Cuando Gabriel Syme se encontró instalado en su silla y vio frente a él al profesor de las espesas cejas y los párpados caídos, otra vez sintió miedo. Era, pues, seguro que este sujeto incomprensible le perseguía desde el momento de dejar el Consejo. El contraste entre su estado paralítico y su aptitud para seguir una pista lo hacía más interesante, pero no más tranquilizador. Poco consolador sería que Syme no lograra descifrar el misterio de aquel hombre, mientras que aquel le arrancaba el suyo. Syme acabó con su jarra de cerveza antes de que el profesor probase la leche.
Quedaba una probabilidad de esperanza, pero también era desesperada. Todavía pudiera ser que aquella persecución no significara sospecha alguna; que fuese un rito o signo convencional; tal vez aquella loca carrera era una advertencia amistosa que él no sabía entender: algo convencional en suma. Quizá era de reglamento cazar a Jueves a lo largo de Cheapside, como es costumbre escoltar por allí al alcalde recién nombrado. Y se disponía a averiguarlo con maña, cuando el viejo profesor le abordó inesperadamente y con sencillez. Antes de que Syme hubiera propuesto su primera pregunta diplomática, ya el viejo anarquista, sin andarse con rodeos, había disparado la siguiente:
-¿Es usted policía?
Todo lo esperaba Syme, menos un ataque tan brutal y directo. A pesar de toda su presencia de ánimo, apenas pudo contestar afectando una locuacidad risueña.
-¿Policía? -y trató de reír-. ¿Y qué me encuentra de policía?
-Muy sencillo -dijo el profesor tranquilamente-: me parecía que era policía, y me lo sigue pareciendo.
-¿Me habré puesto un casco de policía por descuido al salir del café? -preguntó Syme, esforzándose por sonreír- ¿Llevo por casualidad algún número en el traje? ¿Tienen aire policial mis botas? ¿Qué tengo de policía? ¿No le parezco más bien un empleado de correos?
El profesor sacudió la cabeza con aire convencido; pero Syme continuó con ironía febril:
-Tal vez no alcanzo la sutileza de su filosofía germánica. Tal vez «policía» sea sus labios un término relativo. En un sentido evolucionista, puede decirse que el mono se transforma en policía por una gradación tan inefable que bien pudiera escapárseme el matiz. El mono es, así, un policía potencial. Y la vieja solterona de Clapham Common es un policía que pudo haber sido. Pues bien: en este sentido, es posible que sea un policía fracasado; posible es que sea cualquier cosa para la filosofía alemana.
-¿Está usted al servicio de la policía? -dijo el anciano, sin hacer caso de las burlas tan improvisadas como desesperadas de Syme- ¿Es detective?
A Syme se le paralizó el corazón, pero su fisonomía siguió inalterable.
-Su suposición es ridícula -empezó-. ¿Cómo diablos… ?
El viejo descargó tal puñetazo en la raquítica mesa que estuvo a punto de romperla.
-Creo que me ha oído preguntar claro, monigote de espía -aulló con voz alocada-. ¿Es usted, si o no, detective, al servicio de la policía?
-¡No! -contestó Syme, como el que está a punto de ser colgado.
-¡Júrelo, júrelo! ¿Acepta condenarse si jura en vano? Si jura en vano, ¿quiere que el diablo baile en sus funerales? ¿que la sombra envuelva su sepulcro? ¿Quiere decir la verdad? ¡Usted anarquista! ¡Usted dinamitero! ¿No es usted, en ningún sentido de la palabra agente de policía? ¿No está afiliado a la policía británica?
Y diciendo esto, se echó hacia adelante sobre la mesa, y apoyándose en el codo, hizo de la mano una bocina y la aplicó al oído.
-No pertenezco a la policía británica -dijo Syme con calma fúnebre.
El Profesor de Worms se dejó caer en el banco con un curiosísimo gesto de cortés desesperación:
-¡Pues es una lástima! -exclamó-. Porque yo sí pertenezco a la policía.
Syme se puso en pie de un salto, derribando cuidadosamente el banco en que estaba sentado.
-¿Porque usted pertenece a qué? -dijo con voz espesa -. ¿Pertenece a qué?
-Que soy de la policía -insistió el Profesor sonriendo por primera vez, mientras que sus ojos centelleaban detrás de los espejuelos-. Pero como usted opina que la palabra «policía» es un término relativo, no quiero nada con usted. Yo pertenezco al servicio de la policía inglesa, pero como usted me dice que no es ése su caso, a mí sólo me toca hacer notar que me lo he encontrado en un club de dinamiteros. Creo que estoy en el deber de arrestarlo.
Y, dicho esto, puso sobre la mesa, ante los ojos de Syme, un exacto facsímil de la tarjeta azul que Syme llevaba en el bolsillo del chaleco, símbolo de su poder policíaco.
Syme tuvo por un instante la impresión de que el cosmos se había vuelto del revés, de que los árboles estaban creciendo para abajo, y bajo sus pies lucían las estrellas. Paulatinamente, a esta impresión sucedió otra diametralmente opuesta: en efecto, durante las últimas veinticuatro horas, el universo había estado del revés, y apenas en este momento parecía enderezarse. ¿De modo que aquel dominio de quien había venido huyendo, y que ahora se burlaba de él, desde el asiento de enfrente, no era más que un hermano mayor de su familia? No preguntó nada; se conformó con la alegría increíble de saber que aquella sombra que le había venido acosando, con la intolerable opresión del peligro, era simplemente la sombra de un amigo empeñado en identificarlo. A un mismo tiempo se sintió libre y se confesó que era un necio, porque siempre hay un sentimiento de admiración en estas emociones de alivio. En estas circunstancias sólo hay lugar a tres cosas: primero, al orgullo satánico; segundo, a las lágrimas, y tercero, a la risa.
El egoísmo de Syme se entregó al primer sentimiento unos cuantos segundos, y después dio un salto al tercero. Sacando entonces del bolsillo del chaleco su tarjeta de policía, la arrojó sobre la mesa y, echando hacia atrás la cabeza, de modo que su barba rubia casi apuntaba al techo, disparó una carcajada brutal.
Aun en aquel oscuro rincón, siempre poblado por el estrépito de los cuchillos, platos, latas de conservas, voces clamorosas, rumores de lucha y de fuga, la alegría de Syme resonó de un modo tan homérico que se le quedaron mirando los parroquianos medio borrachos.
-¿De qué se ríe, caballero? -preguntó asombrado un cargador del muelle.
-De mí mismo -contestó Syme, entregándose de nuevo al éxtasis agónico de su reacción.
-Domínese -advirtió el Profesor- o se va a poner histérico. Pida más cerveza, yo le acompañaré.
-Aún no se ha bebido su leche -observó Syme.
-¡Mi leche! -repuso el otro con impenetrable y desmayado desdén- ¡mi leche! ¿Se figura que me dedico yo a estos menjurjes cuando no me ven los sanguinarios anarquistas? En esta sala todos somos cristianos … -y echando una mirada a los ebrios que les rodeaban- aunque tal vez no muy estrictos. ¿Conque acabarme mi leche? ¡Qué diablos, sí! Ya verá como voy a acabar con ella. Y, rompiendo el vaso sobre la mesa, hizo correr un charco de líquida plata.
Syme lo miraba sorprendido y encantado.
-Ahora lo entiendo -exclamó-, usted no es viejo.
-Aquí no puedo cambiar de cara -repuso el Profesor de Worms-. Es algo complicado el disfraz. Si soy viejo, no seré yo quien lo diga: tengo treinta y ocho cumplidos.
-Bien está -dijo Syme con impaciencia-, pero quiero decir que no está enfermo de nada.
-Sí -dijo el otro con flema-, soy propenso a coger uno que otro catarro.
La risa de Syme tenía toda la emoción de un desahogo. Se reía de pensar que el paralítico profesor no era más que un actor joven disfrazado como para salir a escena. Y sentía, a la vez, que su risa era la misma risa que puede provocar un tarro de mostaza volcado sobre la mesa.
El falso profesor apuró la cerveza y, acariciando sus falsas barbas, interrogó:
-¿Usted sabía que Gogol era de los nuestros?
-¿Yo? No por cierto -dijo Syme sorprendido-. ¿Acaso usted lo sabía?
-¡Qué había yo de saber! -replicó el llamado Worms- ¡Si yo creía que el Presidente se refería a mí, y estaba temblando de pies a cabeza!
-¡Y yo creía que a mí! -completó Syme, mientras seguía derrochando su risa-. Y no apartaba la mano del revólver.
-Lo mismo yo -dijo el Profesor agitado-. Y yo creo que Gogol hacía lo mismo.
Syme lanzó una exclamación, dio un golpe en la mesa:
-¡Y pensar que éramos tres! Tres de donde hay siete es buen número de combate. ¡Si hubiéramos sabido que éramos tres…!
El Profesor de Worms, contestó, sombrío, sin alzar la vista:
-Tres éramos; y trescientos que hubiéramos sido daba igual.
-¿Igual, de haber sido trescientos contra cuatro? – preguntó Syme con jactancia.
-Igual -repuso sombríamente el Profesor-. Ni trescientos valen contra el Domingo.
Esta sola palabra puso a Syme serio y desanimado. Antes de morir en sus labios, la risa se le murió en el corazón. La inolvidable cara del Presidente se le representó al instante como en una fotografía en colores; y advirtió que, entre el Domingo y sus satélites, había una diferencia esencial: mientras que las caras de éstos, por feroces o siniestras que fuesen, parecían irse desvaneciendo en el recuerdo como las de todos los hombres, la del Domingo parecía fijarse más con la ausencia, a modo de un retrato que fuera transformándose en un ser vivo. Permanecieron silenciosos unos instantes, después de los cuales Syme lanzó estas palabras como un espumarajo de Champaña:
-¡Profesor, es intolerable! ¿Le tiene miedo a ese hombre?
El Profesor levantó sus pesados párpados y, dirigiendo a Syme una mirada franca, azul, llena de una honradez casi etérea, contestó con dulzura:
-Sí, le tengo miedo. Y usted también.
Syme permaneció mudo un instante. Y levantándose después cuan largo era, como hombre injuriado, arrojó el asiento y dijo con voz indescriptible:
-Sí, tiene razón, le tengo miedo. No obstante, juro a Dios que he de buscar a ese hombre a quien temo hasta no dar con él y romperle la boca. Si el cielo mismo fuera su trono y la tierra su escabel, juro que he de arrancarlo de allí.
Y el Profesor, asombrado:
-¿Y cómo? ¿Para qué?
-Porque le tengo miedo. Y el hombre no debe consentir que en el Universo subsista lo que le causa temor.
De Worms contemplaba absorto. Quiso hablar, pero Syme le interrumpió con sorda y exaltada voz:
-¿Quién habría de permitirse atacar al ser que no le asusta? ¿Cómo rebajarse al papel del simple bravucón, como cualquier luchador alquilado? ¿Ni quién ha de pretender ignorar el miedo, como un árbol inconsciente? Hay que combatir contra lo que nos infunde temor. Acuérdese usted del cuento de aquel clérigo inglés qué prestaba los últimos auxilios a un bandido siciliano. Éste en su lecho de muerte, le dijo: «Yo no tengo dinero con que pagarle; pero puedo darle un buen consejo para toda la vida: el pulgar en la hoja, y herir para arriba». Yo también le digo a usted: herir para arriba, y a las estrellas si es preciso.