El transporte en Euskal Herria se caracteriza por un gran peso de los medios privados e individuales y una exclusividad casi absoluta de la carretera. De ello derivan consecuencias altamente negativas como el elevado número de accidentes (809 fallecidos en Nafarroa en 1995-2004 o 2.413 en la CAV en los 90), la congestión crónica de algunas carreteras, y los altos niveles de contaminación ambiental y huella ecológica, agravados por la orografía montañosa (en la CAV se ha sellado un 2,5% de superficie, mayor del doble de la UE). A nadie se le escapa que el grado de saturación de las infraestructuras del transporte es tal que, de no tomarse medidas, Euskal Herria se dirige al colapso circulatorio. Resulta evidente que la ordenación del territorio y la forma en que se organiza un sistema de transporte determina, en gran medida, cómo se realizan los desplazamientos; de ahí que la actual política de las instituciones vascas alimenta el peso del transporte por carretera, impulsando una cultura del coche y la velocidad de trágicas consecuencias.
Afrontar la situación requiere, en consecuencia, un cambio en los supuestos y políticas que han llevado hasta ella. En pleno siglo XXI, las aspiraciones decimonónicas a «más deprisa, más lejos y más cantidad» se han demostrado más que problemáticas, derivando en un modelo de desarrollo que ha considerado a la naturaleza, mujeres, jóvenes y países de la periferia como meras externalidades económicas. La crisis ecológica, las derivaciones en la salud, la persistente cuestión de la justicia social, y una significativa crisis de sentido, hacen necesario caminar hacia un cambio progresivo en los modos de vida y de consumo, que está por ver hasta qué punto resulta compatible con la lógica de acumulación capitalista. La velocidad intermedia a favor de una sociedad sin prisas, un acortamiento de las distancias mediante una adecuada planificación del territorio que promueva modelos de ciudad compactos e integrados, favoreciendo la descentralización de los servicios, de la distribución comercial y de los lugares de ocio dentro de los pueblos y barrios, la creación de servicios inteligentes que sustituyan los bienes desechables, y un con- sumo selectivo que reduzca el volumen de mercancías constituyen señales del camino hacia una civilización sostenible.
En este marco, abordar la cuestión del transporte implica necesariamente una apuesta seria por un transporte público social. Por dos razones fundamentales. Primero, porque frente a opciones privadas e individuales, produce un menor impacto ambiental; este criterio debe regir, además, a la hora de poner en marcha un determinado modo, primando los de menor impacto, tanto en su construcción como en su funcionamiento. En segundo lugar, por el carácter social; las inversiones públicas deben primar los proyectos con carácter más universal, en el sentido que beneficien a más gente, o distributivo, que beneficien a sectores más desfavorecidos. La apuesta por opciones privadas o individuales como el transporte privado por carretera es, además de medioambientalmente problemática, socialmente regresiva, puesto que con el dinero de todos promueve soluciones que resultan excluyentes para amplios sectores sociales, es más, para sectores más desfavorecidos como jóvenes, ancianos o personas con pocos recursos. Igualmente excluyentes resultan diseños basados en parámetros como la velocidad o la conectividad exterior, que resultan elitistas y desatienden necesidades sociales internas: la mayoría de los movimientos está compuesta por movilidad obligada, estudios y trabajo, siendo la práctica totalidad intracomarcales. Cuando hablamos de transporte social lo hacemos en sus dos dimensiones, en el espacio (beneficio amplio) y en el tiempo (sostenible, sin hipotecar a otras generaciones).
Así, un ferrocarril público y moderno, por sus características, está llamado a tener un papel fundamental, constituyendo la malla básica sobre la que deberían estructurarse el resto de los modos. Y es evidente que no vale cualquier modelo ferroviario, sino que éste debe de cumplir una serie de criterios básicos:
Intermodalidad y soluciones integradas, que sea parte de un modelo de transporte público al servicio de las necesidades de la mayor parte de la población.
Multifuncionalidad frente a criterios excluyentes de especialización; que sirva para corto y largo recorrido, viajeros y mercancías.
Vertebración social y territorial, uniendo pueblos, comarcas y territorios.
Capacidad para realizar el trasvase decisivo de mercancías y viajeros desde la carretera.
Minimización de los impactos ambientales y sociales y, por tanto, de las externalidades negativas cuya corrección suele asumir el sector público. La filosofía implícita de considerar tales impactos como «costes del progreso» debe ser sustituida por la filosofía de la minimización y eficiencia.
Minimización del coste de ejecución, compatible con sus funciones. La filosofía «cuanto mayor inversión mejor» debe dar paso a una filosofía coste-eficiencia, que busque la maximización del ratio servicio/coste en términos sociales, económicos y energéticos.
Capacidad de conexión de forma eficiente con el resto de Europa.
Máximo aprovechamiento de las redes existentes, por razones de tipo ambiental, agronómico, económico y de servicio prestado.
La concreción de estos criterios se plasma en un diseño de red mallada y multifuncional que, en virtud de la situación actual podría dibujarse así:
Una conexión nueva entre Bilbao y Gasteiz, conectada con el puerto de Bilbao y el aeropuerto de Foronda.
La modernización de la línea Gasteiz-Baiona con algunos tramos nuevos, para salvar barreras orográficas y zonas de alta edificación con parámetros modernos.
La remodelación y desdoblamiento del tramo Altsasu-Castejón.
La mejora del tramo Baiona-Donibane Garazi, actualmente infrautilizado y semi-abandonado.
La modernización de la línea Bilbao-Donostia, manteniendo el ancho métri- co por ser el que mejor se adapta al territorio para alcanzar una determinada velocidad. Esto supondría sustituir la estrategia actual de Euskotren (centrada sólo en la modernización de las dos áreas metropolitanas, es decir, en los extremos) por otra de mejora continua de toda la línea.
En lo que se refiere a la red secundaria, modernizar las pocas líneas existentes, recuperar determinadas líneas abandonadas, y analizar la construcción de nuevas líneas, hasta completar una malla.
Esto requiere una política de financiación que conceda prioridad al ferrocarril (lo que implica la paralización de los actuales macro-proyectos que no tienen cabida en una estrategia sostenible) y una política de transportes que se centre en la gestión de la demanda más que en la provisión de nuevas infraestructuras. Y todo ello en el marco de un proceso de toma de decisiones participativo que busque el consenso social.
Es evidente que muchas de las actuales infraestructuras de transporte, en especial las ferroviarias, se quedaron ancladas en el siglo XX. Pero tratar de resolver la problemática asociada al transporte mediante la superposición de nuevas macro-infraestructuras como el TAV (la «Y vasca» y el corredor navarro), conceptualmente situadas en parámetros de desarrollo del siglo XIX, además de no re- solver el problema, pueden agravarlo seriamente, más aún cuando nos acercamos al techo de suministro de petróleo. Se trata de un diseño elitista que, por recorrido y precio del billete, solo beneficiará a unos pocos pero hipotecará diseños más prácticos, eficaces y sustentables social, económica, energética y ecológicamente. Es necesario dar un salto adelante y situar en transporte en parámetros del siglo XXI, sociales y de sostenibilidad.