En el lugar de Darwin

Imagine que, siendo usted un científico joven, pasó años recabando información sobre los fundamentos de cómo funciona la naturaleza. Construyó su reputación recogiendo plantas, animales, fósiles y muestras geológicas de todo el mundo, y enviando cartas que registraban su progreso hasta convertirse en un científico de primer nivel. Para cuando regresó de un gran viaje de cinco años, se sorprendió al darse cuenta de que era una estrella en ascenso.

A lo largo de su viaje, y en los años posteriores, se disipó la bruma que había oscurecido algunas explicaciones naturales increíblemente simples pero a la vez poderosas. Usted llegó a darse cuenta de que estaba en territorio intelectual virgen. Sus mentores académicos y los científicos cuyos trabajos usted había leído seguían tropezando con grandes problemas que ahora parecían, si no resueltos, al menos solucionables.

La gente venía hablando de la evolución desde hacía décadas, pero usted había descubierto un mecanismo -la selección natural- que le encontraba una explicación a gran parte de todo eso. Usted toma conciencia de que revelar lo que acaba de entender no sólo revolucionará la ciencia, sino que potencialmente sacudirá muchos de los fundamentos religiosos y filosóficos de sus compatriotas.

Esas eran las circunstancias en las que Charles Darwin se encontraba a fines de los años 1830 y principios de los años 1840, cuando desarrolló el principio de selección natural y su implicancia revolucionaria: todas las formas de vida en la Tierra podrían haber evolucionado de un ancestro común único. La suya fue una de las revelaciones más brillantes en la historia de la ciencia: un mecanismo que le permitía al principio de evolución unificar y dar forma a toda la biología.

Sólo por un minuto pónganse en su lugar. ¿Cómo se sentiría? («Es como confesar un asesinato», él mismo escribió en aquel momento). He aquí la traducción al mundo de hoy: su descubrimiento le podría valer a usted el premio Nobel, pero también podría implicar una bala en el cerebro disparada por un fundamentalista religioso. ¿Cómo se siente ahora sobre la publicación?

Pero después, aproximadamente en el mismo momento en que usted termina de redactar un borrador del primer resumen de sus ideas, aparece un libro, escrito por un autor anónimo, que también se propone explicar cómo podría haber cambiado la vida con el tiempo y considera algunos de los mecanismos que pueden ser la base de esta gran historia. ¿Le «robaron la primicia»?

No, muchos de los datos que tiene el autor son erróneos y va más allá de la especulación razonable, lo que le vale el desprecio de los científicos. Como es previsible, no le va mejor con los líderes religiosos, algunos de los cuales lo acusan de blasfemia. Y él no ha llegado de manera independiente a las nuevas ideas que usted sostiene -las ideas que importan.

Pero usted se identifica con la postura del autor: a usted lo pondrían también en la picota si no expusiera su teoría con los mejores argumentos posibles y arrinconara a sus oponentes de manera de que no tuvieran razones ni teológicas ni científicas para atacarlo-. Así que usted espera para publicar.

Pasan los años. Usted recopila datos, hace experimentos, lee y escribe. Su libro se vuelve más grande. Imposiblemente grande. Es una suerte que usted no tenga que trabajar para poder vivir.

Entonces, del cielo cae un rayo. Una carta de un viejo colega en el sudeste asiático con quien usted intercambió correspondencia durante años, adjuntada a un manuscrito que expone en pocas palabras toda su teoría sobre la selección natural. Le pregunta, en su calidad de hombre de ciencia bien conectado, si usted transmitiría su trabajo a la Linnean Society of London para una lectura y posible publicación, si usted piensa que sus argumentos son meritorios.

Usted no sabe bien qué hacer. Su colega le robó la primicia, aunque no se ha detenido demasiado en las implicancias ni elaboró el resto de las ideas que conforman su teoría. Usted no quiere perder su inversión. Quiere el crédito donde es debido y pretende controlar el juego, porque tiene tanto más para mostrar y para respaldar sus argumentos.

De manera que les consulta a sus colegas científicos que saben desde hace años que usted ha estado desarrollando su teoría. Coinciden en que es justo sellar un acuerdo con su conocido para publicar juntos. Esto parece satisfacer a todos, pero a usted lo hace entrar en pánico.

Ahora tiene que publicar toda su teoría de inmediato, antes de que alguien más se lleve los créditos. Esto prácticamente lo mata, pero publica el libro -sólo un abstracto de la obra magna que había planeado -para fin del año siguiente-. Lo llama El origen de las especies mediante la selección natural o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida.

La reacción es inmediata: se publican 1.200 ejemplares y se agotan de inmediato. Hay críticas favorables de científicos, pero también andanadas punzantes de parte de gente religiosa. La crítica seria proviene de lugares inesperados: los filósofos que usted conocía y de los que aprendió, los científicos a quienes les había confiado sus preciadas colecciones para describir. Y aún así: la genialidad del argumento es evidente.

La selección natural como teoría se convierte en una propuesta en juego, que necesita mucho más elaboración. Pero prácticamente ningún intelectual serio puede seguir dudando de los ancestros comunes de todas las cosas vivas. Usted ha cambiado el mundo: la gente nunca más volverá a ver a todas las especies como entidades fijas, sino como parte de un árbol único de la vida. ¿Cómo se siente?

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Kevin Padian es profesor de Biología Integradora en la Universidad de California, Berkeley, curador de Paleontología, en el Museo de Paleontología de la Universidad de California, y presidente del Centro Nacional para Educación Científica en Oakland, California.

Copyright: Project Syndicate, 2008.

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Traducción de Claudia Martínez