Es muy antigua la astucia de negar la importancia o la existencia de aquello que no podemos controlar o poseer. Es el viejo cuento del zorro y las uvas, que al no poder alcanzarlas, dijo que aún no estaban maduras. Y así, los debates sobre la identidad de las comunidades, pueblos y naciones sólo resultan de interés para los que tienen algo que ofrecer. En cambio, se convierten en una pesadilla, en una vuelta a lo tribal en un mundo globalizado o en un obstáculo para la gestión de las necesidades humanas para los que no tienen nada que decir o tienen mucho que ocultar.
Pues bien, aunque a algunos teóricos de lo social les dé pereza la vuelta a la cuestión identitaria, éste va a ser el gran tema de debate político de, por lo menos, el primer cuarto de siglo en el que estamos entrando, por cierto, no de muy buen modo. Y atención a los intelectuales cuando hablan de la identidad, especialmente a los que la dan por liquidada, no vaya a ser que se repita lo que les pasó en los años ochenta a los enterradores del nacionalismo (para los cuales también era un retorno inútil a lo religioso y tribal), que publicaron sus teorías justo antes de la unificación alemana, la separación tranquila de la antigua Checoslovaquia, la explosión de los Balcanes y el hundimiento de la antigua Unión Soviética con la traca de nuevos estados independientes, algunos de ellos ya en la Unión Europea, por citar sólo los grandes momentos del nacionalismo europeo de la última década del siglo XX.
Estos días hemos tenido el ejemplo en casa. Mientras para el Partido Popular y sus adláteres los debates sobre la identidad en Catalunya no interesan ni a los catalanes, resulta que es azuzando el peligro identitario, con la supuesta amenaza a la unidad de España, con lo que Rajoy mejora sus expectativas de voto en España. Puro fariseísmo. Pero éste no es únicamente un problema catalán o español. Los graves conflictos en Francia de las últimas semanas no son sólo una cuestión de pobreza y marginalidad, sino de crisis del modelo identitario francés, que ya se expresó con el no al tratado de la Unión y antes con el avance de la extrema derecha. Y lo mismo pasa con la crisis del modelo multicultural en el Reino Unido o en países como Holanda. Y hay que saber que en Estados Unidos los debates de estos días que más importan son también identitarios. Por ejemplo, los que enfrentan a científicos y creacionistas a propósito de la enseñanza religiosa en las escuelas. O la protesta contra la cadena Wal-Mart por haber convertido las fiestas religiosas navideñas en unas laicas vacaciones en su publicidad (a lo que, por cierto, ha respondido con un largo tratado sobre el origen multicultural de la Navidad). Por no decir que las principales críticas a propósito de la guerra de Iraq no son de raíz pacifista, sino que se fundamentan en algo que sólo se explica por su naturaleza identitaria: se trata de saber si Bush mintió -u obligó a mentir a la CIA- a propósito de la existencia de armas químicas y nucleares en aquel país. El problema, pues, es la posible quiebra de confianza en los políticos, y no sus decisiones, que, al fin y al cabo, estaban avaladas y revalidadas democráticamente en las urnas.
Desde mi punto de vista, el error de las especulaciones sobre la naturaleza del problema de la identidad y sobre sus hipotéticos últimos estertores -que se suponen violentos- antes de morir está en la pobreza del modelo de análisis al que se suele recurrir. Para entendernos: es como si se mirara la cuestión de la identidad con unas gafas mal graduadas y se llegara a la conclusión de que la realidad se ha vuelto borrosa. Y es que hasta los mejores teóricos actuales de la identidad, extrañamente, no aciertan a ver todo lo que pasa. Pongo por ejemplo al sociólogo de origen polaco -bien conocido en Barcelona- Zygmunt Bauman, que en su reciente libro-entrevista
Identity (2004) sólo en una ocasión atisba, y muy de pasada, algo que debería ser básico en cualquier análisis de la identidad: la cuestión del reconocimiento. Porque está claro que si de lo que se habla es sólo del contenido material o esencial de las identidades, ahí únicamente vamos a ver lo que Bauman acertadamente califica de vida líquida y la imposibilidad de su solidez y coherencia. Pero el problema de la identidad nunca ha sido -aparte de para algunos filósofos- el que plantea la pregunta sobre quién soy o quiénes somos, sino el de la respuesta al interrogante de quién dicen que voy a ser o qué reconocen que podamos llegar a ser. Para trasladar el asunto a la cuestión local: el problema del nuevo Estatut no está en si los catalanes son o dejan de ser una nación, sino en cómo España está dispuesta a reconocer la personalidad política de Catalunya. El problema no es lo que los catalanes vayamos a ser -ciertamente, todo muy líquido-, sino lo que España quiere que seamos forzosamente -curiosamente, todo muy espeso-. Es lo mismo con el problema de identidad del adolescente, que no está en si se aclara sobre quién es, sino en conseguir que lo reconozcan como a alguien -no sólo como a el hijo de-, sea quien sea o quien vaya a ser.
La cuestión de la identidad no es ni ha sido nunca un problema de contenidos esenciales -aunque los conflictos se hayan expresado de ese modo-, sino que debe entenderse en su función comunicativa entre individuos y grupos, y particularmente en su papel en la negociación de reconocimentos mutuos entre poderes desiguales. Y el hecho de que algunos intelectuales locales estudien la identidad desde su cosmopolitismo aeroportuario y a través de esos congresos internacionales donde se compite por ver quién tiene un perfil más transparente para situar mayor universalidad no puede hacernos perder de vista que, efectivamente, lo que más nos importa a la gente es saber hasta qué punto nos van a reconocer lo que vayamos a ser. Ésa es la incertidumbre que nos angustia, no la de saber quiénes somos. Aunque el zorro nos diga lo contrario.