En el bello y atinado discurso ante la ONU del presidente colombiano Gustavo Petro solo me chirrió una breve frase en la que, tras referirse a la invasión de Ucrania, la equiparó con las intervenciones de EEUU «en Iraq, Libia y Siria». Lo hizo menos como una forma de restar importancia a la agresión rusa que para denunciar el escándalo de los hipócritas que administran sin pudor sus dobles raseros. Es natural, además, que desde América Latina -«tan lejos de Dios y tan cerca de los EEUU»- se tenga una particular sensibilidad frente a los atropellos, explícitos o trileros, del imperialismo yanqui, aciago para el continente durante dos siglos. Pero no es menos cierto que la perspectiva latinoamericana es tan washingtoncéntrica que puede cometer a veces fatales errores de visión. La idea de que los casos de «Iraq, Libia y Siria» son equiparables entre sí y equiparables también a la invasión rusa que tanto escandaliza hoy a los occidentales es compartida, y repetida, por buena parte de la izquierda latinoamericana, muy influenciada, en este contexto, por la posición fijada desde 2011 por Venezuela y Cuba. No es, sin embargo, certera; ni justa con las víctimas; ni por lo tanto liberadora en términos globales. Esa identificación errónea revela por parte de Petro una ignorancia censurable, fruto de la voluntad ideológica de enfatizar los males del imperialismo estadounidense como fuente privilegiada de todos los males del mundo. Este occidentalocentrismo negativo asomó también, por lo demás, cuando Petro pidió que se dejara «a los eslavos entenderse con los eslavos», como insinuando que Rusia no habría invadido jamás Ucrania o habría hecho ya una paz justa con el agredido si las potencias occidentales no se hubieran entrometido.
Ahora bien, lo cierto es que, si Ucrania e Iraq son claramente comparables, Libia y Siria son dos casos muy distantes, y además diferentes entre sí. EEUU invadió y ocupó Iraq sin mandato de la ONU como Rusia ha invadido y ocupa parte de Ucrania al margen también de la ONU. En Siria y Libia hubo sendas revueltas populares contra dos dictadores sangrientos dispuestos a aniquilar a la población; en Libia se la protegió desde el aire tras una resolución discutible de Naciones Unidas que aprovechó la OTAN, encabezada en este caso por la Francia de Sarkozy, muy interesada en matar a Gadafi. Después, sobre el terreno han intervenido muchas potencias regionales e internacionales: Egipto, Emiratos, Qatar, Turquía, Francia, Italia, Rusia; también, de manera más discreta, EEUU. En Siria, en cambio, Europa y EEUU abandonaron a los revolucionarios sirios, incluso después del uso de armas químicas por parte de Bachar Al-Asad, y la intervención sobre el terreno se produjo, en efecto, pero a favor del régimen y desde Irán y de nuevo desde Rusia, dueña de una base en el país y que ha bombardeado sin parar hospitales y barrios residenciales. Así que Petro, si acaso, debía haber citado a Siria junto a Ucrania, no junto a Iraq. Los EEUU bombardearon, eso sí, a los yihadistas del Estado Islámico, financiados por Turquía, para defender a los kurdos de Rojava, los únicos bombardeos estadounidenses de la historia que toda la izquierda antiimperialista, incluidos los que llamo «estalibanes», pasamos por alto o aplaudimos en silencio. Los bombardeos rusos, dirigidos contra civiles y en defensa de un dictador, fueron aplaudidos en voz alta por buena parte de la izquierda europea y latinoamericana.
No llamo la atención sobre esta pequeña mácula para menoscabar un discurso de una belleza retórica y un tino político extraordinarios sino porque revela una comprensible inercia -digamos- «antioccidental» que comparte mucha gente en distintos lugares del mundo y desde muy distintas variables ideológicas. La cuestión es que buena parte de esta inercia «antioccidental», muy razonable, sale ahora a la luz no tras una tropelía estadounidense sino en respuesta o en el marco de una agresión imperial rusa a un país soberano; y lo hace además cuando, en medio de una andanada de crisis en racimo, la democracia y el Estado de derecho retroceden en todo el mundo. Paradójicamente, Putin, autócrata de un país de tradición imperialista, nos ha convertido al antiimperialismo antioccidental, iluminando al mismo tiempo una Europa virada hacia el neofascismo y el nacionalconservatismo y una «periferia» desengañada, castigada por el colonialismo secular, que mira con distancia los problemas de nuestro continente y considera la democracia una hipocresía o, en todo caso, un talismán irrelevante contra la injusticia social, el hambre y la pobreza. La «culpa y decadencia de Occidente», idea central de la propaganda del «oriental» Putin, idea central del fascismo de entreguerras en el siglo pasado, vuelve con una fuerza y extensión inesperadas. Esa idea contiene tanta verdad que Petro puede utilizarla para defender la democracia en «el país más bello y violento del mundo» o el papa Francisco para frenar al sector más reaccionario de la Iglesia y promover la paz, cada vez más difícil y más denostada; pero tiene tanto de falso que puede ser usada también, en dirección contraria, desde la derecha y desde la izquierda, para apoyar a Putin en sus ambiciones imperiales, para justificar el voto al neofascismo en Europa y para apostar por China frente a EEUU en la nueva guerra fría global; o incluso para justificar al régimen de los ayatolas en Irán, «amenazado» por mujeres – al servicio de Washington- que se quitan y queman en público el hiyab. La «democracia», es verdad, ha servido para enmascarar y justificar los peores crímenes, pero la antidemocracia desnuda no puede considerarse una alternativa liberadora sin exponer el mundo a más peligros y mayores atropellos. Eso ya lo probamos larga y cruelmente en la primera mitad del siglo XX.
Leyendo estos días una entrevista extraordinaria al conocido vaticanista italiano Marco Politi, gran sabio y finísimo conocedor de la realidad rusa, me llamaba la atención que ni una sola vez pronunciase las palabras «democracia» o «legalidad». Habla de «negociaciones», de «convivencia», de «paz», todo muy necesario, sí, pero nunca de «democracia» y de «legalidad», como si las considerara causas perdidas o engañosas. Politi no es en absoluto complaciente con Putin, pero de alguna manera considera que la doctrina de la «seguridad nacional», en la que tantas veces se ha amparado EEUU para sus fechorías, debe aplicarse también a Rusia. Su análisis es tan lúcido y netamente geopolítico, tan ajustado a las relaciones de fuerza entre las potencias que no deja ningún resquicio por el que puedan colarse los pueblos -salvo como beneficiarios pasivos de políticas sociales- o el derecho internacional: ninguno por el que pueda colarse, desde luego, la ingenua denuncia democrática de la doctrina misma. Así se explica que defina la invasión de Ucrania del mismo modo en que lo hace el «realismo» marxista: como una guerra entre imperios. No estoy de acuerdo. Para ver ahí una guerra entre imperios (Rusia y EEUU) es necesario despojar el mundo de su carcasa institucional, como de algo puramente «superestructural», para contemplar directamente, por debajo, el hormigueo desnudo de las conspiraciones, los forcejeos en la sombra, el uso parapolítico de la fuerza y de la astucia como únicos motores de la historia; significa retirar las máscaras y negarse a ver ninguna diferencia eficiente entre, por ejemplo, un tratado de comercio y un bombardeo, entre un hacker y un soldado, entre una presión bellaca y una invasión militar, entre una «guerra contra las drogas» y una guerra de conquista. Todas estas cosas se producen, es cierto, en el mismo contexto y, si se quiere, en el mismo hábitat capitalista, tanatocrático y violento, pero no son lo mismo, como no son lo mismo una pedrada y una estatua, por mucho que los dos requieran de la sustancia «piedra» para hacerse realidad.
No se trata, a mi juicio, de una guerra entre imperios. Se trata de una agresión imperialista rusa y de una guerra de conquista en un contexto, eso sí, de conflicto imperial. Puede decirse que EEUU, gran potencia en decadencia, intenta aprovechar en su favor cada guerra y cada paz, pero no que ha provocado la invasión criminal de Putin o que podría, si quisiera, detenerla. El realismo geopolítico debe aceptar el conflicto, sí, como fuente y límite del derecho, pero debe diferenciarlo de la guerra, pues de otra manera acaba considerando también «guerra» el mismo derecho que, al menos formalmente, intenta impedirla desde 1945. Puede cuestionarse, desde luego, que en Ucrania se libre -rusos contra ucranianos- una lucha entre autoritarismo y democracia, pues esa lucha se libra en realidad, de manera no-imperial, en cada uno de los territorios del mundo: en Colombia la democracia se ha cobrado una victoria provisional, en Italia una derrota provisional. Pero más allá de cuanto pueda haber de democrático en Zelensky y de autocrático en Putin, lo que no puede cuestionarse es que se trata de entrada de una pugna entre legalidad e ilegalidad, tal y como ocurrió también en Iraq, donde -no hay que olvidarlo- la legalidad internacional estaba representada por un sangriento dictador. Nos conviene a todos hacer como si creyéramos en el orden institucional que, levantado en 1945 sobre millones de muertos sacrificados en el ara del realismo, incluye la prohibición de la guerra, de la ocupación militar y del colonialismo. Nos conviene porque, por mucho que se sorteen o se violen sus normas sin parar, las instituciones son siempre lugares de deliberación y negociación en los que los poderosos se ponen límites entre sí; y porque ofrecen una orientación ética y política a sus víctimas, conscientes de ese modo, aunque no venzan, de los valores que hay que defender y del lado al que pertenecen la razón y la justicia.
«Occidente» no es culpable de la guerra en Ucrania. Sí lo es de no haber sabido defender bien la democracia en sus países y de contribuir ahora a la putinización de un mundo al que quiso dar lecciones mientras descerrajaba las fronteras ajenas y cerraba las suyas propias; y en el que ni siquiera es ya capaz de asegurar una vida material decente a sus ciudadanos. Dar comida y vivienda a unos cuantos, y de manera criminal, lo puede hacer cualquiera: lo hizo Pablo Escobar en Medellín y lo hacen las grandes empresas capitalistas de forma muy parecida. Si no se ocupa de eso la democracia -única forma de que la vida material, además de vida, sea digna- la geoestrategia desnuda, con su fuerza indisimulada y su cinismo resignado, se trasladará, como ya está ocurriendo, de las relaciones internacionales a las ciudades, los barrios y las casas.
Las mujeres de Irán se quitan felizmente el velo; dejémoselo puesto, en cambio, a la democracia y el derecho internacional.