El precio de los alimentos: un argumento que no tiene valor

Veterinario, escritor y activista por la soberanía alimentaria

Un informe de la cooperativa ‘El Pa Sencer’ (‘El Pan Entero’) demuestra que alimentarnos con lo que produce el pequeño campesinado de proximidad no es más caro que ir al supermercado

Cuando salimos del supermercado y repasamos el ticket de la compra, debemos saber que éste no es el coste real que hemos pagado por los productos adquiridos. De nuestros bolsillos ha salido el dinero necesario para hacer frente a otros costes ligados a un modelo de agricultura y alimentación industrial, globalizado y capitalista. Son las externalidades.

Las externalidades

Ya sabemos que detrás del conflicto de Ucrania existe el interés por controlar la tierra fértil y sus producciones agrarias. Para Europa, deficitaria en cereales y legumbres, es un tema central; para el Estado español y para Cataluña, también. ¿Qué porcentaje del 2% del PIB que se quiere dedicar al presupuesto de Defensa es dinero público que entre todas pagamos por “garantizar la seguridad” y para que lleguen desde el mar Negro los barcos cargados de maíz que necesita la ganadería industrial estabulada? De los 1.000 millones de euros que ya ha adelantado el Gobierno de Madrid al presupuesto de la OTAN, ¿cuántos debemos imputar al coste de nuestra cesta alimenticia? Éste es un ejemplo de los muchos gastos (externalidades bélicas) que necesitamos para hacer posible un sistema alimentario dependiente de terceros países.

Pienso también en otros, como el presupuesto que la Unión Europea dedica a mantener a raya a los “piratas” de Somalia y que permite que los atunes que pasan por delante de sus costas lleguen a las industrias de atún en lata del Estado. O en cuestiones más turbias, como los acuerdos con Marruecos que, ejerciendo violencia contra el pueblo del Sáhara Occidental, permite a la industria alimentaria y agraria española poder acceder a los recursos pesqueros y a las minas de fertilizantes de los territorios ocupados. O, evidentemente, en el coste de las políticas antiinmigración para frenar a la población empobrecida –precisamente por ese mismo expolio– que busca, con todo su derecho, cómo resolver la vida.

¿Cuánto dinero gastamos en comprar agua porque no podemos beber del grifo aunque, por cierto, también pagamos por su potabilidad? De nuevo, un ejemplo para hacernos pensar en la cantidad de recursos públicos (externalidades de reparación) que entre todas dedicamos a compensar las fechorías de un sistema alimentario industrial corresponsable de los grandes problemas ecológicos que afectan al planeta.

Si más o menos sabemos del porcentaje de responsabilidad que tiene la producción industrial alimentaria en la destrucción de suelo fértil, en la emisión de CO₂, en el derroche de agua, en los macroincendios, en la pérdida de biodiversidad… podríamos calcular cuánto dinero de todos los gastos públicos para luchar contra estos asuntos vitales es necesario imputar al coste de comprar comida en los supermercados. Y más que gastaremos, porque, en paralelo a todas estas realidades, va ligada la pérdida de capacidad de producción alimentaria, como bien sabe el campesinado afectado por plagas de conejos o de jabalíes, sequías o granizadas.

Medicamentos para el colesterol, cirugías de cáncer de colon, programas contra la obesidad infantil, enfermedades derivadas del exceso de azúcar en las dietas, alergias e intolerancias alimentarias son los retos más importantes con los que los sistemas sanitarios se han que enfrentar. Y, lógicamente, un altísimo gasto que entre todas hacemos posible. Si dividimos y computamos estas millonarias cantidades de dinero al precio de cada uno de los alimentos procesados ​​que las provocan, habríamos calculado el coste de las externalidades sanitarias. De hecho, debería imputarse también una parte del coste sanitario para hacer frente a la pandemia del coronavirus, cuando quede clara su relación con la deforestación provocada por la industria del aceite de palma que ha facilitado la desaparición de barreras naturales entre la fauna salvaje (y sus virus) y la población humana.

Y, como las administraciones son monstruos sin sentidos y sin sentimientos, siguen obcecadas en dedicar una cantidad ingente de recursos públicos a apoyar la agroindustria, que dicen que es la única manera de alimentar al mundo. Aún hoy, en la Unión Europea alrededor del 80% de los subsidios y el 90% de los fondos para la investigación están dedicados a la agricultura industrial convencional. Y hablemos de un presupuesto que representa el 40% de todo el presupuesto de la Unión.

El Pa Sencer, y un estudio poco importante

Estas externalidades que pagamos y no figuran en el ticket de la compra, de hecho, no se pueden reducir a dinero; su coste va más allá. Son argumentos más que suficientes para impugnar el actual sistema alimenticio industrial, que no tiene ningún sentido. Por eso, desde la cooperativa El Pa Sencer creemos sinceramente que el informe (1) sobre el precio de los alimentos que presentamos la pasada primavera es un informe innecesario, banal, sin importancia. ¿De verdad que hablar de alimentación implica reducirlo todo al precio final de los productos? Insistimos: claro que no, y por eso es aún más grave que sea éste el argumento fundamental de la gran mayoría de administraciones para no afrontar los cambios urgentes de los que ellas son responsables. Desde los ayuntamientos que aún defienden el precio bajo de los alimentos para asignar las compras públicas, hasta la Generalitat o el Estado cuando rescatan la industria de los cerdos para que no quiebren.

En cualquier caso, para revisar este argumento, el estudio al que hacemos referencia ha establecido una nueva manera de analizar el precio (no el valor) de los alimentos agroecológicos junto a los alimentos industriales. En vez de comparar un producto cualquiera en un supermercado convencional con el mismo producto agroecológico, lo que se ha hecho es calcular y comparar el gasto final de una persona que garantiza su alimentación a partir de compras en el mercado convencional con la de una persona que toda su alimentación la adquiere en una cooperativa de consumo.

Son dos cestas muy distintas: el primero seguro que está cargado de plásticos y de envases con alimentos procesados ​​y con excesos de proteína animal, todos de “primeras marcas multinacionales”, y más de una y dos cosas compradas impulsivamente que poco contribuyen a su salud. El segundo, una cesta más escasa pero suficiente, de alimentos frescos de la temporada, de origen vegetal y animal, de alguna finca campesina de proximidad. Y el resultado ha sido una sorpresa, como si los números quisieran jugar con nosotros. El coste anual de la primera persona es de 1.752,10 € y el de la segunda es de 1.752,54 €. Crematísticamente hablando, alimentarnos con lo que produce el pequeño campesinado de proximidad no es más caro.

Cantamos como canta Alidé Sans, los versos de Marcela Delpastre (2), poeta y campesina occitana: “He comido el pan del otro, no es bueno el pan del otro”.

(1) https://soberaniaalimentaria.info/documentos-estudios/sinopsis/942-mapatge-catalunya

(2) https://ca.wikipedia.org/wiki/Marcela_Delpastre

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