Una de las sentencias más conocidas de Martin Luther King (1929-1968) reza: “Los de nuestra generación tendremos que arrepentirnos no tan sólo de las palabras y las acciones infames de la mala gente, sino también del terrible silencio de la buena gente”. El gran luchador por los derechos civiles de los afroamericanos en Estados Unidos, premio Nobel de la Paz en 1964, nacido en Atlanta y asesinado en Memphis, tenía toda la razón. Y si alguna observación debe hacerse a su denuncia es que no se trata tan sólo de un escándalo para su generación, sino que puede decirse de cualquier otro tiempo.
Me ha parecido oportuno recordar ahora esta frase porque, hipersensibilizados por las crisis económica y política actuales, descubrimos escandalizados –no sin un cierto fariseísmo– que abundan los comportamientos malvados, al por mayor y al por menor. Una maldad para la que buscamos responsables estructurales, no fuera el caso que también nos salpicara personalmente. Se culpa al sistema, al capitalismo salvaje, al neoliberalismo y a las élites extractivas que se aprovechan de todos ellos, con una retórica que permita distinguir, con toda claridad, a los buenos de los malos, a las víctimas de los verdugos. A diferencia de aquella vieja y tan lúcida idea del “pecado original” que señalaba la frágil naturaleza de todos los individuos, ahora nos inclinamos por diferenciar maniqueamente a los inocentes –nosotros– de los pecadores, que serían las minorías beneficiadas por el mal estructural.
No se trata, claro está, de negar la existencia de una organización social que acarrea implícitas todo tipo de discriminaciones, injusticias y abusos hacia las personas. Ni tampoco, apelando a la naturaleza humana, se trata de diluir la responsabilidad de los agentes directos de la maldad, inscrita en sus decisiones. Sin embargo, desde mi punto de vista, a estas críticas les falta aquella tercera perspectiva que señala la sentencia de Luther King: el terrible silencio de la buena gente. Es decir, le falta una reflexión sobre la naturaleza de la connivencia de las mayorías supuestamente inocentes con estos males.
Sin querer forzar la proximidad entre conceptos que tienen su propio espacio de significación, la frase de Luther King me lleva a la noción de Hannah Arendt sobre la “banalidad del mal”. Es decir, sobre la insensibilidad que, paradójicamente, genera la maldad masiva, quizás para no sucumbir a ella o para poder sobrevivirla sin tener que llegar a despreciarnos. A toda la buena gente que calla ante la injusticia, el hecho de ser buena gente no la disculpa en absoluto, sino que por esta misma razón su silencio resulta todavía más terrible.
En psicología social se conoce el bystander effect, también denominado “efecto espectador”. Estudiado en el laboratorio desde 1968 por J. Darley y B. Latané, fue descubierto a partir de un caso real que unos años antes había escandalizado a la opinión pública norteamericana. Kitty Genovese, una camarera de Nueva York, el 13 de marzo de 1964 moría asesinada de unas puñaladas cuando volvía del trabajo, delante del portal de su casa en Kew Gardens, Queens. Kitty, de 28 años, pidió ayuda pero el vecindario que la oyó gritar no hizo nada para socorrerla. Pasaron bastantes minutos hasta que alguien telefoneó a la policía. Un artículo de prensa publicado un par de semanas más tarde, con testimonios de los vecinos, abrió una gran polémica sobre el porqué de la falta de reacción ciudadana. El bystander effect, en definitiva, sostiene que cuanta más gente está presente en una situación de emergencia, menos son los que se muestran dispuestos a ayudar a quien está en riesgo. Las explicaciones apuntan a una disolución de la responsabilidad ( diffusion of responsability) en situaciones de masa y a comportamientos imitativos que hacen creer al individuo que lo que hace la mayoría es lo correcto. Pero que la psicología social se interesara por el efecto espectador desde mediados de los años sesenta, no quiere decir que se tratara de nada de nuevo. La página web Listverse, a la hora de escoger los 10 casos más notorios de bystander effect, no tiene ningún inconveniente en empezar por la parábola del buen samaritano, hasta llegar a la expulsión de sus tierras de las tribus autóctonas en Norteamérica o al propio holocausto. Es decir, casos que muestran esa indiferencia general de la buena gente ante el abuso masivo, esa banalidad del mal que puede llegar a hacerlo tan brutalmente soportable.
Cada una de las perspectivas mencionadas utiliza herramientas distintas. La aproximación ética del pastor protestante Martin Luther King; la mirada desde la teoría política de Hannah Arendt o el análisis científico del comportamiento humano de Darley y Latané. Todos reflexionan sobre un mismo fenómeno: el de la responsabilidad, moral, política y social de quien asiste, silencioso e indiferente, al espectáculo del mal. Sin embargo, como decía al principio, la inquietud que quería expresar en este artículo no es tan sólo la que produce el silencio, sino muy particularmente la de la denuncia de la maldad preocupada en sacudirse de encima la responsabilidad de una connivencia indiferente, la que se dedica a fabricar víctimas inocentes, en lugar de invitar a una reflexión autocrítica sobre la complicidad de la buena gente con el mal que se denuncia. Dicho de otra manera: la denuncia del silencio de la buena gente ante la injusticia, de la banalidad del mal o del bystander effect debería alejarnos del maniqueísmo implícito en determinadas formas de crítica social que nos hace creer, intencionadamente o no, que rompiendo el silencio y señalando a un culpable, ya quedamos liberados de todo ejercicio autocrítico.