QUIEN fuese considerado por sus contemporáneos como rey de los humanistas, Desiderio (este nombre engañoso se cayó del uso; y digo lo de engañoso ya que el pensador no fue un niño deseado sino ilegítimo, asunto que le preocupó hondamente a lo largo de su vida) Erasmo De Rótterdam(1469-1536). Vio publicada en agosto de 1511 por primera vez, en París, su obra más celebrada: Elogio de la locura, libro esencial que dejó huella en sus contemporáneos y alargó su sombra hasta nuestros días; una de las obras más destacadas de la literatura renacentista y… universal.
Quinientos años no son nada sobre todo para las obras por las que pasa el tiempo, convirtiéndolas en clásicas, al seguir conservando su sagacidad y su espíritu crítico a pesar de los años transcurridos, y obviamente del diferente contexto histórico y cultural de cuando fueron escritas y los tiempos presentes. Dicho lo cual, también es verdad que hay ciertas constantes en los humanos que se repiten con distintas máscaras, pero que son reconocibles en todas las sociedades; hasta siguiendo al autor holandés, quien a su vez seguía la afirmación del Eclesiastés (stultorum infinitus est numerus), podría mantenerse como certera hipótesis que los humanos para ser tales necesitan de la estulticia, de la necedad, de la locura (el de Rotterdam empleaba estos tres términos como sinónimos), que es la que hace atreverse a crear frente a la seriedad y el exceso de sensatez que no supone más que un freno a las innovaciones y un mantenerse en la repetición de la repetición de lo mismo.
Para cuando se publicó el librito la fama de Erasmo era amplia y distintos príncipes y autoridades eclesiásticas se lo disputaban con el fin de que les sirviese de consejero. Hombre paradigmático del Renacimiento, y consumado humanista lo cual no suponía que se centrase en el hombre para abandonar a dios; al contrario, si en la época renacentista se da el paso del teocentrismo medieval al antropocentrismo, Erasmo pretende que en su doctrina confluyan las lecciones del evangelio con el humanismo renacentista tan difundido, y defendido, por pensadores como Pico della Mirándola, Marsilio Ficino, y muy en especial por el «irreverente» Lorenzo Valla, a quien Erasmo leía con devoción; combinar la sabiduría pagana con la que él consideraba verdad cristiana por la senda transitada por la docta ignorantia defendida antes por Nicolás de Cusa… igualmente podría afirmarse que el espíritu ilustrado asomaba avant la lettre en su osado y optimista pensamiento.
Si los descubrimientos geográficos y la revolución científica habían extendido el conocimiento y la geografía de los humanos, era necesario -como señalase Stefan Zweig en una luminosa obrita sobre nuestro hombre- que en consonancia con ello se diera una expansión paralela en el terreno de la psicología de los humanos; indudablemente Erasmo de Rotterdam fue uno de los pensadores esenciales que abrió las puertas a este señalado paso, y en cierto sentido fue en vanguardia de tales cambios y hasta si se me apura podría afirmarse sin ambages que fue, además de adelantado a su tiempo, anunciador de los nuestros. Su prudencia no le impedía atacar sin recato los postulados escolásticos como lo dejó absolutamente sentado en su Antibarbari, mas hizo que su deseo de reformar la Iglesia no cayese en los fanatismos del catolicismo ni el del reformista Lutero, con quien compartía su condición de agustino y con quien mantuvo acalorados debates; su ambigüedad soliviantó a tirios y a troyanos, convirtiéndole en el objeto del fuego cruzado entre ambas fracciones, mas él caminaba en solitario, criticando las necedades de su tiempo: las incoherencias de los eclesiásticos y muy en especial de las férreas jerarquías, cuyos detentores llevaban una vida disoluta alejada absolutamente de los principios evangélicos, lo que suponía un verdadero insulto para los pobres cuya vida sí que era, aun sin desearlo, más acorde con la de Cristo, que «no tenía en donde reposar la cabeza»; no era extraño que Erasmo no quisiera pisar la piel de toro (Non placet Hispania) ya que con semejantes posturas heréticas no hubiera podido escapar a las garras de la fogosa Inquisición. Tampoco escapaban de su ojo crítico las crecientes supersticiones, los rituales y la adoración inmerecida a todos los santos, en detrimento de los verdaderos creadores del mensaje cristiano. Su propuesta se situaba en la senda de la comunidad de creyentes, sin pastores que monopolizasen el credo religioso. En su Elogio de la locura (Morias Enkomion/Stultitiae laus) no ahorraba, reitero, críticas para con la Iglesia, contra los religiosos, sacerdotes, obispos y cardenales, el papa, y contra las supersticiones del pueblo llano. Si en esto era avanzado qué decir de su espíritu europeísta (todas sus obras fueron escritas en latín con el propósito de que esta fuese la lengua única de los europeos, facilitando así la comunicación entre todos), por no hablar de su acérrimo pacifismo o de sus consejos a los gobernantes para que priorizaran los acuerdos y llevasen una vida austera haciendo que el Estado se dedicase fundamentalmente a ayudar a los pobres.
De todo ello, y mucho más, se puede ver en su Elogio, obra plena de escepticismo, de afilada ironía, sátira sin cuento y huida de la retórica ciceroniana tan en boga en la época. En esa obra maestra el autor entrelazaba géneros, que entonces estaban netamente delimitados, y al prestar el protagonismo, y la palabra, a la propia locura quedaba así él excusado de las chocantes afirmaciones vertidas en las páginas; el propio balanceo entre el elogio y el rechazo, seriedad y desenfado, humor y seriedad, trascendencia y frivolidad sorprende y enfureció a muchos de sus contemporáneos que no podían aguantar que el sabio se riese de lo más sagrado, mas si quien habla es la Locura… cualquier cosa se puede esperar ( «no soy yo quien ha dicho esto sino la señora Stultitia: ¿y quién tomará en serio los discursos de un loca?»). Ella no se corta y dice lo que muchas personas piensan pero no se atreven a expresar. La desbordante ironía asoma ya desde la dedicatoria a su amigo, en cuya casa escribió el libro tras su periplo italiano, Tomás Moro, autor de la Utopía, cuando asocia el nombre del británico con la palabra locura en griego (moria) para después pasar a hablar de lo divino y lo humano guiado por el punto de vista que él mismo anuncia: «nada hay más necio que tratar seriamente de la necedad, ni nada más divertido que tratar en broma de aquello que nadie pensaría que lo fuera». Y asomado, sin barandilla, a los acantilados de la estupidez humana, Erasmo va enlazando la Stultitia con la Philautía (amor a sí mismo), con la Adulación, el Placer, el Olvido, etc. y repasa distintas profesiones, situaciones, hábitos y comportamientos, en los que el exceso de cordura, de claridad, de supuesta lucidez, conduce inexorablemente al fracaso, mientras que muchas de las grandes obras de la humanidad han sido impulsadas por ciertas dosis de locura. Dicho sea al pasar, que fue más tarde cuando tal estado psíquico considerado como simpático y cuasi-divino pasó a tratarse como enfermedad mental originando las técnicas de encierro y exclusión, mas esa ya es otra historia que se puede seguir, muy bien por cierto, en la ya clásica Historia de la locura de Michel Foucault.
Libro con claros aires rabelesianos y cuyo espíritu satírico se mueve en paralelo con la obra de su amigo Moro, y que está en la base de la obra maestra cervantina, pues como indicase Antonio Vilanova: «Creo poder afirmar de manera precisa que la verdadera inspiración del Quijote procede del Elogio de la Locura… Cervantes se propuso desarrollar en forma novelesca la sátira erasmista en elogio de la locura humana». En fin, obra lúcida de quien fue, junto a Martín Lutero o Ignacio de Loyola, y me ciño al campo de la espiritualidad, una de las mentes más dinamizadoras de la salida de la humanidad del conformismo absoluto… reabriendo él, más allá que los otros nombrados, las puertas a la luz de la crítica y la autocrítica de la humanidad, secuestrada en la edad oscura, al retomar la senda de los Virgilio, Ovidio, Isócrates, Apuleyo y catapultarla hasta el diccionario flaubertiano, como formas de mirar el presente que les tocó padecer con corrosivo humor, mostrando la capacidad de tomar el pulso de la sociedad de sus tiempos. Podría aplicársele a Erasmo, relacionándolo con la modernidad, la categoría de los «logotetas», de los que hablase Roland Barthes para señalar a los creadores de nuevos lenguajes.
http://www.noticiasdegipuzkoa.com/2011/09/16/opinion/tribuna-abierta/elogio-de-la-locura