El primer paso para resucitar la unilateralidad

Hace unas semanas me creí que la estafa del gobierno efectivo saldría maquillada y, por tanto, fortalecida de la pandemia. La tesis era: hasta que no entramos en este tipo de pesadilla sedante, el independentismo de calle todavía se centraba en la forma de retomar el proceso, y este debate estaba estancado y era agotador porque a escala institucional siempre reclama una libertad de maniobras y un atrevimiento que chocan con las condiciones materiales: nuestros políticos han renunciado a la soberanía y nunca pueden ir un paso más allá. Esto era un circuito cerrado y la única salida que veíamos era una puerta de Alicia que decía ‘elecciones’. Pero en el fondo todo el mundo sabía que si nos tomábamos la mermelada para achicarnos y atravesarla nos saldría el tiro por la culata: creceríamos, y, aún más estancados que antes, seguiríamos en el mismo lugar.

Me parecía que la pandemia nos llevaría a un espejismo: la clase de gestión mecánica que queda cuando no tienes soberanía, de un país baldío que no puede aplicar las ideas que genera, era de nuevo la protagonista, y el gobierno se podría beneficiar tomando medidas más eficientes que los despropósitos de Madrid, como han hecho Armengol y Puig, y haciendo frente a la recentralización con la épica de baratillo del catalanismo de siempre. Esto segundo pareció que lo intentaban cuando Torra se hacía el enfadado y pedía el confinamiento total. Pero en cuanto hemos empezado a tener resultados, con el escándalo de las residencias, por ejemplo, se ha puesto de manifiesto que la gestión aquí ha sido tan ineficiente como Madrid. En lugar de salvar la conveniencia de un gobierno efectivo, el coronavirus ha demostrado que lejos del poder la gestión no será más efectiva, primero por el solo hecho de no tenerlo, y después porque no tenerlo premia a los incompetentes.

El panorama nacional que nos ha dejado todo esto es en cierto modo un regalo. Como escribía hace pocos días Andreu Barnils, el independentismo pragmático y pactista fue arrollado: los comunes han pactado con Ciudadanos para continuar quitando competencias a la Generalitat y, en Badalona, ​​la izquierda españolista de los socialistas prefirió Albiol a Sabater porque temían que la fórmula de un independentismo alternativo y municipalista contagiara al área metropolitana. Otra vez la connivencia de la gente de Iniciativa y con un papel penoso de Esquerra, que ya no sabe cómo tapar sus vergüenzas. La paradoja es que esto, en vez de fortalecer instintivamente el unilateralismo, sólo ha desembocado en la espiral de juramentos y resignación donde nos habíamos sumergido.

Nos hemos empeñado en predicar que, un día, el cuento de hadas que Esquerra se dedicaba trabajosamente a hacernos creer, mercadeando el miedo, se rompería, y ahora que de improviso todo se empieza hundir, no hay nadie que pueda recoger su fruto políticamente. Pero tengo buenas noticias: el conflicto nacional se mantiene a toda costa. La inercia de Madrid de asimilarnos continuará viva con Covid-19 o sin él, y la inercia catalana de librarse de ella, también. Las elecciones ya no allanan el camino para los políticos procesistas ni harán presidente a Pere Aragonés. O no tanto. Después dirán que todos sus cálculos han fallado porque la situación era inédita y especial y pedirán otra oportunidad. Pero continuarán astillándose: cada día sonará más surrealista que propongan un retorno al diálogo, y acabarán determinados a hacer más virulenta la retórica -como ha hecho hasta ahora Juntos por Cataluña-. Están en un callejón sin salida: como resulta que variarán el discurso sin variar las pretensiones, cada día sonarán también más hipócritas.

Es decir: el unilateralismo tiene más margen de maniobra para organizarse. Aún no ha habido la implosión que puede volver a hacer revivir la emergencia nacional, y el desastre de esta crisis nos ha acelerado la creación de nuevas pruebas para el argumentario unilateral. Todas las alternativas a una independencia a medio plazo se han invalidado antes de lo que pensábamos, y todo ello juega a nuestro favor. Pero esto no es en sí mismo ninguna solución. El primer gran muro del unilateralismo es que la independencia no se puede hacer efectiva, hoy por hoy, sin grandes cambios estructurales. No basta con un nuevo ‘momentum’. Una cosa es que se pueda perpetrar una secesión tirando por la directa, que se puede hacer, y otra muy diferente es que ello dependa puramente de las ganas que se le echen.

El levantamiento de 2017 fracasó porque políticamente no había habido disposición de llevarlo hasta el final, a pesar de que las condiciones sociales y ambientales existentes, tenían opciones de funcionar, por escasas que fueran. Otro nuevo no saldrá bien sin resolver antes el problema de la disposición, por supuesto, pero tampoco sin que previamente hayamos forjado las condiciones adecuadas. Como la disposición varía según las condiciones, porque cuanto más factible lo ve la gente más cerca está de lanzarse, lo que debería preocupar ahora al independentismo es establecer las condiciones para hacer un nuevo embate, y que estas condiciones fueran aún mejores que las de hace tres años.

Esto significa que hay que analizar y subsanar todos los problemas que hubo entonces, y no los que hay ahora, que son una consecuencia deformada de aquellos. Pero es un pez que se muerde la cola. El problema de raíz es que la gente no manda lo suficiente. Con el proceso, los políticos usaron la energía popular haciendo ver que la encabezaban para volverla contra los objetivos iniciales de la calle. Los unilaterales tenemos que encontrar la clave para reactivar esta energía e impedir que la asuma nuevamente el independentismo institucional. Por eso el primer gran problema a resolver es el sistema de partidos. Los grupos parlamentarios no funcionan como sistemas horizontales de poder: todavía pesa demasiado la lealtad a la vieja guardia, y las listas se hacen desde arriba. De esta manera, por más que la calle presione siempre habrá un techo.

La solución es cambiarlo de manos. Estoy seguro de que en el parlamento hay suficiente gente que, en el lugar y el momento adecuados, se pondría al servicio de la causa con menos rodeos que el gobierno de Juntos por el Sí. Y que en las bases de estos partidos hay mucha gente decepcionada, y muchos unilaterales que se han adaptado a las circunstancias. El primer paso para evitar que, si se reanuda el proceso, las cúpulas vuelvan a pilotarlo y pisar a la gente es trabajar para impedir como sea que las listas a las próximas elecciones actúen meramente como una cuadrilla de cuatro gatos que cortan el bacalao. Es necesario que, desde las bases de los partidos y desde fuera se presione a las direcciones para hacer listas abiertas: por lo menos, nos dotará de mecanismos de fiscalización, subirá los niveles de exigencia.

Las alternativas, hasta ahora, han fracasado todas. No parece que un cuarto partido haya de tener la suficiente fuerza y ​​una lista unitaria es más que nunca una quimera. Exigir que Torra levante la suspensión de la DUI es irrisorio. La agresividad mal apuntada contra todos los que dudan ha sido contraproducente, por el momento. Los intentos de la ANC de hacer el papel de carcoma le han salido mal. La mayoría en el parlamento ya no depende de la CUP. El resto de problemas de octubre -que la gente pierda el miedo a la vía unilateral, la creencia de que no hay legitimidad sin una mayoría sobre el papel, la falta de identificación nacional catalana- se deben encarar con la misma urgencia. Pero sin desatascar la clase dirigente empezaremos la casa por el tejado. Quizás es un enfoque ingenuo. También lo era el referéndum.

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