Las novedades tecnológicas socialmente disruptivas siempre han sido vistas como peligrosas para la gente de orden. Y más que por el conservadurismo inteligente, por las mentalidades reaccionarias. No podría ser de otro modo siendo que estos cambios alteran profundamente las jerarquías de poder, y los que tienen el control temen perderlo. De la imprenta hasta la televisión, y ahora con las redes sociales, siempre es lo mismo. Qué mejor ejemplo que el de la imprenta de Johannes Gutenberg (1440), que facilitó la Reforma Protestante de Martín Lutero (1517) y, poca broma, según Max Weber sería aquella ética protestante la que fundamentaría el espíritu del capitalismo. ¡Todo un juego de piezas de dominó tumbadas por una máquina que hacía accesible la Biblia a todos!
Otras veces he citado la gran obra de Lewis Mumford, ‘Technics and civilisation’ (1934), sobre el papel socialmente revolucionario de las máquinas. Y eso que por la fecha no pudo prever las reacciones catastrofistas que provocaría la llegada del mundo audiovisual, fundamentadas en obras tan relevantes como ‘Amusing ourselves to death’ de Neil Postman (1985) o el famoso panfleto de Giovanni Sartori ‘Homo videns’ (1997). Para Postman -mucho más moderado que Sartori-, con la cultura televisiva se cumplía la profecía de Aldous Huxley según la cual la verdad quedaría ahogada en un mar de irrelevancia debido a una cultura trivial ocupada por «sensacioncillas».
Particularmente, las miradas catastrofistas son notables entre los poderes públicos. Un documento de diciembre de 1939 del vicepresidente del Consejo Superior de Protección de Menores del Ministerio de Justicia, Mariano Puigdollers, avisaba -siguiendo informes psiquiátricos de la época- de la relación entre ir al cine y la delincuencia juvenil: “Los médicos especialistas han señalado el daño siempre grande y en algunos casos irreparable que el cine produce en el débil y fácilmente excitable organismo infantil». Suerte de obras como ‘Si es malo te lo recomiendo. Cómo la cultura de masas nos hace más inteligentes’, de Steven Johnson (2005), que han acabado poniendo cordura a tantas barrabasadas.
En estos días, sin embargo, quien se lleva las iras reaccionarias del poder son las redes. En este caso, porque dicen que Twitter cuestiona agresivamente el orden político y el comunicativo, tan emparentados. Dejemos de lado el fariseísmo de criticar lo que sí se utiliza cuando en beneficio propio, como hacen la mayoría de políticos y medios de comunicación. Pero ¿cómo debería extrañarnos que un antiguo director de periódico, proclive a censurar y despachar a quien molestaba, afirmara hace tiempo en una tertulia radiofónica que «el degenerado que inventó Twitter nos ha hecho un mal ‘tremendo'» (octubre, 2017)? Y es que en tanta irritación se esconde una buena intuición: las redes trastornan de manera revolucionaria las viejas jerarquías de control de la información con las formas propias de cuando el populacho sale a la calle, aunque ahora los jefes sólo se corten retóricamente en apenas 280 caracteres. ¡Incluso las revoluciones ahora son más civilizadas!
Todas las tecnologías tienen usos peligrosos. También la imprenta, el automóvil o la televisión. Pero ahora que tanto se habla de la relación entre beneficios y efectos secundarios de las vacunas, lo podemos aplicar a las redes sociales. A pesar de los riesgos, ¿es que no son instrumentos a favor de una mayor democratización de la libertad de expresión? Lo que hace falta, con Twitter y demás redes sociales, es estudiarlas bien porque estoy convencido de que, en definitiva, más que odio, lo que generan es un nuevo tipo de conformidad social quién sabe si tanto o más peligroso. También hay que aprender a usarlas y disponer de herramientas que permitan hacer visibles los abusos. Y, en cualquier caso, es imprescindible desdramatizar los supuestos malos, sobre todo si no se quiere terminar haciendo el ridículo como lo hacen aquellos informes sobre el cine de los Tribunales Tutelares de Menores franquistas.
ARA