Hoy hace diez años del anuncio del alto el fuego de ETA, que acabó abriendo la puerta a su disolución. ETA siempre había apelado a una negociación política con el Estado español como vía para acabar la actividad armada. Erigiéndose en representante del pueblo vasco y con el objetivo de encontrar una solución del conflicto nacional. En algún momento el Estado español llegó a asumir estos mismos parámetros -recuerden, sobre todo, a Aznar proclamando que negociaría con el «Movimiento Vasco de Liberación Nacional»-, pero al final no ha sido así como se ha llegado al abandono de las armas.
ETA abandonó las armas porque, y cuando, fue consciente del rechazo que su actuación violenta recibía de una parte muy sustancial del pueblo que decía defender. Y cuando la violencia del Estado puso finalmente a Batasuna contra las cuerdas -Ramon Jauregi se jactaba de ello ayer, en Catalunya Ràdio, diciendo que encarcelar a Otegi había sido tan eficaz. Pero también cuando el mundo cambió tanto que el entorno se volvió hostil, con el fin de la guerra en Irlanda y el comienzo de los atentados yihadistas.
De modo que, a pesar de la retórica de la izquierda ‘abertzale’, lo cierto es que en el País Vasco no asistimos a proceso de paz alguno, de nada que se pueda comparar con Irlanda, Sudáfrica o Colombia. Al contrario: por desgracia asistimos al triunfo de la violencia, el triunfo de la violencia de Estado. Y por esto es por lo que el Estado español no sólo no hace nada de lo que se suele hacer en un proceso de paz -liberar a los prisioneros del otro bando, por ejemplo-, sino que todavía se permite el lujo de seguir amenazando y extorsionando.
La victoria de la violencia del Estado, la victoria ideológica del Estado, es tan rotunda en este caso, de hecho, que en el comunicado leído el otro día por Arnaldo Otegi la izquierda ‘abertzale’ ya ni siquiera trata de salvar los mínimos, como sería marcando la diferencia entre la ETA que fue una reacción legítima a la dictadura de Franco y la ETA posterior a la muerte de Franco. De este modo, nos encontramos una paradoja evidente: Carrero Blanco, por poner el ejemplo más paradigmático y extremo, es una víctima de ETA. ¿Deberíamos entender, pues, que el atentado contra él no debía haber tenido lugar? Y, parodiando el famoso debate sobre la bala de Hitler, deberíamos preguntarnos, hoy, a nosotros mismos, ¿qué precio habría tenido esto? ¿Dónde estaríamos todos si la dictadura -no únicamente el régimen, sino también la dictadura- hubiera sobrevivido a la muerte natural de Franco? ¿Y cuál sería el precio pagado por los ciudadanos por tener un Carrero mandando, por ejemplo, hasta 1984, cuando habría cumplido ochenta años?
Estas paradojas históricas siempre son muy delicadas, claro. Porque moralmente van a la médula de nuestra conciencia y porque son un campo de minas intelectual al que te debes acercar con mucho respeto y con pies de plomo. Lo intento hacer así. Pero tengo que reivindicar que Hannah Arendt o Sir David Fraser han elaborado modelos con respecto al nazismo, que no sé si se podrían invocar directamente como precedentes de este mismo debate, pero que, de cualquier modo, se parecen mucho.
Hablo muy especialmente de la crítica de Fraser contra quienes pretenden separar el régimen nazi del Estado alemán, con la voluntad de convertir el Holocausto sólo en la locura de unos pocos SS; y no en lo que en realidad fue, una política de Estado, alimentada por los poderes del Estado. Y, con esta perspectiva, creo que es lícito que nos preguntemos hoy sobre la continuidad del Estado español, anterior y posterior a la muerte de Franco, y sobre qué implicaciones tan profundas tiene esto en el debate presente. En un debate que en cambio ellos nos quieren presentar de manera tan clínicamente aséptica.
Y lo digo porque nos han forzado tanto a olvidar cuál es el papel de la memoria que ahora resulta que no nos atrevemos ni a recordar que fue la ETA antifranquista. Pero si nos limitamos a vivir en el presente, y lo vivimos todo solamente con el prisma actual, ya me dirán quién podrá entender algo cuando le explican que el primer ministro socialdemócrata sueco Olof Palme se paseaba por las calles de Estocolmo con una hucha pidiendo dinero para los prisioneros de ETA. O cómo se leerán aquellos panfletos vibrantes que Jean-Paul Sartre escribió repetidamente en favor de la organización vasca. O quién entenderá que Serrat tuviera que pasar un año de exilio en México y se prohibiera su música por haber condenado el asesinato de los militantes de ETA y del FRAP.
La maniobra del Estado, por eso mismo y con la superioridad de su violencia, vuelve a consistir en allanar el debate. En apartar de la discusión la inteligencia y el pensamiento racional y dejarlo todo en manos de las emociones más manipulables. Y por esta razón no lo deberíamos aceptar. Aparte de que resulta que todo esto no es sólo un simple ejercicio académico.
Porque toda esta gran operación de acorralamiento del pensamiento disidente también tiene consecuencias sobre lo que somos hoy, porque es, sobre todo, un debate sobre los valores. La violencia, para Palme o para Sartre, y supongo que también para Serrat, no era ningún problema. Porque el problema, el único problema, era la democracia, el respeto a los derechos humanos y el respeto a las minorías nacionales que España violaba sistemáticamente. Ahora, en cambio, la inversión de los valores favorecida por este acercamiento acrítico al problema de la violencia es total. Y resulta que, con democracia o sin ella, con dictadura o sin ella, con Franco o sin él -como si todo diera lo mismo-, se ve que deberíamos creer que el problema no era, ni mucho menos lo sería hoy, la democracia, los derechos humanos o los derechos de las minorías nacionales que España ha violado y viola por sistema, sino la manera concreta como alguna gente se oponía. O se opone. En definitiva, nos quieren hacer creer que el problema no era, no ha sido nunca y no puede ser el Estado. Ni siquiera cuando era una dictadura plenamente reconocida como tal.
Y, por supuesto, una vez has caído en la trampa de este relato sesgado e interesado de la historia, de ahí no puede salir nada más que una legitimación reforzada, brutal, del Estado. Haga lo que haga. Y que conste que no hablo de una legitimación teórica, porque no hablamos sólo del pasado -hablar del pasado no es nunca hablar del pasado y ‘nada más’-.
Hablo muy concretamente de que la violencia ha dado tantos réditos a España, le ha ido y le va tan bien su ejercicio, que incluso consigue que para una parte de los movimientos independentistas, lo que generaciones de vascos y de catalanes habían propuesto, y trabajado, como un conflicto nacional que había que resolver con decisiones definitivas y vinculadas a la ley internacional, de pronto baje tanto su horizonte que sólo habla de hegemonías autonómicas y de políticas de alianzas en Madrid. De alianzas, por si fuera poco, con el PSOE de las torturas y los GAL, aun sin necesidad siquiera de que este partido dé paso alguno para reconocer sus crímenes ni reconocer lo que decimos que es la plurinacionalidad del actual Estado español.
VILAWEB
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