El retraso de la conciencia

En la sección de La Gaya Ciencia titulada ‘El loco’, Nietzsche habla de la muerte de Dios. Mejor dicho, del asesinato de Dios por los hombres. El loco es quien anuncia este hecho de consecuencias incalculables, que impone a los hombres el deber de convertirse en dioses para poder estar a la altura de su acto. Tan enorme evento hace siglos que dura, pero aún no ha sido asumido por los que escuchan al loco. ‘El rayo y el trueno necesitan tiempo, la luz de las estrellas necesita tiempo, los hechos necesitan tiempo, incluso después de haber sido cumplidos, antes de que sean vistos y oídos’.

El imperio español no se hundió de repente con la escuadra del almirante Cervera en la bahía de Santiago de Cuba. De mucho antes ya era una entelequia. La decisión de Madrid de enviar sus vetustos barcos contra las modernas naves americanas, además de ser una proeza inútil, era la imagen de un fracaso histórico, más patético aún por contraste con la de una hegemonía ascendente. La pérdida de prestigio fue definitiva y España no se ha recuperado nunca más. Al contrario, se convirtió en el ejemplo universal de cómo se derrocha un imperio. Si sirvió de algo aquella quijotada fue para recuperar el sentido de la frase de Casto Méndez Núñez cuando bombardeó el puerto de Valparaíso a pesar de la advertencia de la marina norteamericana. Lo que había pasado el 31 de marzo de 1866 se repetía, intensificado, en 1898, de acuerdo con la ley de la estupidez que, citando a Tuchmann, yo mencionaba hace dos semanas en relación con la autodestrucción de las potencias políticas.

La ‘hombrada’ de cifrar la honra en la pérdida de los barcos era el último espasmo, el instante en que de repente se percibe una muerte acaecida mucho antes. Hacía tres siglos que el imperio se había hundido con las 130 naves de Felipe II en otra derrota honrosa. El emperador se consolaba asegurando que no había sido la pericia de los ingleses la que había destrozado la famosa escuadra, sino la borrasca, las olas, el viento…, es decir, la fatalidad. Del golpe recibido en el verano de 1588, el imperio no se volvió a levantar nunca más. Las apariencias se mantuvieron hasta las postrimerías del siglo XVIII, pues los grandes paradigmas históricos cambian lentamente en relación con la temporalidad de la vida humana, pero cuando llegó la guerra hispano-americana, aquel imperio ya no era ni siquiera una apariencia; era un espectro. En 1898, la escuadra española se había convertido en una escuadra fantasma, como llamaba Maragall a la que se suponía en ruta a las Filipinas, pero sólo existía en la imaginación del chovinismo español. Cuando un nacionalista tan exaltado como Unamuno decía ‘me duele España’ (expresión que, si podía pasar por trágica cuando la decía él, se convierte en pura farsa en boca de Albert Rivera) en realidad se quejaba de un dolor fantasma, que es el que se siente en un miembro amputado. España, lo que algunos entienden por ‘España’, ya no era, la realidad no coincidía con la representación, y Unamuno y todos los que después han hecho metafísica del ser de España no han hecho nada más que lamentar la pérdida del imperio.

Todo el siglo XX fue una prolongación de la disgregación de aquel conglomerado de tierras y de pueblos que, en parte por política de alianzas, en parte por azar y en parte por la fuerza de las armas, habían caído bajo el poder del llamada monarquía hispánica; en realidad un imperio transnacional que acabó convirtiéndose en provincial al asimilarse a Castilla. Las dos dictaduras del siglo XX fueron, a fin de cuentas, intentos de poner un dique de contención a la disgregación secular. No fue otra cosa el resurgimiento imperialista de Falange, ni nada más el intento de reorganizar, nacionalizándolos, los restos de aquel imperio llevado a cabo por el liberalismo del siglo XIX y sus herederos en el siglo XX. Pero España no sirve para poner puertas al campo, ninguna idea puede hacerlo. Y menos aún una idea averiada que lleva el rótulo de ‘el problema de España’.

El penúltimo esfuerzo para detener lo inevitable fue el experimento modernocràtico de la transición: una apuesta de renovar la apariencia sin sanear las estructuras. Pero España se había destruido durante la guerra de 1936-1939, si no estaba ya muerta de antes, como pensaba Maragall. Y la respuesta, durante mucho tiempo, ha sido la indolencia. Si después de perder los restos de ultramar, en Madrid hacían como si no hubiera pasado nada, tal como relataba en enero de 1890 un extrañado Rubén Darío, durante la década larga de los fondos de cohesión, de mayorías socialistas, de Expos, Juegos Olímpicos y capitalidades de todo tipo nadie se acordó de los muertos que yacían en fosas comunes. Nadie encontró urgente recoser una sociedad desgarrada, en lugar de sobornarla con la modernidad espuria del consumo. Y si al llegar a Madrid Rubén Darío observaba que ‘toda la gente, con el mundo en el hombro o en el bolsillo se divierte ¡Viva mi España!’, alguien que hubiera llegado en 1983 en plena mayoría absoluta de los socialistas habría observado el desenfreno oficialmente llamado ‘la movida’, nombre irónico porque la finalidad era aturdir para detener el movimiento social que les había llevado al poder y pudo sobrepasarlos. ‘Diviértanse’, gritaba el alcalde Enrique Tierno Galván a los madrileños, animando la llamada revolución de los esqueletos con la frase que le inmortalizó: ‘Roqueros, quien no vaya colocado, que se coloque’. Pero una vez todo el mundo colocado y en su lugar, la frase definitiva de la época es la metáfora de Alfonso Guerra: ‘Quien se mueva no sale en la foto’.

Algo de falso había en la euforia de los años ochenta y primeros noventa. La había en el triunfalismo del ‘milagro español’ y ‘España es moda’, en la economía al borde de superar la de Alemania y en una cultura dispuesta a conquistar el mundo desde las sedes del Instituto Cervantes, donde se predicaba la lengua universal como en otra época la fe católica en las misiones fundadas bajo las armas de Castilla. Desde aquellos ímpetus ambiguos de la posmodernidad, la realidad se ha ido imponiendo con el aire desteñido de los finales de fiesta. La crisis económica de 2008 destapó el aprieto institucional, constitucional, de valores, de convivencia, de espíritu de ciudadanía, de integridad, incluso de humanidad. Parecía venir de fuera, pero era una crisis sistémica. Quienes, aterrados ante el vacío que se abría a sus pies, se aferraron instintivamente a España como lo conocido, se refugiaban en una idea que históricamente ha sido criminal. Esta idea ya no puede inspirar más que violencia, que es el origen de su historia y es lo que queda cuando no queda nada más. La violencia es el principio o ‘arché’ en el sentido de originar, promover, producir; en el sentido, pues, de posibilitar. La unidad española sólo ha sido posible por la violencia; es el otro nombre de la violencia. Pero esta unidad que da el único sentido a España siempre está a un paso de resquebrajarse, porque la violencia apenas tiene virtud adherente y hay que reiterarla una y otra vez. Pero cuanto más se insiste, más cerca está de desprenderse el conjunto.

La represión del independentismo catalán, que ahora se extiende a otros lugares geográficos e ideológicos, ha sido el último intento de cambiar el curso de la historia. Sin embargo, sin la esperanza que despertaba la ‘normalización’ de la anomalía hispana medio siglo atrás, al contrario, con una fe desesperada en el experimento fascista, a pesar de saber a dónde conduce. Es como si en la impostada alegría del pueblo de ‘Bienvenido Mr. Mashall’ se hubiera acabado imponiendo el sueño reaccionario del malhumorado ‘hidalgo’ descendiente de ‘conquistadores’.

Tiene que pasar tiempo antes de que se vea el rayo y se escuche el trueno. El fenómeno España viene de muy lejos, como la luz de un astro que se apagó hace miles de años y no ha terminado de atravesar la distancia sideral, que en este caso es distancia histórica. Pero es una luz que no calienta y apenas ilumina. Una luz que amenaza con convertirse en un agujero negro de enorme atracción desrealizadora. La muerte de la idea de España no implica necesariamente la independencia de sus constituyentes, que podrían desaparecer en el vórtice del gran absorbente. Pero Cataluña, a pesar de la extracción de recursos de todo tipo, ha conservado la suficiente energía y carácter como para resistir la atracción centrípeta que ha resultado fatal a otros pueblos peninsulares. En realidad, ya se ha independizado, pero este evento también necesita tiempo para llegar a las conciencias. Sólo es cuestión de verlo y escucharlo, algo tan sencillo como poner atención en la virtud de los hechos. Tan sencillo como darse cuenta de la profunda alteración de la realidad por las voluntades concertadas de millones de personas. Que las han concertado durante un tiempo suficientemente largo -con solidaridad entre generaciones- como para llegar a percibir que truena y relampaguea y que después de la tormenta ya nada volverá a ser como antes.

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