleza, de grandes vías de acceso, estaciones meteorológicas y subestaciones eléctricas, zanjas para el soterramiento de cables, tendidos eléctricos de evacuación, cimentaciones de los aerogeneradores y edificios, plataformas de montaje y zonas auxiliares como aparcamientos y vertederos, entre otras actuaciones. Aunque previamente vayan acompañadas del consabido y estandarizado estudio de impacto ambiental, con sus párrafos copipegados sobre medidas correctoras —como si el destrozo provocado tuviera remedio—, el resultado no puede ser otro que una enorme y retrógrada agresión a la naturaleza, al patrimonio natural, a la historia y al paisaje, un medio modelado durante milenios por los habitantes del territorio sobre terrenos formados por los procesos geobiológicos a lo largo de millones de años.

Si no impedimos este despropósito, la destrucción y sellado de suelos, el daño a praderas y bosques en buen estado de conservación por la maquinaria pesada va a ser muy grave. El suelo, la capa de la geosfera que más seres vivos alberga por unidad de volumen, es la base en tierra de toda la alimentación animal y humana. La formación de un suelo fértil puede tardar miles de años. Su indolente e irreversible destrucción por las palas excavadoras —proceso demasiado frecuente en Navarra— ocurre en cuestión de segundos.

Además de la agresión a su patrimonio natural vivo, la materialización de estos planes va a suponer también en las zonas afectadas una importante agresión a su patrimonio geológico, empezando por la red hidrográfica. El patrimonio geológico, como el histórico-arqueológico, constituye un conjunto de bienes que no son renovables. Su destrucción es irreversible. La mayor parte de las formaciones geológicas de estos valles se originaron en la época del Eoceno, en los fondos de un antiguo mar pirenaico y cuentan historias remotísimas fascinantes. Su contenido paleontológico es muy notable. Las calizas de Sarbil o Alaitz son los espectaculares restos de las plataformas marinas que bordeaban las zonas más profundas. Entre las capas de mar profundo se intercalan en algunos lugares gruesos depósitos de roca carbonatada —megabrechas— que corresponden a grandes fragmentos de estas plataformas someras desplomados por terremotos, hace millones de años, hacia las oscuras profundidades. Las megabrechas hoy afloran formando algunos de los elementos más característicos del paisaje. Son las peñas de Antxoritz, Berrondo, Lakarri, Belokain, Aginaga y otras (Arriasgoiti y Lakarri son dos topónimos, entre otros muchos, que aluden directamente a la naturaleza rocosa del entorno). Conocidas en la literatura geológica internacional y metas gozosas de tantas excursiones montañeras, se cuentan entre los más espectaculares y estudiados depósitos geológicos del área surpirenaica, hermosos afloramientos de aquellos mares inestables.

La sociedad vasconavarra, la sociedad del auzolan, siempre ha sido un fértil campo de asociaciones y plataformas solidarias. Los grupos de defensa medioambiental son numerosos y en el siglo pasado Navarra ocupó puestos de cierta vanguardia en el camino del estudio, protección y divulgación de la naturaleza. Entre sus entidades culturales existió una pionera Hermandad del Árbol y del Paisaje que, junto con otras iniciativas, promovió hace casi ya 100 años la repoblación del monte Ezkaba. Entre los miembros de esta asociación figuraron destacadas personalidades de los ámbitos cultural, empresarial y político de la Navarra del siglo XX (consúltese, por ejemplo, la Guía de Navarra de 1929-1930, del editor Ángel Saiz-Calderón). En 1933 su presidenta efectiva era una mujer, Paz de Ciganda Ferrer (1894–1966), cuyos grandes amores fueron la naturaleza y el euskara. Sus focos de atención, el árbol y el paisaje, marcan también auténtica vanguardia para la época y aún hoy en día. Quizás participando algo de aquel espíritu, existe actualmente en Iruñea una asociación de Amigos de los Árboles Viejos-Zuhaitz Zaharren Lagunak. Otro hito en este sentido fue el nacimiento en 1969 de la Agrupación Navarra de Amigos de la Naturaleza (A.N.A.N.), una de las primeras entidades privadas del estado creadas con este fin. Presidida durante años por el ornitólogo y naturalista Juan Jesús Iribarren Onsalo (1933–2018), uno de sus fundadores, A.N.A.N. centró sus actividades en la divulgación (folletos, artículos, charlas), organizó campañas de protección de aves y campamentos para el estudio de su migración, organizó jornadas y convenciones en colaboración con entidades afines y promovió la creación en Navarra de una serie de reservas privadas con reglamentación EUREL (Asociación Europea de Reservas naturales Libres), adelantándose años a lo que hoy en día se llaman redes de custodia del territorio (véase ANAN en http://www.enciclopedianavarra.com). En 1983 nació en Pamplona la Sociedad de Ciencias Naturales Gorosti Natur Zientzi Elkartea, cuya andadura, centrada en el estudio y divulgación de la naturaleza, continua en nuestros días.

Desde entonces, con la llamada globalización, las cosas en Navarra y en el mundo han cambiado mucho. Y en lo que a la naturaleza global se refiere, desde luego, a peor. Paseaba hace unos días junto a la foz de Irunberri-Lumbier y observaba con tristeza el deterioro que ha sufrido en las últimas décadas aquel magnífico paisaje, infectado de antenas y aerogeneradores (Izko, Loiti, Oibar y las sierras de Alaitz y Peña en la lejanía), fragmentado por una autovía cuyo trazado ha destruido algunos de los mejores y más bellos afloramientos geológicos de playas fósiles del Pirineo, salpicado de edificios que rompen la antigua armonía cromática y formal del entorno. Una línea de alta tensión atraviesa la misma foz en su tramo inicial. El biólogo catalán Ramón Margalef (1919–2004) destacó la enorme trascendencia ecológica de lo que denominó inversión topológica del paisaje, antes dominado por las zonas rurales o de naturaleza antigua, hoy convertidas en islas de un mar urbano de edificios y todo tipo de infraestructuras.

Porque en las últimas décadas la población humana y el consumo de recursos se han disparado de tal modo que nos hemos convertido en una plaga planetaria. Vivimos en la era de la Gran Aceleración, término acuñado en 2015 por el químico estadounidense Will Steffen y colaboradores. La naturaleza está sufriendo un tremendo acoso. Somos los causantes de un ecocidio global que está provocando la trágica desaparición de infinidad de especies y puede causar un desmoronamiento generalizado de los ecosistemas, de forma análoga a lo acontecido en las grandes crisis bióticas del pasado geológico. Pocas dudas existen ya de que nuestra frenética actividad es la principal responsable del rápido calentamiento climático que sufre el planeta. Hasta ahora las convenciones, protocolos y acuerdos internacionales para proteger la biodiversidad y reducir las emisiones contaminantes no han servido para mucho. Si, como afirma el lingüista y activista estadounidense Noam Chomsky, a todo esto, unimos la permanente amenaza nuclear y la crisis democrática global, parece que el futuro para nuestra especie es cada vez menos esperanzador.

Y en medio de este sombrío panorama que, como el pobre avestruz del mito, parece que no queremos ver, desde las dependencias de algunas multinacionales y gobiernos, muchas veces en perversa relación, surgen las voces salvadoras del naufragio. Su estandarizada retórica es la del crecimiento económico y, a su vez, el desarrollo sostenible, otra clase de cuadratura del círculo. Su mensaje no va más allá de la burbuja humana, es puramente antropocéntrico, desprovisto de referencias o empatía con la naturaleza, reemplazada ahora por el frío concepto de medioambiente, un medio externo donde están los recursos que debemos saber explotar de otra manera. Parecen decirnos que no es necesario que los habitantes del llamado mundo desarrollado cambiemos de modo de vida. Las tecnologías verdes y las plantaciones de biocarburantes nos van a salvar (solo a los humanos, el resto del planeta son recursos). En el fondo y en la superficie es el mismo mensaje judeocristiano de siempre: la naturaleza nos pertenece y está para nuestro servicio. Son los profetas de las energías renovables que, sin vergüenza, afirman poder diseñar un planeta mejor. Sus iconos son los aerogeneradores, los paneles fotovoltaicos, las turbinas submarinas, las grandes presas y embalses de agua y otros inventos tecnológicos salvadores, con cuyas maquetas adornan sus mesas de despacho.

Pero tras toda esta liturgia con nuevos ropajes de color verde y logotipos con hojas de árbol, en muchos casos tan solo hay obsesión por el lucro, por ganar dinero —y votos— a costa de lo que sea. Si fuera por los directivos de ciertas corporaciones —y toda una cohorte de tecnoguais de think tanks, portavoces de un nuevo futurismo— no quedaría un solo rincón libre de sus grandes instalaciones, aunque sean los lugares más salvajes y bellos del planeta. Acorde con los tiempos de globalización, que según el sociólogo inglés Anthony Giddens es, esencialmente, una acción a distancia, sus decisiones se toman desde despachos lejanos, sin sentimientos de arraigo con el territorio. Para ellos la tierra donde vive y siente la gente es sobre todo una superficie, un conjunto de mapas, con zonas más o menos apropiadas para sus negocios, desprovista de historia, patrimonio y habitantes. A estos últimos, convertidos inesperadamente en nativos de una nueva forma de colonización, se trata de contentar con patrocinios deportivos, charlas-suflé sobre sostenibilidad, energías limpias y descarbonización, con las promesas de un puñado de empleos, dinero fácil para sus hambrientas arcas municipales y energía doméstica gratis; bisutería barata para todo ese conglomerado de grandes empresas.

El ecólogo mallorquín Joan Mayol (Quercus, 337, 2014) incide en el proceso de “pavimentación mental”, que se propaga en las poblaciones humanas, cada vez más concentradas en las ciudades, lejos de la diversidad natural y cultural. La labor de los conservacionistas se torna más difícil, dado que el mundo exterior es cada vez más lejano y virtual para la gente. Para empeorar las cosas, como indica el naturalista y escritor inglés Paul Kingsnorth en su libro Confesiones de un ecologista en rehabilitación (Errata naturae, 2019), gran parte del movimiento llamado ecologista ha abandonado su mensaje originario de amor y emoción hacia lo salvaje y de pertenencia a una naturaleza que tiene valor más allá de su utilidad, y se ha puesto a discutir sobre “sostenibilidad” y energías limpias, entrando a jugar en el terreno ventajoso del enemigo. Como dice Kingsnorth, es participar de “la misma narrativa de siempre: la expansión, la colonización, el progreso, pero esta vez despojada del dióxido de carbono… Es la última fase del exterminio continuo de la naturaleza…Y sin ninguna ironía, hay gente que a esto lo llama ecologismo”.

Por otro lado, las personas que, con todas nuestras contradicciones consumistas, hacemos algunos esfuerzos para no comulgar con estas ruedas de molino gigantes —o de tren de alta velocidad— somos tildadas de retrógradas por quienes nos quieren imponer un pensamiento único, de que vamos contra el progreso, de que no ofrecemos soluciones y demás coletillas de siempre. Es evidente que quien escribe estas líneas, que lleva 40 años dedicado a la docencia e investigación en una facultad de ciencia y tecnología, está a favor de las energías limpias y su tecnología asociada. Todo lo que se investigue en este sentido es muy importante. Pero la necesaria apuesta por las renovables no puede implicar la destrucción de la naturaleza, la despiadada industrialización del medio natural y rural a base de pantanos y parques eólicos y solares gigantes por todas partes, que obliteren la posibilidad de poner en marcha proyectos locales, utilizando si es necesario esas mismas alternativas tecnológicas, pero a escala humana, respetuosos con la tierra y el patrimonio.

Si seguimos con este ritmo de desarrollo, inmersos en un sistema socioeconómico que lo está arrasando todo, en el foso de la trampa del progreso y del consumismo exacerbado, deseando ir como turistas posesos de un sitio a otro, viviendo en permanente aceleración, cada vez con más automóviles —por muy eléctricos que sean— y artilugios de todo tipo hasta para tomar un simple café, no hay renovables que sean capaces de sustituir a la energía nuclear y los combustibles fósiles. La gran extinción de la vida salvaje y nuestro declive serán imparables. Kingsnorth no da pie para la esperanza: “Atravesamos una crisis global de crecimiento. No, como se asegura continuamente, de falta de crecimiento, sino de exceso”. Las soluciones tecno-ecológicas no nos van a sacar del aprieto. “Nada de ello va a salvar al mundo, pero es que no hay salvación posible del mundo. Quienes dicen lo contrario son aquellos de quienes tienes que salvarlo”. Por otro lado, como indica el geólogo Antonio Aretxabala en su informe La minería en Navarra ante el nuevo contexto histórico de transición energética y global (Fundación Sustrai Erakuntza, 2020), la apuesta por las tecnologías ecoeficientes no va a evitar, por razones puramente geológicas, físicas y biológicas, esto es, de agotamiento de los recursos o bases naturales, la transición a una era de decrecimiento.

En este contexto general cabe ubicar, en mi opinión, las pretensiones de Sacyr y otras empresas de construir más megaparques eólicos en los montes navarros; también en el más concreto de una Navarra que, secularmente sometida a los intereses de los estados español y francés, no puede completar políticas propias en materia alguna. Se trata de negocios particulares, de carácter especulativo, no de una necesidad para nuestra sociedad, con una naturaleza cada vez más acosada. ¿En qué favorece para el desarrollo de proyectos agropecuarios vanguardistas, que se nutran de los activos naturales de estas zonas y los beneficien, o para iniciativas que consideren el creciente geo- y bioturismo, la ensordecedora y amenazante sombra de esos descomunales mamotretos, barreras asesinas de aves, que mancillan el paisaje? Ante el grave problema de despoblación rural que sufre nuestro territorio ¿qué efecto tractor pueden tener unos valles tal fatalmente ornamentados, con sus montes convertidos en desiertos polígonos industriales? Las cumbres y collados han de seguir siendo espacios para escuchar las bellas sinfonías naturales. Todavía estamos a tiempo de preservar lo que nos queda de belleza natural en los paisajes de Navarra. Prefiero hacer más caso a científicos y apasionados poetas de la diversidad natural como Edward O. Wilson (no puedo dejar de recomendar su libro titulado Medio planeta. La lucha por las tierras salvajes en la era de la sexta extinción, Errata naturae, 2017) que a fríos ejecutivos y políticos con mentalidades incapaces de salir de su esterilizadora y miope burbuja tecno-urbana. Navarra ha de recuperar algo del espíritu que tuvo en décadas pasadas y ofrecer al mundo vanguardia conservacionista.

Desde estas líneas me sumo al cúmulo de voces que apuestan por ello, cuestionando y oponiéndose a estos nuevos y descabellados proyectos de megaparques eólicos, que afectan tan negativamente al patrimonio natural, histórico y paisajístico de la tierra a la que pertenecemos; a Mikel Saralegi de la fundación Sustrai Erakuntza, al biólogo de Eguesibar Mikel Etxarte (Sacyr amenaza varios paisajes protegidos del norte de Navarra, Quercus, 414, 2020), al referente del montañismo navarro Juan Mari Feliu (La línea roja de los parques eólicos, Diario de Noticias, 14-08-2020), a la presidenta del concejo de Elia (Eguesibar) María José Larrea, a las concejalas del grupo Lizarri del ayuntamiento de Lizoainibar-Arriasgoiti Natalia Jiménez y Alicia Huarte, a las asociaciones Endara Bizirik de Lesaka y Pueblos Vivos/Herriak Bizirik de Lizoainibar-Arriasgoiti, a los miembros de la plataforma Salvemos Eguesibar Zain Dezagun y Esteribarko Gazte Asanblada, a los ayuntamientos de Etxauri, Ollo y Cendea de Oltza, y a todos los vecinos y vecinas de los valles navarros que piensan que el futuro de los mismos pasa por trabajar en creativa y enriquecedora relación armónica con sus bienes naturales.

*El autor es doctor en Ciencias Biológicas y catedrático de Paleontología de la UPV/EHU