El reaccionario, este desconocido

Dos días antes de los atentados de Al Qaeda en Washington y Nueva York, el 9 de septiembre de 2001, se publicó ‘The Reckless Mind: intelectual in Politics’ (‘Pensadores temerarios’, Ed. Debate), un libro de Mark Lilla en el que el profesor de la Universidad de Columbia analiza la relación de una serie de pensadores con las ideologías de la época, que los llevaron a mirar hacia otro lado cuando enfrente tenían el autoritarismo y el terrorismo de Estado, con las consecuencias políticas e intelectuales que la relativización de las atrocidades generadas generó. Los regímenes eran la Alemania nazi, el comunismo de la Unión Soviética, la China de Mao y la república teocrática de Irán. Los pensadores: Martin Heidegger, Carl Schmitt, Walter Benjamin, Alexandre Kojève, Michel Foucault y Jacques Derrida. No todos salen malparados, por lo menos unos más que otros.

Quince años después, Lille publicó ‘The Shipwrecked Mind: On Political Reaction’ (‘La mente naufragada’, Ed. Debate), que con la anterior forman un díptico. Lille hace aquí el análisis de tres pensadores del siglo XX -Franz Rosenzweig, Eric Voegelin y Leo Strauss- que atribuyeron los problemas de la sociedad moderna a una ruptura en la evolución de las ideas y promovieron un retorno a formas premodernas del pensar. Posteriormente, examina el uso de relatos históricos por parte de la derecha y la izquierda europea y se adentra en la determinación de neoconservadores norteamericanos e islamistas radicales, que defienden la supuesta armonía de la sociedad católica medieval, unos, y el rescate del califato musulmán, los otros, con parada y fonda en los atentados de París de 2015.

En una introducción de antología, primer párrafo para enmarcar, Lille constata ante el lector la gran cantidad de información que tenemos al alcance sobre la idea de revolución y de la poca que disfrutamos de la de reacción, «tan sólo la presuntuosa convicción de que está enraizada en la ignorancia y la intransigencia, si no en motivos aún más inconfesables». El espíritu revolucionario que durante siglos inspiró movimientos políticos en todo el mundo, sigue Lilla, puede haber desaparecido, pero el espíritu de reacción que surgió para confrontarlo ha sobrevivido y está probando ser una fuerza histórica tanto o más potente, que va de Oriente medio hasta la clase media de Estados Unidos. En vez de inspirar curiosidad, se lamenta, esta realidad no provoca más que soberbia, una mirada de arriba abajo, e indignación, que enseguida cede el paso a la desesperación, pero en ningún caso a la comprensión: «El reaccionario es el último ‘otro’ relegado a los márgenes de la investigación intelectual respetable. No lo conocemos».

Según Lilla, el reaccionario se siente más fuerte y legitimado que el revolucionario porque se percibe como guardián del pasado, de lo que de hecho sucedió, y no como profeta de un hipotético y errático futuro. Para el reaccionario, la historia comienza con el mito de un Estado feliz, en el que todo el mundo sabía cuál era su lugar, prevalecía el orden y la armonía, mandaba la tradición y el sometimiento a un Dios único y verdadero. El revolucionario sólo viene a romper esta paz, infligiendo a los hombres una falsa conciencia que los llevará en último término a la destrucción de la sociedad. Sólo aquellos que recuerdan como eran las cosas antes son capaces de ver claro y tienen la misión de hacer volver las cosas hacia aquel tiempo del que no deberíamos haber salido nunca. Un tiempo glorioso que el reaccionario cree tan real como el presente que hoy tiene ante los ojos. «Hoy -dice Lilla-, los islamistas políticos, los nacionalistas europeos y la derecha americana explican básicamente la misma historia a sus hijos ideológicos».

Si nos tomamos en serio que de lo que se trata es de volver a un estado ideal de cosas que sucedieron no se sabe cuando, pero que para el reaccionario es una verdad como un templo -que a la vez es el templo de la verdad- deberemos ‘darnos cuenta de que, en contra de la voz popular, el reaccionario no es de ninguna manera un apático, un quietista, un desganado, sino más bien un combatiente, un soldado que hace de su nostalgia un objetivo a perseguir. El reaccionario, pues, como figura moderna activa y no como caricatura tradicional del indolente. Citando a Lilla nuevamente: «Toda gran transformación social deja atrás la frescura de un Paraíso que puede servir de objeto para la nostalgia de alguien. Y los reaccionarios de nuestra época han descubierto que la nostalgia puede ser una fuerte motivación política, tal vez más poderosa incluso que la esperanza. Las esperanzas pueden decepcionar. La nostalgia es irrefutable».

La figura del reaccionario como alma inquieta es lo que enlaza el libro de Mark Lilla con el de otro autor norteamericano, Corey Robin, ‘The Reactionary Mind: From Edmund Burke to Donald Trump’ (‘La mente reaccionaria: De Edmund Burke a Donald Trump’, sin traducción). Robin, profesor de ciencia política en el Brooklyn College, no hace distinción en su texto entre reaccionarios y conservadores (tratando de evidenciar una contradicción interna de los últimos) y define el conservadurismo como meditación y teoría de la experiencia de posesión del poder, de verlo amenazado y el intento de recuperarlo. Según este autor, la teoría política conservadora lucha contra la voz pública y la acción colectiva de las clases subordinadas y ofrece argumentos del por qué a los estamentos más bajos no se les debería permitir el ejercicio de su voluntad autónoma, por qué no deberían gobernarse a sí mismos o influir en la política nacional e internacional. Por qué, en suma, la acción es la prerrogativa de la élite y el deber de la plebe la sumisión. Con independencia del grado de democracia oficial que pueda existir, para la reacción es imperativo que la sociedad se vea y entienda como un agregado de espacios privados donde el hombre domina a la mujer, el patrón está por encima de los trabajadores, y cada uno sabe el lugar que le corresponde. En contrapartida, para el progreso el debate no se ve como el sacrificio de la libertad en nombre de la igualdad, como a veces se ha entendido, sino como la extensión de los derechos y libertades de una minoría hacia la mayoría. Más libres, más iguales.

Corey Robin escribe sobre Edmund Burke, el gran teórico de la contrarrevolución, sobre Hobbes, que sentó las bases para el Estado burgués, sobre Nietzsche y la teoría de los valores, hasta el actual inquilino de la Casa Blanca, pasando por Antonin Scalia y Ayn Rand, entre otros. Para el autor, la reconstrucción del antiguo régimen en el contexto histórico de una fe cada vez más débil en la necesidad y permanencia de las jerarquías sociales ha brindado algunas de las obras más importantes del pensamiento moderno. Si de alguna manera los conservadores han dado a entender, y yo diría que en demasiados casos han llegado a convencer, que el poder es suyo por naturaleza (la derecha cuando pierde el gobierno se siente y se muestra huérfana de su propiedad), esto no significa que no sean plenamente conscientes de que su política y su pensamiento son de circunstancia. Según Robin, ‘The Reactionary Mind’ es un intento de hacer entender, sobre todo a la progresía, que el conservadurismo se adapta más que afirma, se insinúa más que declama, porque se da cuenta de lo que ocurre antes de que los demás se hagan cargo de lo que se está produciendo. Para Robin, el conservador es un virtuoso del tactismo que pocos pueden igualar. De hecho, añado, si la captación de votos y apoyo obrero por parte de la derecha internacional ha sido últimamente su gran éxito (que en España se remonta a Aznar), ¿no será que los conservadores se han apresurado a aprender algo de la izquierda mientras que ésta continúa sentada en el sillón de una superioridad moral que la ha dejado inmóvil por más de dos décadas? ¿Es verdad que no haya nada que aprender de la derecha?

Parece que en los últimos decenios se ha sentido muy segura hablando de la diversidad, pero entonces, ¿quién es el «otro» realmente para la izquierda? ¿La mujer, el negro, el gitano, el pobre? Si la izquierda se encuentra a sí misma cuando defiende el feminismo, la pluralidad, el combate contra la pobreza y la justicia social, no será que le haría falta buscar «el otro» en otra parte? ¿A su derecha, tal vez? Según Josep Fontana, buena parte de la sociedad está más dispuesta a dar marcha atrás que a caminar hacia delante. ¿Qué horizonte de sentido común podemos esperar si renunciamos a dialogar, si nos negamos a comprender su tradición, sus motivos?

La bibliografía de un número demasiado largo de artículos y tesis universitarias es fácil de adivinar. Habría que pensar que si todas nuestras referencias intelectuales las vamos a buscar y nos llegan de una misma fuente, de un mismo lado, del mismo espectro ideológico, es probable que sin darnos cuenta de ello, acabemos convirtiéndonos en lo que seguramente no reconoceremos nunca: sectarios. En la madurez intelectual (signifique lo que signifique la palabra madurez) debería contarse la capacidad de extraer y utilizar lo mejor de tradiciones de pensamiento contrarias entre sí. Esto implica haber tenido el valor y la paciencia de haber frecuentado obras y autores con los que, ya antes de entrar, habíamos marcado una distancia. Cuando Mark Lilla escribe que no lo conocemos, que «el reaccionario es el último ‘otro’ relegado a los márgenes de la investigación intelectual respetable», toca una tecla muy sensible que pocos han osado escuchar. La simple mención en positivo de un autor liberal o conservador pone nerviosos a demasiados académicos de tradición progresista. Reconocer los puntos fuertes de una teoría, de un sistema o, muy simplemente, de una manera de pensar diferente a la nuestra, no significa la adhesión, sino una demostración de honestidad intelectual. Pero este es otro muerto que nos hemos dejado por el camino. Si la universidad abriga prejuicios de todo tipo, cuando debería ser la institución conocida por luchar en su contra, ¿qué diremos de la calle?

En los últimos meses, la red se ha ido llena de independentistas que aseguran gratuitamente que el nacionalismo español no abre un libro. No tengo mucho miedo a equivocarme si afirmo que estas personas que desprecian intelectualmente a su adversario político leen sólo los artículos de periodistas que apenas escriben para convencidos, un gremio desgraciadamente al alza. Buscando argumentos que apuntalen nuestras posiciones, nos hemos acostumbrado demasiado a leer sólo lo que ya sabemos que nos dará la razón, y así es fácil acabar creyendo que, como las calles, la razón será siempre nuestra.

Del mismo modo que la derecha piensa que el poder es suyo, la izquierda tiende a creer que el pensamiento es una exclusividad suya. El naufragio de la mente del título de Mark Lilla tiene que ver con esta incapacidad de ver en el otro un ser tan racional como yo con un bagaje cultural tanto o más importante que el mío. Tratar al otro de inculto o de necio también es deshumanizar, porque como escribe Lilla «es puro prejuicio considerar que los revolucionarios piensan mientras que los reaccionarios sólo reaccionan». De este modo, ¿qué nombre poner al miedo y a la resistencia de tantos progresistas a romper con el régimen de 1978? La comprensión de la historia moderna es incompleta si no tenemos en cuenta de qué manera el miedo y la nostalgia política también le ha dado forma, o conseguir entender el presente sin intentar apreciar la esperanza y la lucidez de aquellos que no se sienten en él como en casa. Pensamos que en una Europa donde la socialdemocracia ha desaparecido y el Estado del Bienestar Social está en vías de extinción, la nostalgia ya hace tiempo que ha incrementado su campo de influencia. Visiten a Tony Judt en ‘El refugio de la memoria’.

NÚVOL