He oído muchas críticas contra Carles Puigdemont, no sólo de parte de la caverna mediática, sino también de independentistas vascos y catalanes. Mi respeto a todos ellos, e incluso mi coincidencia en algunas de las razones que esgrimían para mantener esa actitud crítica. Sin embargo, creo que es de justicia valorar la actitud de Carles Puigdemont, quien más allá de sus aciertos y errores, es un símbolo de la resistencia y la confrontación con el Estado español. Y esos dos valores son pilares fundamentales para la liberación de las naciones. No entro a ponderar si la suya ha sido una estrategia correcta. Mi agradecimiento, además de personal, es por el testimonio de coherencia y firmeza que ha aportado. Una vez más, tiene el mérito de dejar en evidencia que ese Estado español se fundamenta en el golpe militar de 1936.
Puigdemont, estemos de acuerdo con él o no, es y será para mucha parte de la población de Cataluña un símbolo de la lucha por su nación anulada en el ámbito político por los estados español y francés, y minorizada en la su lengua y cultura. Cuando se exilió organizó una confrontación a escala internacional. Fue un símbolo vivo de la denuncia ante todo el mundo de lo que ocurre en el Estado español, con las naciones que se rebelan contra el centralismo. Un altercado para la vieja Europa que sigue sin reconocer en su seno innumerables naciones y culturas oprimidas. Puigdemont, al igual que miles de militantes vascos y junto a todos los presos y exiliados de Cataluña, ha sido un símbolo de la represión salvaje. He aquí toda la judicatura golpista reaccionando como loca en su persecución buscando la foto-trofeo de Puigdemont detenido, esposado y humillado, y, sin embargo, con su rebeldía, ha dejado en evidencia la actuación antidemocrática de Llarena y compañía .
El simbolismo de Puigdemont está fundamentado sobre todo en su valentía por enseñar los dientes a la represión que utiliza el Estado contra todos aquellos que nos rebelamos contra la sumisión. Son sus actitudes que no proliferan entre los políticos, y sobre todo entre los políticos con tanta responsabilidad institucional. Hablar es fácil, dar consejos a los demás, sin arriesgar nada personal es algo corriente, pero ofrecer lo mejor de la vida para defender la libertad de la comunidad, es lo más bello, es ejemplar. Y la fuerza del simbolismo de Puigdemont radica en la persistencia en esa actitud. Mantener constante el enfrentamiento con los aparatos jurídicos, comunicativos y policiales de todo un Estado durante más de seis años por una persona que ha sido presidente de una comunidad autónoma de ocho millones de personas no es cualquier cosa. Yo, de momento, sólo conozco a una persona así: Carles Puigdemont.
La última aparición en Barcelona y posterior escapada que algunos han ridiculizado, yo la catalogo como un acto de dignidad y coherencia. Me pregunto por qué estaría obligado a entregarse a manos de un juez prevaricador. Los partidos catalanes han negociado una amnistía, aprobada por la mayoría del congreso, y a los jueces no les debería quedar otra que aplicarla. Llarena lo sabe y es consciente de que su interpretación de “malversación de fondos” es diametralmente opuesta a la de los legisladores y que su actitud es de clara prevaricación. En cualquier otro estado democrático este juez sería sustituido de inmediato porque burlarse del poder legislativo es un grave delito. Pero el gobierno del PSOE es prisionero de un sistema en el que parte de su judicatura actúa como “matones” haciendo y deshaciendo como quieren.
El Estado español, después de la “modélica” transición política, está sumergida en una grave crisis. Pedro Sánchez sabe que debe abordar una profunda democratización que pasa por cambios radicales en la propia judicatura, pero carece de la valentía para un cambio así; la izquierda sigue dividida en mil subgrupos y a punto para la pelea; la derecha, después de perder las elecciones, quiere llegar al poder como sea, y por eso utiliza jueces y fiscales antidemócratas para desgastar al gobierno. En esta tesitura, los socialistas parecen carecer de medios ni valentía para poner algo de orden. Llarena es un grave problema porque fomenta el “golpismo” en el Estado español. Y Puigdemont ha evitado una humillación en toda regla, en su persona y en toda la nación catalana. Y yo me he alegrado y mucho.
Es cierto que para avanzar en la liberación nacional de los pueblos sometidos es fundamental actuar de forma coordinada entre las diversas fuerzas políticas, sindicales y sociales e impulsar una estrategia unitaria, objetivo en el que deseo que Puigdemont haga su importante aportación reactivando por completo el proceso de liberación que anhela un sector mayoritario del pueblo de Cataluña. Pero los pueblos necesitan también actitudes simbólicas, de personas que ayuden a crear cierta épica de resistencia a la dominación y con valentía para romper moldes. Saber valorar a los Puigdemont de turno también resulta importante, yo diría que es imprescindible; no sea que la diferencia de visiones políticas, totalmente respetables, oculten actitudes valientes de gran valía simbólica. Actuar guiados por la razón es primordial, pero hay que recordar que las emociones y sentimientos también son vitales y básicos. Y vale la pena subrayar la dimensión épica de los procesos de liberación.
VILAWEB