El ‘smart power’. ‘In memoriam’ Patricia Gabancho

En Cataluña 2009 era un tiempo de cielo bajo y horizontes cercanos, con el espíritu mortecino y muchas ambiciones truncadas por la crisis económica. Faltaban pocos meses para que el Tribunal Constitucional sentenciara el estatuto y fulminara el pacto de la transición con una ligereza inexplicable. Nada hacía pensar todavía que tres años más tarde un Once de Septiembre lo cambiaría todo. El último domingo de octubre de ese 2009 fue soleado, como suelen serlo los días otoñales en California. En la terraza de casa hablábamos con la escritora Patricia Gabancho de las escasas perspectivas de independencia en esa calma mortal en la que el país parecía instalado. Optimista por naturaleza, ella tenía fe en un arma infalible que llamaba ‘smart power’, el poder de la inteligencia. Se refería, concretamente, a una minoría de ‘influencers’ que se esforzaban por convertir la idea de la independencia en el desencadenante del movimiento de masas en que efectivamente se convertiría más adelante. Aún no hacía dos meses del referéndum de Arenys de Munt, pero una vez encendida la llama, los acontecimientos no tardarían en precipitarse. Durante los ocho años que separan aquel acto simbólico del referéndum del Primero de Octubre, que ella aún consiguió ver, Patricia recorrió el país animando a la gente con conferencias y discursos, porque creía en la capacidad de una persona o de una minoría para arrastrar la voluntad de la mayoría, invitándola a buscar energías en sí misma.

Lo mínimo que puede decirse de Patricia Gabancho es que fue una mujer coherente. Comprometiéndose con su entorno, que en su caso era un país de adopción, mantuvo el compromiso consigo misma. En ese compromiso había, además de certeza moral, una apreciación estética. «España es cutre», sentenció en una ocasión, sin ninguna deferencia colonial hacia la «madre patria». Patricia fue un brillante exponente de catalanidad sobrevenida, un ejemplo de amor al país que había descubierto en lecturas antes de trasladar su destino. También intentó ser un modelo de integración para los demás inmigrantes, particularmente los del Casal Argentino, y un contramodelo para otros extranjeros que, aposentados en universidades catalanas, se regirán contra la cultura del país que les ha dado la oportunidad de profesionalizarse.

Pero Cataluña no siempre ha estado a la altura de aquel ‘amor de lonh’ (amor lejano) que no se marchita en la proximidad. A pesar de su compromiso, que hizo extensivo al periodismo que practicaba, Gabancho fue marginada en el diario en el que había colaborado en los últimos años. Cuando le pregunté por qué seguía colaborando a pesar de la censura que sufría, me respondió que le hacían falta los cien euros pagados por artículo. De repente aquella confesión iluminó el panorama. ¿Cuántos periodistas no deben tragarse el orgullo para poder llegar a fin de mes?

El ‘smart power’ de Gabancho era una versión actualizada de la antiquísima constatación de que la sociedad no avanza por maduración lenta sino a saltos, con el ejemplo de raras personalidades que consiguen romper el corsé dogmático y son la levadura de la masa social. La aparición de estos individuos transformadores nunca es previsible. Por eso, planificar el futuro equivale a diseñar la utopía y no tiene más sentido pedir hojas de ruta del porvenir que anunciar el número de lotería en el que caerá la suerte. Las genialidades sólo se explican con la teoría de la propina de Josep Pla.

Abandonada a sí misma, la sociedad tiende a conservar el equilibrio. Por eso, de la mediocridad hace una norma. Los historiadores, se reflejan en los acontecimientos, esto es en los fenómenos imprevisibles, no suelen tener en cuenta la tendencia de la sociedad a recuperar el estado anterior después de un trance. La reacción es tan natural como la revolución y la sociedad tiende espontáneamente a reponerse de una sacudida, así como el árbol doblegado por el viento recupera la verticalidad tan pronto como se calma la tormenta. Después de un choque externo, la sociedad no tarda mucho en restablecer el equilibrio perdido, si alguna inspiración no la lleva a dar un salto adelante y a metamorfosearse.

Para romper el círculo vicioso de desafío y sumisión es necesaria una revolución de la voluntad. Para la actual estabilización del régimen del 78, la colaboración catalana ha sido tan necesaria como para su fundación y se ha brindado con la misma gratuidad. Pero la inconexión de los discursos con los actos se desvanece cuando se considera que la cooperación de los hasta hace poco independentistas con el régimen es el retroceso natural de la fuerza –el ‘momentum’, decían– que alcanzó cotas inéditas de creatividad antes de amansarse. En 2017, el estado de opinión en Cataluña había superado los confines autonómicos, pero acabó estancándose por insuficiencia de genialidad política. La inteligencia, el ‘smart power’, evaluó los riesgos y dudó, como corresponde a su función orgánica. Pero la inteligencia es evaluadora y no ejecutora. Actuar es la función de voluntad. Faltándole este elemento, el ‘smart power’ desistió.

Salir del régimen autonómico para entrar en otra esfera legal, que a la fuerza iba a ser una esfera moral ‘otra’, implicaba saltar a lo imprevisto, adentrarse en un terreno del que no se tenía ningún conocimiento empírico. Considerada objetivamente, la independencia es impracticable, pero renunciar a lo impracticable es ignorar que los grandes avances han sido siempre la coronación de lo imposible. Volar, para un plantígrado, era un imposible absoluto, como era para un terrícola viajar a la Luna. Que el cristianismo sustituyera al paganismo como religión de Estado en la Roma de los césares era un absurdo, como lo era que un monje de una de las provincias más atrasadas del Sacro Imperio Romano desafiara con éxito la autoridad papal, o que la clase obrera obtuviera la jornada de ocho horas y el sufragio universal incluyera a las mujeres, o que un puñado de oscuros conspiradores tumbara el imperio milenario de los zares y que menos de un siglo más tarde una ola de ciudadanos desarmados desafiara al ejército más grande del continente y derribase el muro que separaba las dos Europas.

Los catalanes han logrado lo inalcanzable más de una vez. A lo largo del siglo XIX el país avanzó a trompicones del provincianismo al regionalismo y de la región a la “nacionalidad”. No sin resistencia por parte del Estado ni sin reformarse el catalanismo en cada etapa. No hay razones para pensar que ninguno de esos avances fuera más plano que los demás. En España, la regresión de las libertades va siempre acompaña la dilatación de la ambición catalana. En 1873, el golpe de estado del general Pavía se dirigió contra la república federal, de inspiración catalana; la ley de jurisdicciones de 1905 fue la réplica de Madrid a la victoria de la Lliga Regionalista en las elecciones al Ayuntamiento de Barcelona del mismo año; la disolución de la Mancomunidad por Primo de Rivera respondía al mismo instinto de dominación; el ‘Alzamiento Nacional’ tuvo desde el primer momento el objetivo de suprimir la Generalitat y borrar la diferencia catalana. Ya en este siglo, la operación Cataluña, el artículo 155 y la ‘lawfare’ han sido la respuesta del Estado al atrevimiento de los catalanes no de decidir el futuro, algo imposible en la dimensión ordinaria del tiempo, sino de inaugurarlo, abriéndose a la posibilidad.

Si a cada hito catalán le corresponde una reacción violenta del Estado, una vez disipada la energía represiva, el Estado ha tenido que restituir el hito para reequilibrarse al nivel actual de la historia. Así, la Restauración que decretó la ley de jurisdicciones y reprimió la Semana Trágica acabó concediendo la Mancomunidad, la Segunda República tuvo que inventarse la Generalitat y la Transición se estrenó restaurándola. Es muy probable que la próxima deslegitimación del Estado en la crisis que ahora se cuece acabe restituyendo a los catalanes, como condición de pervivencia de España, el derecho de autodeterminación que, por insufrible, ha llevado a los españoles a deshacer la democracia y prostituir la justicia.

Cuando el escepticismo, que es intrínseco a la inteligencia, impide abordar lo objetivamente irrealizable, la voluntad, que no se apoya en ninguna representación ni en ninguna imagen o ficción de futuro, puede desatascar la acción. Puede hacerlo porque, siendo una expectación sin objeto definido, se expresa en la persistencia. Sin embargo, no tiene valor alguno si no contrapesa la inteligencia, si no enmienda su pasividad sin privarla de clarividencia. La voluntad desata la acción, pero una vez el hito es alcanzado, es la inteligencia la que afianza y asegura su permanencia.

El peligro de que se frustre no viene tanto de falta de inteligencia como de un déficit moral, que en Catalunya se expresa con el habitual “nadie puede darme lecciones”. En este ambiente, la personalidad visionaria o simplemente dispuesta a poner la teoría al servicio de la acción termina consumiéndose. El rechazo de toda experiencia que antes no haya logrado éxito y esté, pues, amortizada, condena a la sociedad catalana a dar vueltas a una noria.

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