Una de las armas del combate político consiste en atribuir al adversario político un pensamiento en privado que sería contrario al sostenido en público. Últimamente, el dependentismo español en Catalunya –y en particular el secretario general del PSC, Pere Navarro– ha recurrido a ello para revelar con afectada indignación que algunos de los partidarios de la consulta para ejercer el derecho a la autodeterminación en el año 2014 en privado afirman que es totalmente imposible. Es un caso parecido al de los que revelan el contenido de unas comidas discretas en Madrid en las que consellers de la Generalitat, supuestamente independentistas, se estarían vendiendo toda la herencia por un plato de lentejas. La intención última de este juego sucio es extender la desconfianza sobre los adversarios aunque, por lo que se ve, ni así consiguen acrecentar la confianza hacia ellos mismos.
Con intenciones contrarias está el caso de los que aseguran que entre las élites económicas catalanas hay personajes muy significados que, en privado, sí son partidarios de la independencia de Catalunya. Sólo en privado, claro está, ya que no mostrar en público una actitud discreta e incluso contraria al proceso podría tener graves consecuencias negativas para sus empresas. Circulan nombres, pero no cometeré la indiscreción de dar pábulo a rumores que, tanto si son falsos como si no, perjudicarían a quienes se supone que desean quedar en el anonimato. Y es que aquí no me interesa tanto el análisis de todos estos casos como comentar la disonancia entre público y privado, tan habitual en la vida política.
En realidad, todo el mundo sabe que nunca existe una correspondencia exacta entre lo que decimos en privado y lo que podemos o queremos decir en público. No es una cuestión de hipocresía ni de doble lenguaje, sino de la capacidad que hemos adquirido a la hora de medir las consecuencias de nuestras palabras. Hace ya mucho tiempo que sabemos que hablar también es una manera de hacer, que no es cierto que las palabras se las lleve el viento y que es absurdo contraponer hechos y palabras. Llevándolo al límite, incluso callar también es una manera de hablar y, por lo tanto, de hacer. Por lo tanto, que lo que digamos en público o en privado no sea exactamente lo mismo no se debe necesariamente a ninguna voluntad de engaño, sino que tiene que ver con la conveniencia de ser discretos sobre nuestras intenciones o de querer ajustarnos a la corrección política de un determinado entorno para no ofender la sensibilidad de nadie. Sin ninguna duda, este discernimiento en el uso del lenguaje en contextos públicos y privados es uno de los pilares fundamentales de un aprendizaje exitoso de la sociabilidad en la sociedad moderna. Uno de los grandes avances de las sociedades democráticas es, precisamente, la garantía del respeto a este doble espacio, cosa que no existía en las sociedades donde la noción de privacidad era impensable.
Y si esto es así en general, en la política, en particular, todavía es más cierto. La razón está en que la política trata del ejercicio del poder y el poder tiene uno de sus fundamentos en la fuerza del secreto. No lo digo tan sólo por los “secretos de Estado”, sino por la necesidad de ser discretos para gestionar correctamente las negociaciones y los pactos. O por la conveniencia de no revelar las propias estrategias en situaciones de confrontación de intereses. Es cierto que últimamente se constata una gran complacencia con los casos de individuos que han traicionado la confianza de organismos públicos y han desvelado secretos de Estado. Se trata de aquella simpatía irreflexiva que suscitan los David enfrentados con éxito a los Goliat de turno. Pero más allá de los abusos, el secreto siempre será el gran aliado de todo poder. Y no tengo ninguna duda de que incluso los más radicales defensores de la transparencia política, como los que exigen que todas las reuniones posibles entre Rajoy y Mas sean públicas, esconden montañas de secretos.
Si volvemos a los casos de actualidad mencionados al principio del artículo, una cultura política madura debería escandalizarse ante este tipo de denuncias demagógicas. Es perfectamente compatible querer una consulta para el 2014 y hacer todo lo posible a fin de que se celebre, y al mismo tiempo tener la certeza de que el Gobierno español no la autorizará. Sencillamente, es una posición propia de personas bien informadas. Y también es perfectamente compatible insistir en la defensa de un proyecto aun conociendo las enormes dificultades que comporta. ¿Qué debe pensar Pere Navarro –en privado– de la posibilidad de una reforma verdaderamente federal de la Constitución española, en un plazo que quepa en el curso de las expectativas de vida de una persona de su edad? De la misma manera, tampoco debería escandalizar a nadie que determinadas responsabilidades obliguen a la discreción en las opiniones en público a personajes socialmente relevantes. ¿Sería útil que nos permitieran conocer sus verdaderas aspiraciones soberanistas personales? En parte sí, porque acrecentarían la moral vencedora. Pero si tales opiniones tuvieran consecuencias negativas para la viabilidad de una empresa en la que trabajasen miles de personas, quizás todavía nos convendría más su silencio.
En las horas graves que atraviesa el país, nos hace falta más madurez política y menos sensibilidad frívola a la hora de escandalizarse. Como dice el Evangelio, tan condenable es escandalizar a los pequeños como que los poderosos simulen estar escandalizados.
La Vanguardia