Joan Capri, en su monólogo ‘La boda’, tiene una frase humorística que en su tiempo hizo fortuna, aunque ahora sería mal vista. Hablando de cómo evolucionan los matrimonios, decía: “El amor se va… ¡pero ella se queda!” Pues bien, esto es lo que nos habrá pasado con Ciutadans/Ciudadanos, creado en 2006. Ellos, según todas las previsiones demoscópicas, tarde o temprano desaparecerán. Pero el daño que habrán hecho a Cataluña se quedará.
Cuando escribo este artículo todavía no se pueden saber los resultados de las elecciones. Pero todo sugiere que se habrá dado un paso más hacia la definitiva desaparición de este partido, aunque las agonías pueden ser muy largas. Pero que esto acabaría pasando, mal me parece decirlo, ya lo pronostiqué cuando obtenían la máxima representación. Era un proyecto artificioso, de laboratorio. O mejor dicho, de restaurante, con el nombre gafe de ‘Taxidermista’. Manifiestos y partido de tertulia de después de comer, para entendernos. Es decir, con poca ideología política, más allá de un nacionalismo español rampante. Y con un líder, Albert Rivera, elegido como quien busca a un actor en un casting para un anuncio de ropa.
No negaré que el invento les fue bien. Por un lado, el invento de Cs funcionó porque encontró unos poderes fácticos miedosos que estaban dispuestos a financiar el proyecto para mantener la condición colonial de los catalanes y salvaguardar su propia posición parasitaria. Pero, sobre todo, funcionó porque los promotores partían de una intuición acertada: hay una parte de la población catalana que nunca ha conectado con el país, o incluso ha desconectado, como el propio Boadella. Y sabían que esa ausencia de vínculo podía ser activada y convertida en malestar político frente a un proceso de reforma estatutaria que les incomodaba. El españolismo tiene la piel muy fina y siempre piensa que vamos más en serio de lo que vamos. Fue una reencarnación del espíritu de aquél ‘Manifiesto por la igualdad de derechos lingüísticos en Cataluña’ de 1981, firmado por 2.300 ‘intelectuales’ y aparecido –nada casualmente– quince días después del golpe de estado de Antonio Tejero. En 1981 fue en un clima de miedo por si lo de la autonomía se les iba de las manos. En 2006, también.
Cs nació para sembrar cizaña en el país. Para provocar la división entre catalanes; para meter miedo y fomentar la desconfianza hacia nuestras instituciones; para desvelar un españolismo mortecino. Y creció paralelamente al despertar nacional de los catalanes y a su aspiración democrática de poder decidir un futuro soberano. Que su punto más álgido fuera en las elecciones ilegítimas del 21 de diciembre de 2017, con un Govern suspendido y un Parlament clausurado autoritariamente, es decir, con su adversario aturdido y con su clientela debidamente asustada, no puede extrañar.
Ahora, Cs se va. Pero la cizaña ha crecido, y han brotado los que nunca han entendido que Cataluña es una nación. Se han descarado los que, también por nuestra desidia, no se han movido de un monolingüismo con confortabilidad garantizada. Y se han desvergonzado a los difamadores de la cultura del país de acogida. Que vuelvan a dormirse en el sueño confiado de la protección del Estado no es nada esperable. Unos volverán a los partidos de donde salieron, el PSC y el PP; otros irán a Vox. Y muchos quizá dejen de votar, ahora que el independentismo ya no les da miedo. Pero la mala sangre que ha hecho Cs, desgraciadamente, ha dejado al país manchado.
No sé cuándo se podrá reconstruir una unidad social y política nacional lo bastante fuerte como para rehacer el país. Pero lo que es seguro es que esto no ocurrirá si somos condescendientes con el mal hecho a la nación por esa gente. La única vía que se me ocurre es la de la recuperación de una dignidad y un orgullo nacionales suficientemente fuertes como para volver a invitar a todo el mundo a participar en la reconstrucción del país. Pero de momento estamos lejos.
ARA