El punto muerto de la vía Junts y el bumerán de la apatía

Aparte de la espiral de frivolidad en el debate público, lo bueno de todo esto que ocurre ahora es que, en los próximos años, a los partidos y a los grandes medios les costará más controlar las cosas cuanto más se avance, aunque de momento salgan adelante. La otra cara de la moneda de la desconexión de la sociedad con la política, que repele el interés mayoritario, es la desconexión de los políticos con la sociedad. Es más llamativa la primera porque hay unas estadísticas que lo miden y muestran, y porque es un sentimiento tan extendido en el país que se comprueba enseguida. Pero la segunda es más honda porque es más difícil recuperar: una vez se pierde el equilibrio es muy fácil caer. Para el poder, también.

La dinámica circular de la historia del país, y la expectativa única de que España se vuelva más autoritaria, nos asegura al menos otro instante de efervescencia nacional. Tarde o temprano. Volverá entonces la politización en masa de la gente que ahora se siente decepcionada y ha desconectado: con la sentencia del estatuto ya se vio que el suflé de los partidarios de la independencia crecía con una lógica directamente proporcional a la viabilidad con la que la gente la encuentra, y al agotamiento manifiesto de las opciones dentro de España. Y esto segundo volverá a ocurrir. En cambio, en cuanto a los partidos, la nueva fase efervescente se llevará como una riada todo lo que se haya hecho desde la derrota para justificarla. Porque no tendrá suficiente solidez. Por eso Esquerra Republicana se equivoca cuando calcula que desnacionalizar la causa le da réditos para crecer por la izquierda.

En estos últimos años los acólitos del Estado español en Cataluña han buscado la apatía de la gente, con la complicidad más o menos directa de una generación de dirigentes independentistas que hasta el 155 habían sido segundas o terceras espadas, y que fantasearon con la idea de que, después de una década convulsa, con mucho peso de la calle, la calma y la grisura les dejarían hacer y deshacer tranquilos. Pensaron seguramente que todo era más fácil de lo que parecía. Había quien esperaba que fuera todo un nuevo oasis de recursos a disposición de su nueva gestión, como un regalo caído del cielo, como si los papás les dejaran conducir el coche sin carnet, para probar.

Después de los indultos debieron respirar aligerados, alcanzado por fin el grado de insensibilización máxima. Pero la atención que la gente dedica a la actualidad política es importante porque consolida la fiscalización y los circuitos naturales de indignación, que a su vez aumentan las opciones de cambio y de renovación y, por tanto, los incentivos de los políticos para hacer las cosas bien, lo que les hace ser más cuidadosos y mantener el contacto con la realidad todo el rato. A escala española, por ejemplo, tener que estar pendientes del conflicto nacional obtura el debate de ideas y programas propio de la democracia, y el enloquecimiento se ve especialmente en el PP. Han inflamado tanto la retórica que no saben cómo aplacarla, porque ya no detectan la temperatura adecuada.

Aquí ha pasado primero con la CUP, que, sin saber cómo, ha quedado atrapada en la irrelevancia. Juntos por Cataluña tenía más o menos afinado el grado de cinismo con el que podía explicar su versión de la realidad, pero ha perdido el control del volante. Que para defender a la presidenta Laura Borràs saquen a hablar a Jaume Alonso-Cuevillas, a quien a principio de legislatura habían apartado de la mesa porque había descartado la estrategia de la confrontación –en una entrevista en VilaWeb–, ya es bastante elocuente, y más teniendo en cuenta los argumentos que da, que van contra lo que Junts siempre había dicho: «Sin la colaboración de los funcionarios no se puede desobedecer». Parece que incluso Borràs ha perdido el control de su imagen, tan consciente como ha sido siempre: el silencio de muchos de sus seguidores más fervientes revela que, al margen de que fuera previsible o no, hay decepción en las filas de Junts.

El feo papel de Borràs con el caso de Pau Juvillà pasará a Junts mucha más factura de lo que piensan. Parece que no es consciente de hasta qué punto son inconsistentes y vacías suenan sus justificaciones. Si la presidenta no contaba con el apoyo de la CUP ni de Esquerra, podría haberse expuesto sola a una resistencia que, como resistencia, le habría reportado a lo sumo unos años de inhabilitación. Si tan convencida está que la CUP y Esquerra no le habría seguido el veto, no habría tenido que preocuparse: los demás habrían quedado retratados; ella mientras hubiera podido dedicarse a tratar de controlar el partido caótico del que forma parte, y su valor político se habría disparado cuando hubiera vuelto.

No pienso ni mucho menos que Junts haga la independencia, ni que en realidad tenga una estrategia diferente de Esquerra, pero el autonomismo será largo, y al menos hay un cierto margen para la visión estratégica puramente personal. Pero no hay valentía. Ni se les ocurre. Porque no hay perspectiva. Porque no hay castigo. Por eso parece que no haya solución, ni alternativa. Esquerra tan sólo aguanta el tipo porque mercadea con el miedo al conflicto y porque ha jugado mejor sus cartas, hasta ahora. Pero todo se les acabará volviendo en contra. Y les costará saber por qué.

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