El Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) ha suspendido cautelarmente 21 artículos de los reglamentos de uso lingüísticos del catalán de un par de instituciones catalanas. Todos los artículos suspendidos pretendían contribuir a la normalización del catalán y del aranés en la administración pública. A pesar de su nombre, hay que recordar que el TSJC es un organismo español. Depende de la administración española de justicia, y -como pasa en todos los casos- atiende más a su carácter de español que al de justicia. Como en el caso de la figura del Defensor del Pueblo (¿de qué pueblo?), la pregunta fundamental es qué está protegido por estas instituciones.
Y parece que la respuesta se nos aclara cada vez más, de manera que incluso los espíritus más crédulos que habitan entre nosotros acabarán aceptando la evidencia: de que las instituciones españolas defienden y protegen a los españoles y a su única lengua, el español , también llamado castellano sin que ello haga peligrar la unidad lingüística, que -en general- consideran tan sacrosanta como la unidad de su patria, y tan digna de defensa -si es necesario- armada.
Sencillamente, no pueden tolerar que pretendamos ser iguales a ellos. No pueden aceptar que tengamos los mismos derechos. Hay que observar que, desde una perspectiva auténticamente españolista, habría que defender que si un español de Segovia puede vivir íntegramente en su lengua, desde la mañana a la noche, sin necesidad de traducir nada a nadie, ni de leer nada en ninguna otra lengua que no sea la suya, entonces, un español de Gandía, Tortosa o Manacor también debería poder hacerlo en la suya. Salvo, claro está, que consideran que la lengua que hablamos en estas -y muchas otras- ciudades, no es española.
Por lo tanto, debemos concluir que no nos consideran españoles. Únicamente lo hacen a la hora de cobrarnos las contribuciones, el dinero que sostienen un Estado, las instituciones y los poderes que se utilizan sistemáticamente en contra nuestra. Para cualquier otra cosa, como el reconocimiento de nuestro derecho a vivir en nuestra lengua, nos consideran extranjeros, o mejor dicho, colonizados. Tenemos más deberes (pagamos más que los que viven en Andalucía, la Mancha o Extremadura) y menos derechos.
Todo esto puede tener, sin embargo, alguna ventaja. Abandonar la ilusión de que vivimos en un Estado de derecho, en el que hay unas leyes que pueden protegernos, puede ser un paso adelante. Las leyes no son nada sin alguien que las haga respetar. Y las instituciones españolas nunca harán cumplir ninguna ley que pretenda igualar a sus auténticos ciudadanos, que son las personas de habla castellana. Cuando puedan, como han hecho ahora, atacarán y derogarán cualquier norma igualitaria. Y si no pueden hacerlo, sencillamente no forzarán su cumplimiento, y la convertirán -así- en letra muerta.
Estamos desamparados. Y lo estamos porque el Estado que financiamos trabaja en contra nuestra. Lo estamos porque las instituciones y cargos públicos que se mantienen con nuestro dinero actúan sistemáticamente en contra de nuestros intereses. El Tribunal Supremo, el Defensor del Pueblo o el Súmsum Corda. ¡No importa! Todos saben quién es el dueño, y contra quienes han de cargar. Lo hemos visto y lo seguiremos viendo mientras no entendamos que no hay ningún futuro para nosotros dentro de esta pantomima de democracia que tiene como grandes hitos la aceptación de los principios básicos de la dictadura franquista y de sus criminales, la ilegalización de partidos y de ideas políticas, y la persecución encarnizada de todo intento de equipararnos como ciudadanos.
Creer en la existencia de una legalidad protectora puede ser desmovilizador por completo. Más vale que seamos conscientes de la magnitud de nuestra desprotección, y de la necesidad de dotarnos de todos los mecanismos que las sociedades modernas y democráticas poseen. Por ahora, son mecanismos de Estado, sí, pero de un Estado leal a la voluntad de los ciudadanos que lo sostienen, y capaz de aplicar el principio de igualdad, en vez de la ley del embudo, que es la norma máxima que conoce y utiliza el Estado español, reservando siempre el caño ancho para sus ciudadanos de primera categoría: los castellanos.