Para saber cuál es el grado de evolución espiritual de una sociedad, para conocer su nivel de humanidad y de respeto por los valores democráticos, hay que observar cómo trata a sus presos. La justicia no puede ser nunca vengativa, lo contrario no es justicia. La justicia -por eso aparece siempre representada con los ojos vendados-, no puede fundamentarse en prejuicios de carácter étnico o ideológico ni ser una instancia aliada de gobiernos y partidos para hacer política y castigar, reprimir, amordazar o encarcelar a disidencia. En regímenes fascistas, es así. Pero nunca lo puede ser en estados pretendidamente democráticos. Por ello, la forma en que un Estado trata a las personas presas, constituye el espejo de la colectividad que lo configura.
Para empezar, un Estado democrático no tiene presos políticos. Ninguno. No los tiene. Ni tampoco tiene exiliados, por la sencilla razón de que un Estado democrático no criminaliza el pensamiento disidente ni emite sentencias contra personas o ideas desafectas. Las acepta y las somete al veredicto de las urnas, tanto las que le gustan como las que no. Y no hay ningún designio supremo o voluntad divina -ninguno- que esté por encima, ni la unidad de España ni la unidad de la hormiga blanca.
Llegados aquí, ya vemos que el Estado español no cumple ninguno de estos requisitos, al contrario, sin separación de poderes y con una catalanofobia transversal en todos sus poderes, absolutamente todos, es un Estado que viola los derechos humanos sin ningún escrúpulo. En este sentido, las condiciones infrahumanas con que la Guardia Civil llevó a cabo el traslado de los presos políticos catalanes a Madrid es una muestra más de la miseria moral de este Estado español. No bastaba con obligar a los presos a ser juzgados en Madrid, en vez de serlo en Cataluña, que es el lugar donde se produjeron los hechos de que se les acusa, no bastaba obligarles a ir arriba y abajo como si fueran paquetes en lugar de hacer que sean los jueces quienes se trasladen a Barcelona, tampoco era suficiente con que todo fuera una mascarada político-jurídica contra el pueblo catalán, era necesario también burlarse de los presos, torturarlos y someterlos a un trato degradante. Así es como el Estado español intenta reafirmar la existencia nacional de España, una nación que no ha existido nunca.
La tortura física y psicológica a la que se sometió a los presos políticos en su traslado consistía en encerrarlos en un furgón distribuido con catorce ‘zulos’ de 90 centímetros de base -¡90 centímetros!-, y sólo 1,60 cm. de altura. Es decir, cubículos metálicos herméticamente cerrados, con espacio -¡si se puede llamar espacio!- para un único individuo, con el techo más bajo que la altura personal y sin posibilidad de ver nada que no fuera la pared metálica delantera a dos palmos de la nariz. Así durante seis horas los hombres, y siete horas y media las mujeres, hasta Alcalá-Meco y Soto del Real, atados por un cinturón controlado externamente por la Guardia Civil.
El Estado español, tan proclive a la burla sistemática, dijo que los presos deberían estar contentos, porque el furgón era nuevo y habían tenido «el honor» de estrenarlo. De la falta de ética no se puede esperar nada más. ¿Por qué no viajaban así también los guardias civiles? ¿Por qué no viaja así Pedro Sánchez cuando viene a Barcelona? ¿Porque sería indigno e inhumano, tal vez? ¿Y es que no son humanos los presos políticos catalanes? ¿Qué delito han cometido, si no hay ningún tribunal, parcial o imparcial, que los haya declarado culpables de algo? ¿Qué barbaridad justifica este trato vejatorio por parte de un Estado que, totalmente avergonzado, ha retirado las acusaciones contra el gobierno catalán en el exilio ante el mayúsculo descrédito internacional que le venía encima?
En un Estado de derecho, todo el mundo es inocente mientras no se demuestre lo contrario, y, por tanto, por ahora, los presos políticos catalanes tienen los mismos derechos, exactamente los mismos, que los de sus carceleros. Aprovechar, pues, el traslado a Madrid para someterlos a torturas, vejaciones y humillaciones es tan repugnante que dice hasta qué punto la noble lucha del independentismo no es sólo una lucha por la libertad, es también una lucha contra el fascismo; un fascismo que empapa los parámetros mentales y todas las estructuras de poder del Estado español.
Imaginemos, por otra parte, qué podría haber pasado (o qué podría pasar con otros presos) en caso de accidente. En este caso, habríamos encontrado nueve personas atrapadas en una ratonera sin ninguna posibilidad de salir para intentar salvar su vida. La historia está llena de presos heridos o que han muerto atrapados e indefensos, a raíz de un accidente de carretera, cuando eran trasladados. Ahora, en el caso de los presos catalanes, sólo hay que suponer como sería el terror claustrofóbico en una situación como la descrita si ya, sin accidente, el espacio en el que fueron trasladados es claustrofóbico por sí mismo. Estamos hablando de un ‘zulo’ -¡un ‘zulo’!- en el sentido más literal del término concebido como instrumento adicional de tortura. Como si el escarnio, como si la vejación, la degradación y la humillación formaran parte del castigo por la desafección ideológica del preso hacia el poder.
Los presos políticos catalanes fueron trasladados a Madrid como si fueran perros rabiosos. Pero no son perros rabiosos, son nueve personas inocentes que constituyen, en buena parte, la mitad del gobierno de Cataluña elegido democráticamente y destituido por un poder dictatorial. Son nueve seres humanos con nombre y apellido: Carme Forcadell, Oriol Junqueras, Dolors Bassa, Josep Rull, Jordi Turull, Raül Romeva, Joaquim Forn, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart. Sin embargo, ya ha quedado claro que, al hablar de evolución espiritual de una sociedad y de su nivel de humanidad y de respeto por los valores democráticos, no podemos incluir al Estado español. Un Estado que considera normal torturar, vejar y humillar a las personas privadas de libertad, es la antítesis de un Estado democrático.
Nunca, nunca, nunca un referéndum puede ser constitutivo de delito en algún sistema democrático. ¡Nunca! Y, por la misma razón, tampoco la autodeterminación puede ser nunca delito por la sencilla razón de que es un derecho humano básico. Y los estados democráticos no violan los derechos humanos, los respetan. Los presos políticos catalanes no son ganado, son seres humanos que el Estado español trata como ganado. Pero incluso el ganado tiene derechos y merece ser tratado con dignidad. La dignidad que el Estado español niega, por odio y venganza, a los presos políticos catalanes.
EL MÓN